– No puedo obligarla si usted ha decidido mantenerse callada -dijo Peter-. Aun cuando le recuerdo que los que salen incólumes de algo lo intentan otra vez quizá no con usted, pero sí con alguna otra persona. -Los ojos de ella se turbaron mientras él continuaba:- No sé si los hombres que estaban en aquella habitación anoche eran o no amigos suyos. Pero aunque lo fueran, no creo que haya una sola razón para protegerlos.
– Uno era amigo. Por lo menos eso creía.
– Amigo o no -insistió Peter-, el asunto es lo que trataron de hacer y que hubieran llevado a cabo, si no hubiera sido por Royce. Lo que es más, cuando ya iban a ser atrapados, los cuatro echaron a correr como ratas, dejándola sola.
– Anoche le oí decir -dijo Marsha con precaución- que sabía el nombre de dos de ellos.
– La habitación estaba registrada a nombre de Stanley Dixon. El otro es Dumaire. ¿Fueron ellos dos?
Ella asintió.
– ¿Quién era el jefe?
– Creo… que Dixon.
– Bien, dígame lo que pasó antes.
Marsha comprendió que en cierta forma le había arrancado la decisión. Tuvo la sensación de que la dominaban. Era un sentimiento nuevo, y lo que era más sorprendente, le gustaba. Con docilidad le describió la secuencia de los hechos comenzando con su salida del piso donde se realizaba el baile y terminando con la liberadora llegada de Aloysius Royce.
La interrumpió sólo dos veces. Peter McDermott preguntó si había visto a las mujeres que estaban en la habitación adyacente y a quienes se habían referido Dixon y los otros. ¿Había visto a alguien perteneciente al personal del hotel? A ambas preguntas negó con la cabeza.
Al final tenía urgencia por contarle más. Todo. Marsha dijo que probablemente nada hubiera pasado de no haber sido su cumpleaños.
El pareció sorprendido.
– ¿Ayer fue su cumpleaños?
– Cumplí diecinueve.
– ¿Y estaba usted sola?
Ahora que había revelado tanto, no había objeto en callarlo. Marsha describió la llamada telefónica desde Roma y su desencanto al enterarse de que su padre no podría volver.
– Lo lamento -dijo él cuando Marsha terminó-. Es más fácil comprender una parte de lo que ha pasado.
– Nunca sucederá otra vez. Nunca.
– Estoy completamente seguro de eso. -Y agregó con más seriedad:- Lo que ahora quiero hacer es utilizar lo que usted me ha dicho.
– ¿En qué forma? -preguntó pensativa.
– Llamaré a las cuatro personas, Dixon, Dumaire y los otros dos, al hotel para conversar.
– Pueden no venir.
– Vendrán. -Peter ya había decidido qué hacer para asegurarse de su comparecencia.
Todavía incrédula, Marsha preguntó:
– En esa forma ¿no se enterará mucha gente?
– Le prometo que cuando hayamos terminado, habrá aún menos posibilidades de que alguien hable.
– Muy bien -asintió Marsha-. Y gracias por todo lo que usted ha hecho. -Tenía una sensación de alivio que la dejaba extrañamente despreocupada.
Había sido aún más fácil de lo que esperaba, pensó Peter. Y ahora que tenía la información estaba impaciente por utilizarla. Se quedaría unos minutos, aunque no fuera más que para tranquilizar a la muchacha. Le dijo:
– Hay algo que debería explicarle, miss Preyscott.
– Marsha.
– Yo soy Peter. -Supuso que tal confianza no era una incorrección, aun cuando a los ejecutivos del hotel les habían enseñado que debían evitarlo, excepto con los huéspedes que conocieran muy bien.
– Muchas cosas suceden en los hoteles, Marsha, a las cuales cerramos los ojos. Pero cuando sucede algo como esto, podemos ser muy severos. Esto incluye a cualquiera de nuestro personal, si descubrimos que está implicado.
Era un aspecto, Peter lo sabía, que involucraba la reputación del hotel, y en el que Warren Trent se sentiría tan afectado como él mismo. Y cualquier actitud que tomara Peter (siempre que se pudiera fundar en hechos probados) estaría respaldada por el propietario del hotel.
La conversación ya había revelado todo lo que Peter necesitaba saber. Se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. Desde este lado del hotel podía observar la actitud de una ajetreada mañana en Canal Street. Sus seis canales de tránsito, estaban llenos de vehículos, de marcha lenta, media y rápida; las anchas aceras, llenas de compradores. Grupos de transeúntes esperaban en el centro del bulevar sombreado de palmas, donde los ómnibus con aire acondicionado resplandecían, sus paneles de aluminio brillando al sol. El N. A. A. C. P. [1] estaba promoviendo algo, otra vez, advirtió. Este negocio discrimina. No compre en él, anunciaba un cartel y había otros cuyos portadores caminaban estoicamente entre una marea de peatones que irrumpía entre ellos.
– Es usted nuevo en Nueva Orleáns, ¿no es cierto? -preguntó Marsha. Se le había reunido frente a la ventana. El percibió su suave y dulce fragancia.
– Bastante nuevo. Espero conocerla mejor con el tiempo.
Ella anunció con repentino entusiasmo.
– Conozco mucho de la historia local. ¿Me deja enseñarle?
– He comprado algunos libros. Sucede que no he tenido tiempo…
– Puede leer los libros después. Es mucho mejor ver las cosas primero, o que se las refiera. Además querría hacer algo para demostrarle cuan agradecida estoy…
– No hay necesidad de eso.
– De todos modos me gustaría. ¡Por favor! -le puso una mano en el brazo.
Preguntándose si sería prudente, contestó:
– Es una oferta interesante.
– Entonces está convenido. Mañana doy una comida en casa. Será una velada al estilo antiguo de Nueva Orleáns. Después podremos hablar de Historia.
– ¡Oh…! -protestó él.
– ¿Quiere decir que tiene algún compromiso para mañana?
– No exactamente.
– Entonces, esto también está decidido -dijo Marsha con firmeza.
El pasado, la importancia que tenía evitar cualquier relación con una muchacha joven, que además era huésped del hotel, hizo vacilar a Peter. Luego pensó: sería una grosería rehusar. Y no había nada indiscreto en aceptar una invitación para comer. Habría otras personas presentes, después de todo.
– Si voy… querría que hiciera una cosa por mí, ahora.
– ¿Qué?
– Vaya a su casa, Marsha. Abandone el hotel y vayase a su casa.
Sus miradas se encontraron. Una vez más él percibió su juventud y fragancia:
– Muy bien -replicó-; si quiere que lo haga, lo haré.
Peter McDermott estaba absorto en sus propios pensamientos cuando entró en su oficina, en el entresuelo principal, pocos minutos más tarde. Le preocupaba que alguien tan joven como Marsha Preyscott, y presumiblemente nacida con una lista de dorados privilegios, estuviera, en apariencia, tan abandonada. Aun con su padre, ausente del país, y su madre alejada (había oído de los múltiples matrimonios de la que una vez fue mistress Preyscott) encontraba increíble que la muchacha no tuviera la menor protección. «Si yo fuera su padre -pensó-, o su hermano…»
Lo interrumpió Flora Yates, su pecosa secretaria privada. Los vigorosos dedos de Flora, que podían danzar sobre una máquina de escribir con más rapidez que cualquiera, sostenían un montón de mensajes telefónicos. Señalándolos, Peter preguntó:
– ¿Hay algo urgente?
– Pocas cosas. Pueden esperar hasta la tarde.
– Bien, que esperen entonces. Le pedí al cajero que me mandara la cuenta de la habitación 1126-7. Está a nombre de Stanley Dixon.
– Aquí está -tomó una hoja de entre algunas otras que se hallaban sobre su escritorio-. También hay una estimación de gastos de la carpintería, por daños en la suite. Las puse juntas.