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Houdini quedó inmóvil por un instante y después abrió la boca como si quisiera retomar su discurso, pero desechó rápidamente la idea. En cambio, le gritó a su ayudante:

– ¡Franz, los biombos!

El gigante calvo reapareció, portando dos piezas de pantalla negra, cada una con una bisagra vertical en el medio. Colocó una a cada lado del muro, creando dos pequeños espacios vedados a la vista.

– Doctor Watson, si se puede colocar aquí… Lestrade allí… y, señor Holmes, por aquí… Muchas gracias.

Nos situó de manera que todos los lados del muro estuvieran expuestos a nuestra vista.

– Por favor, recuerden caballeros, que no puedo pasar por encima, ni por debajo, ni rodear el muro. Ahora me sitúo detrás del biombo en este lado del muro. Si aparezco al otro lado, solo puede ser porque he atravesado el muro para llegar hasta allí.

Hizo una pausa para que sus palabras nos calasen.

– Ahora, si están preparados, caballeros, contaré hasta tres. Cuando haya terminado de contar, el milagro habrá sucedido. Uno, dos, ¿preparados? Tres.

Desde el otro lado del muro oí gritar a Lestrade.

– ¡Lo ha hecho! ¡Lo ha hecho otra vez!

Apareció rápidamente desde detrás del muro arrastrando a Houdini por el brazo. El joven mago estaba ligeramente agitado, pero aparte de eso no había más señales del esfuerzo realizado. He de admitir que estaba profundamente desconcertado por la proeza, y por la velocidad y aparente facilidad con que la había ejecutado.

Holmes debió de leerme la cara, porque me preguntó:

– ¿Qué es lo que sacas en claro, viejo amigo?

– Me temo que nada -repliqué.

Observé detenidamente al norteamericano.

– Está algo despeinado, pero me atrevería a decir que yo también lo estaría si hubiera atravesado un muro.

Houdini sonrío abiertamente, al tiempo que intentó arreglarse un poco el cabello rebelde.

– Y bien, ¿señor Holmes?

El detective se sacó del bolsillo su pipa de madera de cerezo y la rellenó cuidadosamente.

– Watson, usted y Lestrade me han escuchado afirmar en muchas ocasiones que una vez que uno elimina lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe de ser la verdad.

– Exactamente, señor Holmes -dijo Lestrade impaciente-. Houdini ha demostrado que no puede rodear el muro de ninguna manera. Por lo tanto, ha tenido que atravesarlo.

– Me temo que esa conclusión ha de ser desechada también por imposible.

Holmes encendió su pipa, exhalando una nube de humo blanco.

– Y si Houdini hubiera pasado por encima o por cualquiera de los lados del muro, lo habríamos visto.

– Bueno, difícilmente ha podido pasar por debajo, Holmes. Incluso si la plataforma tuviera cualquier tipo de abertura, no hay ni ocho centímetros de altura entre el escenario y el muro.

– Y -Houdini no pudo evitar recordarnos- tampoco he podido usar ninguna trampilla porque la alfombra cubre el escenario.

Holmes le sonrío afablemente.

– Es verdad -dijo-, tiene toda la razón. Cualquier trampilla existente estaría cubierta por la alfombra. Sin embargo, me ha venido a la mente uno de los fenómenos musicales más instructivos, el del tambor común.

Al tiempo que hablaba, Holmes descendió hasta la orquesta, donde había varios tambores.

– En efecto, un tambor cualquiera no es más que un cilindro hueco cubierto completamente por una tensa membrana flexible.

Holmes introdujo una mano en uno de los tambores más pequeños y la colocó bajo el parche del tambor.

– Observen: si un plano sólido se coloca bajo la membrana, el tambor no produce ningún sonido. -Con la mano libre, golpeó el tambor produciendo solo un ruido sordo-. Pero cuando no hay nada bajo la superficie, la membrana recupera su flexibilidad natural. -Retiró la mano y volvió a golpear el tambor. El eco del golpe retumbó por todo el teatro-. En el caso del tambor, el efecto es el sonido. Sin embargo, el principio tiene más aplicaciones.

Houdini y Lestrade estaban paralizados por el singular discurso. Aunque Holmes no tenía la sonoridad de Houdini al hablar, ni se pavoneaba como este, su narración era tanto más atractiva por su suave lógica y su absoluta seguridad. Veía que Houdini estaba cada vez más intranquilo a medida que el discurso de Holmes avanzaba.

– Concentremos ahora nuestra atención en el propio Houdini. -Holmes, que todavía se encontraba en el foso de la orquesta, caminó hasta el borde del escenario y se situó al nivel de nuestros pies-. He notado una gran rozadura en el interior de su zapato izquierdo. Esa marca no la tenía hace un momento. ¿Es posible que a los zapatos no les guste convertirse en ectoplasma? -Holmes volvió a subir al escenario y tomó uno de los brazos de Houdini como si fuera un bicho de laboratorio-. ¿Qué vemos aquí? En los botones de los puños de Houdini encontramos hebras rojas de la alfombra. Esto resulta muy interesante. De aquí podemos…

– Basta, Holmes.

Houdini apartó bruscamente el brazo. Tenía el rostro amoratado.

– Se está burlando de mí. Se está burlando del gran Houdini. Usted… Usted… -Houdini dijo entonces algo en alemán que sonaba inequívocamente desagradable. Y por la expresión de Holmes, estaba claro que este lo había entendido todo.

– Veo que la diplomacia no se encuentra entre sus talentos, señor Houdini -dijo Holmes-. Quizá es mejor que se concentre en aquellas habilidades que sí posee, a los grandes artistas no se les tiene en cuenta el mal carácter. «Est quadam prodire tenus, si non datar ultra». [4]

Con esta oscura cita de Horacio, Sherlock Holmes se dio media vuelta y se marchó.

3. Una visita en la calle Baker

– Mire en lo que me he convertido en mi vejez, Watson -dijo Holmes cuando subíamos las escaleras hacia nuestro alojamiento-: en un desenmascarador de magos. Sherlock Holmes, el azote de los ilusionistas. Me temo que se acerca el fin de mi vida útil.

– Se lo toma demasiado a pecho, Holmes -dije-. Quizá el encuentro de esta mañana ha sido decepcionante, pero estoy seguro de que Lestrade volverá con más…

– Lestrade. El pobre hombre está peor que yo. Ha perdido la razón. Pronto nos lo encontraremos charlando animadamente con las palomas del parque de Saint James. -Holmes, exagera.

– Posiblemente, posiblemente. Pero también es posible que haya retrasado demasiado tiempo mi retiro. Las abejas me llaman. [5]

Supe entonces hasta qué punto los sucesos de la mañana habían sido extremadamente irritantes para Holmes, que rara vez mencionaba abandonar su carrera. En otros tiempos habría calmado su frustración con cocaína. Durante un tiempo sufrió una feroz adicción que llegó a amenazar con poner fin a su carrera. Así que me sentí aliviado al ver que, por el contrario, se dirigía hacia la mesa de pino donde realizaba sus experimentos químicos; tenía uno especialmente maloliente esperándole.

No pudo, sin embargo, dedicarle mucho tiempo, porque al poco el criado trajo una tarjeta anunciando otra visita.

– Gracias, Billy -dijo Holmes cogiendo la tarjeta-, hazla pasar. Es probable, Watson, que esta entrevista resulte más fructífera para nuestra investigación. ¿Qué conclusión saca de la tarjeta?

Era una tarjeta de visita femenina normal que anunciaba a la señorita Beatrice Rahner.

– No creo que haya ninguna conclusión que sacar, aparte del hecho obvio de que nuestra visita es una mujer soltera.

– Eso es precisamente lo que no debemos concluir. Vea lo gastada que está la tarjeta, y el reverso está manchado. Una señorita respetable no presentaría una tarjeta como esta, se habría hecho imprimir tarjetas nuevas. No, creo que tratamos con una mujer casada que guarda esta tarjeta de recuerdo y que, por alguna razón, trata de ocultarnos su estado. Así que -caminó hasta el mirador y tamborileó sobre el cristal con los dedos-, veamos. El tipo de cartón y la impresión son americanos, por lo que podríamos aventurar quién es nuestra visitante. Hay algo en su nombre… -caminó hasta la mesa y cogió su pipa de cerámica que se encontraba sobre el mantel-. Beatrice. Watson, ¿no se refirió nuestro ilusionista a su mujer como «Bess»? Apuesto a que en Norteamérica ese es el diminutivo más común para… -Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Allí se encontraba una diminuta mujer de pelo negro y expresión tímida, casi temerosa-. ¿Quiere pasar, señora Houdini?

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[4] «Su habilidad puede llegar hasta aquí, si no más lejos.»

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[5] Cuando Holmes finalmente se retiró, se mudó al sur de Inglaterra para pasar sus últimos años como apicultor.