Выбрать главу

Se volvió hacia los pies de Ruskin y, después de algunas pruebas, desató los cordones y le quitó los zapatos. Ponter dio un respingo al notar el olor de los pies. Regresó de rodillas a la cintura de Ruskin y procedió a quitarle los pantalones. Luego le bajó la ropa interior, que resbaló por las piernas casi carentes de pelo, y finalmente se la sacó por los pies.

Por fin, Ponter contempló los genital es de Ruskin.

—Algo va mal… —dijo—. Está desfigurado.

Movió el brazo, para que la lente de Hak pudiera ver sin obstáculos.

—Sorprendente —dijo el Acompañante—. No tiene capucha en el prepucio.

—¿Qué?

—No hay piel.

—Me pregunto si todos los varones gliksins serán igual.

—Eso los convertiría en únicos entre los primates —replicó Hak.

—Bueno —dijo Ponter—, eso no influye en lo que voy a hacer…

Cornelius Ruskin recuperó el sentido al día siguiente; sabía que era de día por la luz que entraba por las ventanas del apartamento. La cabeza le daba vueltas, le dolía la garganta, tenía el codo en llamas, le dolía la espalda y sentía como si le hubieran pateado los testículos. Trató de levantar la cabeza del suelo, pero una oleada de náusea se apoderó de él, así que dejó caer la cabeza sobre el parqué. Lo intentó de nuevo un momento después, y esta vez consiguió apoyarse en un codo. Llevaba puestos la camisa y los pantalones, y también los zapatos y los calcetines. Pero tenía los cordones desatados.

«Maldita sea —pensó Ruskin—. Maldita sea.» Había oído que los neanderthales eran gays. Cristo, no estaba preparado para eso. Se tendió de lado y se llevó una mano al fondillo de los pantalones, rezando para que no estuvieran manchados de sangre. El vómito le subió a la dolorida garganta, y luchó por contenerlo tragando saliva.

«Justicia» había dicho Boddit. Justicia hubiese sido conseguir un trabajo decente, en vez de ser superado por un puñado de mujeres y minorías sin cualificar…

A Ruskin le dolía tanto la cabeza que pensó que Ponter debía de estar todavía allí dentro, golpeándole con la sartén en el cráneo una y otra vez. Cerró los ojos, tratando de hacer acopio de fuerzas. Tenía tantos achaques, tantos dolores, que no podía concentrarse en nada.

¡Maldita idea simia de justicia poética! Sólo porque se la había metido a Vaughan y Remulla, demostrándoles quién era realmente el jefe, Boddit al parecer había decidido que sería justo sodomizarlo.

Y era también sin duda una advertencia: una advertencia para que tuviera la boca cerrada, una advertencia de lo que le esperaba si alguna vez acusaba a Ponter de algo, de lo que le sucedería en la cárcel si alguna vez lo condenaban por violación…

Ruskin tomó una enorme bocanada de aire y se llevó una mano a la garganta. Notaba las marcas dejadas por los dedos del hombre-mono. Cristo, probablemente estaría cubierto de horribles cardenales.

Finalmente, la cabeza dejó de girarle lo suficiente para que intentara ponerse en pie. Usó el borde de la encimera para sujetarse, y se quedó allí, esperando a que los destellos de luz de sus ojos se apagaran. En vez de agacharse para atarse los cordones, se quitó los zapatos.

Esperó otro minuto más, hasta que la cabeza dejó de latirle lo suficiente y pensó que no se desplomaría si dejaba de sujetarse. Entonces fue cojeando por el pequeño pasillo hasta el único y cutre cuarto de baño del apartamento, pintado de un verde mareante por algún inquilino anterior. Entró y cerró la puerta, revelando un espejo de cuerpo entero agrietado en una esquina desde que lo habían atornillado a la puerta. Se soltó el cinturón y se bajó los pantalones, y entonces le dio la espalda al espejo y, preparándose para lo que pudiera ver, se bajó los calzoncillos.

Le preocupaba tener el mismo tipo de marcas de dedos en los cachetes del culo, pero no había nada, excepto una gran magulladura en un lado… que, advirtió, debía de haberse hecho cuando Ponter lo derribó por primera vez al suelo al irrumpir por la puerta.

Ruskin separó uno de los cachetes para poder echar un vistazo al esfínter. No tenía ni idea de qué esperar (¿sangre, tal vez?), pero eso no era nada extraño.

No podía imaginar que un ataque semejante no dejara ninguna marca, pero por lo visto ése había sido el caso. De hecho, por lo que parecía, no le habían hecho nada en el trasero.

Perplejo, se acercó a la taza, con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. Se colocó ante la taza de porcelana y se buscó el pene, lo agarró, apuntó y…

«¡No!»

¡No, no, no!

¡Por el amor de Dios, no!

Ruskin palpó, se inclinó, se enderezó y volvió tambaleándose al espejo para ver mejor.

«Dios, Dios, Dios…»

Pudo verse, ver sus ojos azules llenos de absoluto horror, ver su mandíbula abierta y…

Se asomó al espejo, tratando de verse mejor el escroto. Lo recorría una línea vertical y parecía… (¿podía ser?) como si lo hubieran sellado.

Palpó de nuevo, buscando las bolsas sueltas y arrugadas, esperando haberse equivocado.

Pero no lo había hecho.

Por Dios, no se había equivocado.

Ruskin se desplomó contra el lavabo y dejó escapar un largo y penetrante aullido.

Sus testículos habían desaparecido.

40

Jurad Selgan guardó silencio unos instantes. Naturalmente, lo que Ponter le había dicho era absolutamente confidencial. Las conversaciones entre un paciente y su escultor de personalidad estaban codificadas. Selgan nunca soñaría con revelar nada que le hubiera dicho un paciente suyo, y nadie podría abrir su archivo de coartadas ni el de su paciente para ver qué había pasado en las sesiones de terapia. Sin embargo, lo que Ponter había hecho…

—No nos tomamos la ley por nuestra propia mano.

Ponter asintió.

—Como dije al principio, no estoy orgulloso de lo que hice.

El tono de Selgan era suave.

—También dijo que volvería a hacerla, si tuviera ocasión.

—Lo que él había hecho estaba mal —dijo Ponter—. Mucho peor que lo que yo le hice. —Abrió los brazos, como buscando un modo de justificar su conducta—. Había atacado a mujeres, e iba a seguir atacándolas. Pero yo puse fin a eso. No porque ahora supiera que podía identificado por el olor, sino por el mismo motivo que nosotros esterilizamos siempre a los machos violentos de esa forma concreta. No sólo impedimos que sus genes se transmitan. Después de todo, al eliminar sus testículos el nivel de testosterona desciende de forma drástica y la agresividad desaparece.

—¿Y consideró que si usted no actuaba, no lo haría nadie? —preguntó Selgan.

—¡Exactamente! ¡Se hubiese salido con la suya! Mary Vaughan pensó que había ganado, al principio, que el violador no sabía a qué se enfrentaba al atacar a una genetista. Pero se equivocó. Él sabía exactamente lo que estaba haciendo. Sabía cómo asegurarse de que nunca lo castigaran por sus crímenes.

—Igual que usted sabía que nunca sería castigado por castrarlo —dijo Selgan, en voz baja.

Ponter no dijo nada.

—¿Lo sabe Mary? ¿Se lo ha dicho?

Ponter negó con la cabeza.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? —repitió Ponter, asombrado por la pregunta— ¿Por qué no? Cometí un crimen, un ataque horrible… No quería que ella tuviera nada que ver con eso. No quería que se sintiera culpable.

—¿Eso es todo?

Ponter guardó silencio, y examinó la pared de madera pulida circular.

—¿Es todo? —instó Selgan.

—Naturalmente, no quería que pensara mal de mí.

—Podría haber pensado bien de usted —dijo Selgan—. Después de todo, lo hizo por ella, para protegerla a ella y a otras como ella.

Pero Ponter negó con la cabeza.