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—¡Guau! —dijo Ponter, sonriendo con orgullo.

—¡Maravilloso! —exclamó Daklar dando una palmada. Ponter miró a Daklar y sonrió. Daklar le devolvió la sonrisa. Megameg quería evidentemente hacer otra pirueta, pero Ponter y Daklar no la estaban mirando.

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Mirad! —gritó.

Ponter se quedó sin respiración. Megameg parecía cortada.

—¡OOps! —dijo con su vocecita—. Quiero decir, papá, Daklar… ¡mirad!

A media tarde, Ponter estaba cada vez más nervioso. Después de todo, aquello era Dos que se convierten en Uno, y él no era ningún idiota. Pero no había practicado el sexo con una mujer… bueno, su primer pensamiento fue que no lo había practicado desde la muerte de Klast, hacía dos diezmeses. Pero hacía más todavía. Oh, había amado a Klast hasta el día de su fallecimiento, pero el cáncer había hecho estragos antes de eso. Había sido… en realidad, no estaba seguro. Ponter nunca se había permitido pensar que aquélla era la última vez que hacía el amor con Klast, que aquélla era la última vez que entraría en ella, pero…

Pero había habido una última vez, un apareamiento final antes de que ella estuviera demasiado débil para volver a hacerlo. Eso debió de ser un diezmes entero antes de su muerte.

Bueno. Al menos treinta meses. Sí, Adikor lo había satisfecho durante ese lapso de tiempo, pero…

Pero no era lo mismo. Las relaciones físicas entre dos hombres (o dos mujeres, para el caso), aunque igualmente señales de amor, eran entretenimiento, diversión. Pero el sexo era el acto de procreación potencial.

No había manera de que Daklar, o ninguna mujer, se quedara preñada durante este Dos que se convierten en Uno. Todas las mujeres, al vivir juntas, al inhalar las feromonas de las demás, tenían sincronizados sus ciclos menstruales. No sería posible que ninguna de ellas se quedara preñada en esta época del mes. Sí, el año próximo, cuando fuera a ser concebida la generación 149, el Gran Consejo Gris cambiaría las fechas del Dos que se convierten en Uno para que coincidiera con el momento de máxima fertilidad.

Con todo, aunque no hubiera ninguna posibilidad de que Daklar concibiera, había pasado mucho tiempo desde…

—Llevemos a las niñas a la plaza Darson y comamos algo —dijo Daklar.

Ponter sintió que su ceja subía por su ceño. Las niñas. No había duda de a quién pertenecían. Sus niñas.

Las niñas de ella.

Las niñas de ambos.

Daklar sabía cómo hacerse querer. Un acercamiento sexual lo hubiera hecho sentirse incómodo, inseguro. Pero una salida con las niñas…

Era justo lo que él necesitaba.

—Claro —dijo—, Claro.

Ponter llamó a Megameg, y se fueron a buscar a Jasmel, cosa que fue bastante fácil, ya que su Acompañante y Hak podían comunicarse entre sí. Había montones de niños jugando todavía, pero muchos adultos se habían ido a sus casas para hacer el amor. Unos pocos adultos (hombres y mujeres) estaban todavía en la calle.

Ponter no había visto a muchos niños en el mundo gliksin, pero había deducido que no se quedaban solos de aquella manera. La sociedad gliksin estaba doblemente herida. Primero, nunca había purgado su poso genético, eliminando las tendencias psicológicas más indeseables. Y segundo, ningún Lewis Trob había aparecido para liberarla: sin los implantes Acompañantes y grabadores de coartadas, los gliksins estaban todavía expuestos a ataques personales y, basándose en lo poco que había visto del sistema de vídeo gliksin, los niños eran objetivos corrientes.

Pero aquí, en este mundo, los niños podían vagar libremente noche y día. Ponter se preguntó cómo conservaban la cordura los padres en el mundo gliksin.

—¡Allí está! —dijo Daklar, divisando a la hija de Ponter antes de que lo hiciera él mismo. Jasmel y Tryon miraban un conjunto de artefactos de desguace expuesto al aire libre.

—¡Jasmel!, —llamó Ponter, saludando. Su hija alzó la cabeza, y a él le encantó ver una sonrisa instantánea, no una mirada de decepción porque hubiera interrumpido su momento con Tryon.

Ponter y Daklar recorrieron la distancia que los separaba.

—Estábamos pensando en ir a la plaza Darson, para comer búfalo.

—Me gustaría pasar un rato con mis padres —dijo Tryon, ya fuera porque captó algún indicio por la postura de Ponter o porque quería de verdad hacer lo que decía. Tryon se inclinó hacia delante y le lamió la cara a Jasmel—. Te veré esta noche.

—Vamos —dijo Megameg, agarrando la mano de Ponter con la izquierda y la de Daklar con la derecha. Jasmel se situó junto a Ponter, y él le pasó un brazo por los hombros, y los cuatro se marcharon juntos.

6

Aunque Mary hubiese preferido una oportunidad para pensárselo, la oferta de Jock Krieger no le planteaba en realidad ningún dilema: era, simplemente demasiado buena para dejarla pasar.

Y aquel día se celebraba la única reunión del departamento antes del comienzo del año académico. No todo el mundo asistiría: algunos miembros del claustro todavía estarían en sus casitas de campo, o simplemente se negaban a asistir a la universidad antes del primer martes de septiembre. Pero la mayoría de sus colegas estarían allí, y ésta sería la mejor oportunidad para preparar las sustituciones de sus clases. Mary sabía que tenía suerte: había sido mujer en el momento adecuado, cuando Cork y muchas otras universidades estaban corrigiendo desequilibrios históricos en sus contratos, sobre todo en ciencias. No había tenido problemas en ser la primera en conseguir la plaza de adjunta, y luego la cátedra propiamente dicha, mientras que muchos varones de su edad todavía estaban sobrellevando sustituciones temporales.

—Bienvenidos a todos —dijo Qaiser Remtulla—. Espero que hayan pasado un buen verano.

La docena de personas sentada alrededor de la mesa de conferencias asintió.

—Eso está bien —dijo Qaiser. Era una paquistaní de cincuenta años, vestida con una bonita blusa beige y pantalones a juego—. Naturalmente —dijo, sonriendo ahora—, estoy segura de que nadie ha tenido un verano mas excitante que nuestra Mary.

Mary sintió que se ruborizaba, y Cornelius Ruskin y un par más aplaudieron brevemente.

—Gracias —dijo.

—Pero —continuó Qaiser—, si podemos solucionarlo, a Mary le gustaría tomarse un permiso.

Frente a ella en la mesa, Cornelius se enderezó. Mary sonrió; sabía lo que iba a pasar y estaba dispuesto a aprovechar su oportunidad.

—Mary tiene que impartir segundo de genética, tercero de regulación de expresión genética, y el cuarto de genética eucariótica —dijo Qaiser—. Además, tiene dos estudiantes en prácticas a los que supervisar: Daria Klein, que está trabajando en ADN humano antiguo, y Graham Smythe, que está… ¿qué es lo que hace, Mary?

—Una reevaluación de la taxonomía del pájaro cantor, basándose en estudios de ADN mitocondrial.

—Eso es —asintió Qaiser. Miró por encima de sus gafas—. Si alguien está interesado en encargarse de algún curso extra…

A la primera sílaba de «alguien», la mano de Cornelius Ruskin saltó al aire. Mary sintió lástima por el pobre Cornelius. Tenía treinta y cinco o treinta y seis años, y hacía ocho que era doctor en genética. Pero no había empleos a tiempo completo para los varones blancos en el departamento. Diez años antes hubiese podido conseguir su cátedra: hoy, ganaba seis mil dólares al año por medio curso y doce mil por curso completo, y vivía en una porquería de apartamento en Driftwood, un barrio cercano que los estudiantes evitaban: su «ático en las chabolas», lo llamaba Cornelius.

—Yo me quedaré con regulación —dijo Cornelius—. Y con genética eucariótica.

—Puedes quedarte con eucariótica y el curso introductor de segundo —dijo Qaiser—. No puedes quedarte con todas las perlas.