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Luis subió las escaleras del palacio flanqueado por unos alabarderos, todo muy lindo y protocolario. Junto a sus acompañantes recorrió varias estancias enormes, luego la sala del trono hasta llegar por fin a una habitación mucho más pequeña que todas las demás, donde lo esperaba Franco. Ahí le entregó las cartas credenciales y a continuación Franco lo invitó a sentarse. Apareció entonces un fotógrafo más viejo aún que el Generalísimo, tanto que parecía no poder sujetar bien la cámara sin temblar, se hicieron una foto para la posteridad y luego se quedaron solos. Entonces llegó el momento tenso. Luis tenía la esperanza de que, al menos, Franco le hiciera alguna de las retóricas preguntas que todos los mandatarios hacen a sus invitados en las audiencias diplomáticas, como «¿Qué le parece a usted Madrid?», por ejemplo, o «¿Conocía usted ya España?». O al menos el tan socorrido «¿Cuándo llegó usted?». Pero nada, silencio sepulcral. Entonces, cuando pensaba que iba a correr la misma suerte que el embajador de Filipinas, miró al General y éste le devolvió una mirada tan dura y penetrante que Luis recordó una de las muchas historias que se cuentan sobre él. Una que retrata muy bien su personalidad. Por lo visto, cuando era comandante de la Legión en África y aún muy joven, tuvo que vérselas con un legionario que protestaba por el rancho y que, diciendo que aquel engrudo era incomible, se lo tiró a la cara. Franco ni se inmutó; se limpió la cara con el revés de la mano y minutos más tarde hizo ejecutar al soldado. Después -y según sus propias palabras publicadas muchos años más tarde- hizo desfilar a toda la compañía ante el cadáver como advertencia. Dice Luis que con esos mismos ojos, entre penetrantes e inexpresivos, lo miraba ahora el General. ¿Qué pensaría?

¿Estaba a punto de fusilarlo mentalmente o, por el contrario, iba a quedarse dormido de un momento a otro? ¿Debía Luis preguntar algo? ¿Sonreír? ¿No sonreír? El introductor de embajadores había dicho tajantemente que no tomara ninguna iniciativa. El, ante el silencio pétreo y a pesar de la baja temperatura, rompió a sudar, sacó un pañuelo y, en ese momento, como si hubiera pulsado con su gesto un inesperado y secreto resorte, el General abrió la boca y empezó a hablar. Y a hablar.

Y mirándolo con sus ojos terribles, con su vocecita atiplada y monótona, en tono de letanía, peroró sobre uno de sus temas favoritos.

– ¿Pesca usted, embajador? -preguntó.

Y antes de que Luis pudiera recordar sus escasísimos conocimientos sobre el tema, Franco empezó a disertar sobre el salmón en Asturias y que si era mejor pescarlo con mosca seca o con cola de rata. Sobre la trucha de Galicia y que si la corriente del río Sil era caudalosa pero la del Miño mucho más rica en pesca, y que si le gustaba más el Jares, por la bravura de sus piezas. Y de ahí saltó a la pesca de altura y al atún. Bla, bla, que si el Azor, que si las aguas de Galicia y las del Mediterráneo.

Y tanto se animó monologando que pasó más de una hora. Al salir los estaba esperando el mismo fotógrafo centenario para sacarles la foto de la despedida. Foto, por cierto, en la que Franco aparece riendo, lo que es casi un récord mundial porque apenas hay fotos de él así.

– Embajador -me contó Luis que le dijo en la despedida-, es usted un joven con una conversación muy interesante e inteligente -lo cual dejó a Luis aún más confuso, porque hasta ese momento no había dicho ni mu. Luis todavía anda dándole vueltas al asunto, aunque yo creo que es evidente que el pobre señor está precozmente gaga, pero Luis no está de acuerdo. Hemos oído demasiados chistes sobre su más que segura longevidad para creer que esté chocheando. Luis piensa que su comportamiento se debió a otra cosa, aunque cualquiera sabe lo que pasa por la cabeza de alguien que tiene tantos cadáveres en el armario. A lo mejor Luis le recordaba a alguien con quien iba a pescar de niño y fue eso lo que hizo que hablara con tanta familiaridad. Sí, me inclino a creer que fue algo así. Una sombra del pasado, hasta los dictadores pueden ser sensibles a los fantasmas; ¿por qué no? Además, Franco debe de estar acostumbrado a tener que vérselas siempre con personas de mucha edad y Luis, con sus treinta y tantos años, le habrá parecido un chiquitín y debió de sentirse cómodo. Un chiquilín un poco peladito según puede verse aquí, en la foto, es cierto, pero ¿a que es guapísimo, guapísimo, como dicen en España?

Según cuenta nuestra madre, en el cóctel que siguió a la presentación de credenciales, y como si ella hubiera adivinado que el salmón iba a tener un papel destacado ese día, había pedido a la cocinera que se sirviera un plato especiaclass="underline"

SALMÓN A LAS UVAS

Ingredientes

1 salmón de 1 kg

1 cucharada de aceite

1 limón

300 g de uvas

sal y pimienta

un chorro de cava

PREPARACIÓN

Lavar bien el salmón y secarlo con una servilleta. Untarlo con aceite y añadirle sal. Ponerlo en una fuente de horno.

Lavar las uvas y reservar algunas para el adorno. Pelar el limón y sacarle las pepitas. Pasarlo todo por una licuadora y añadir un chorro de cava.

Verter ese zumo sobre el salmón y meter la fuente en el horno precalentado a 180° C. Durante la cocción rociar el salmón con el jugo un par de veces.

Cuando esté listo, poner el salmón en la fuente de servir y adornarlo con rodajas de limón y el resto de las uvas partidas por la mitad.

Acompañarlo con patatas gratinadas.

INTRODUCTORAS DE EMBAJADORES

Una vez pasado el trámite de las cartas credenciales, lo que más nos preocupaba a Luis y a mí era conseguir que nuestra embajada tuviera el éxito social necesario para cumplir con nuestra misión.

¿Seré capaz de estar a la altura de las circunstancias? Gran parte del éxito, en estos casos, depende de la cocinera y por eso he contratado a Lola, que venía muy recomendada y, según dicen, tiene una mano increíble. Pero por el momento lo único que noto es que siempre parece estar enojada. Yo no sé si eso es de carácter o si se trata de la proverbial austeridad castellana de la que tanto hablan, lo cierto es que asusta un poco. Apenas nos hemos estrenado juntas, ya que sólo hemos dado el cóctel de cartas credenciales y ese día encargamos muchas cosas ya preparadas. La prueba de fuego vendrá con la primera cena, pero ahora tengo otro problema. ¿A quién vamos a invitar? La gente de la embajada insiste en que la sociedad madrileña es muy difícil. Por lo visto, la gente se pelea por ir a la Embajada de Francia, un poco menos por la de Gran Bretaña y la de Italia, el éxito del resto de los embajadores depende de lo simpáticos, guapos o encantadores que puedan ser. Y también de que la primera recepción que organicen se comente en todo Madrid. Ni siquiera una superpotencia como Estados Unidos se salva de esta regla. Si se aterriza bien no hay problema, pero si no, se corre el grave peligro de caer en la categoría de las embajadas que son un quemo, como decimos en Uruguay, lugares en los que nadie quiere ser visto ni por asomo. Y si es así ya me imagino el panorama: durante los próximos cuatro o cinco años nos pasaremos Luis y yo mirándonos las caras; creo que no era lo que teníamos pensado cuando decidimos venir a Europa.

Para asustarme aún más, y con la casa todavía sin ordenar, el otro día se presentaron a tomar el té unas parientas de Luis, las señoritas de Sampognaro. Son parientas, y muy cercanas además, pero no se habla de ello en la familia. Y es que -aunque el abuelo de Luis se casó a los cincuenta años con una mujer mucho más joven que él y sólo tuvieron un hijo, mi suegro-, cuando él murió, se presentó en su casa una señora que dijo ser hija natural del muerto y de quien la abuela de Luis no había oído hablar jamás. Tampoco el testamento la mencionaba. Al parecer, había tenido una infancia muy difícil, como pasaba entonces con las filies d'amour, pero era una chica monísima y muy bien educada. Un día, paseando por el Prado con su madre, la vio un joven y prometedor diplomático, el señor Sampognaro. Se enamoró locamente de ella y se casaron poco después, y le proporcionó una vida más que desahogada. Cuando se enteró de toda esta historia, la abuela de Luis, una persona de gran corazón que Dios tenga en su gloria (aunque yo de vez en cuando me acuerdo de ella a final de mes), le dio sin mediar discusión la mitad de la herencia. Estas señoritas de Sampognaro que han venido a tomar el té son las hijas solteras de aquella señora, y han acompañado a su padre en sus distintos destinos, como Moscú y la Alemania de Hitler, donde, según cuentan algunos, una de ellas tuvo un lío con Goebbels, aunque no sé si fue Emma o Delia. Posiblemente ni el propio Goebbels supo con cuál, porque son igualitas. Por lo visto, en los últimos veintipico años, como colofón a una vida tan colorista y a cuenta de la fortuna del abuelo, las señoritas han vivido en el Hotel Palace de Madrid sin ocuparse de otra cosa que de pasarlo bien. Ahora deben de tener más de sesenta y, a pesar de que da la impresión de que los mejores tiempos ya pasaron para ellas, siguen manteniendo su charme y buen estilo. Son extremadamente parecidas, tanto que cuesta saber cuál es Emma y cuál Delia. Las dos llevan el mismo corte de pelo (una es levemente rubia y la otra algo más pelirroja), el mismo tapado de visón (el de Delia con vuelta en la manga, el de Emma sin ella) y el mismo collar de perlas (uno de dos filas y el otro de tres).