– No te creía capaz de mentir, Cathy -dijo con frialdad, mientras la miraba muy fijamente.
– Y no lo he hecho. Mi padre ha debido de meter esa llave ahí. Ahora, si no te importa salir de mi habitación, me gustaría vestirme.
– Por alguna razón -replicó él, en tono frío e irónico-, me da la impresión de que no sientes mucha simpatía por mí. Eso me resulta algo raro, ya que en dos ocasiones arriesgué mi vida para salvarte. Creía que, por lo menos, me estarías agradecida.
Estaba haciéndolo otra vez y ella se lo permitía. ¿Cuántas veces había hecho el ridículo delante de él? Debería responderle, decir algo, plantarle cara. Sin embargo, las palabras no le salían de la garganta. «Déjale que piense lo que quiera», pensó, muy rebelde.
De repente, vio que Jared la estaba mirando de un modo diferente. El aliento se le atascó en la garganta y el pulso empezó a latirle a toda velocidad. Dio un paso atrás, y luego otro. El pánico se abrió paso a través de ella cuando recordó que no llevaba nada debajo del albornoz. Al mirar a su alrededor, vio que Bismarc estaba ocupando lamiendo una zapatilla de Jared. Tragó saliva y se alejó del hombre que tanto la inquietaba.
Al notar su pánico, él se echó a reír.
– Relájate, Cathy. No ando buscando tu virtud. Cuando decido hacer el amor a una mujer, suele ser una decisión mutua. Además, no creo que este sea ni el momento ni el lugar -añadió, mientras le rascaba la cabeza al perro-. Nunca he atacado a una mujer, por lo que estás totalmente segura. Gracias por la llave y perdona por haberte molestado -concluyó, con la voz fría como el hielo.
Cathy se dejó caer en la cama, sollozando. ¿Había oído bien las palabras que él había musitado justo cuando salía por la puerta? ¿Acaso había dicho de verdad que habría otro momento y otro lugar, o aquello era solo lo que ella quería escuchar?
– No puedo más -susurró-. Ven, aquí, Bismarc -añadió, necesitando el cariño de su perro. Necesitaba algo a lo que abrazar-. ¡Bismarc!
Cathy se sentó en la cama y respiró un poco angustiada mientras se secaba los ojos. Menuda cara tenía aquel hombre. Le había robado también su perro.
Capítulo Seis
Cathy aceptó con cortesía el premio por su guisado de cangrejos y sonrió a los jueces. Luego, hizo lo mismo con su padre, que la miraba orgulloso. El rostro de Jared Parsons presentaba también una sonrisa y Erica parecía un felino, con los ojos entornados. Cathy se sintió muy incómoda bajo su mirada y tropezó cuando se alejaba de la mesa de los jueces. Se metió la cinta azul en el bolsillo de los pantalones, pensando que la sonrisa de Jared la había hecho desear que nunca hubiera ganado. ¿Quién era aquel hombre que había llegado a Swan Quarter para molestarla de aquel modo? ¿Por qué lo hacía y por qué era todo tan secreto? Lo único que sí sabía era que Erica estaba implicada en el asunto. Cathy sentía que, si supiera a lo que se dedicaba Jared, podría hacer algunas investigaciones propias y, al menos, se sentiría mejor. A menudo se le había pasado por la cabeza que él estaba relacionado con algo ilegal. Eso explicaría, al menos, su aparente riqueza.
De algún modo, Cathy no podía resignarse a aceptar que Jared estaba ligado al mundo de la delincuencia. Había un aura casi tangible de respetabilidad, con sus ojos grises y su abierta sonrisa. No, no podía considerar aquello. Algo se rebelaba dentro de ella, algo a lo que no podía ponerle nombre. Tal vez Jared había heredado aquella riqueza. Cathy solo deseaba conocer la respuesta. Así la ayudaría a levantar sus defensas contra él.
Sin embargo, por el momento, tenía que ir a recoger a Bismarc a la perrera.
Había demostrado su valía en la competición de perros, en la que había quedado segundo.
Al ver a su ama, el animal saltó de alegría y meneó la cola con energía.
– Eres tan inconstante como ese tipo de ahí. Si hubiera venido él a sacarte de aquí, no me harías ni caso -dijo, recordando la fidelidad que Bismarc parecía sentir por Jared.
En el momento en que abrió la puerta de la jaula, el perro echó a correr. «Sin duda para ir a buscar a su nuevo amigo», pensó Cathy, muy desilusionada. Ella tendría que recorrer el polvoriento terreno que ocupaba la feria para ir a buscar al perro.
Enojada consigo misma y con el mundo, Cathy se sentó en un banco y retiró el envoltorio de una barra de chocolate. Masticó la golosina y recorrió el terreno buscando a Bismarc. Entonces, vio que el perro se dirigía directo a ella a plena carrera. Esperó hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para poder extender la mano y agarrarlo por el collar. El animal dio un paso atrás y empezó a ladrar. Entonces, trató de zafarse de ella. Volvió a ladrar y sacudió la cabeza, consiguiendo soltarse en esa ocasión. De nuevo, empezó a ladrar como loco.
– Quieres que te acompañe a algún sitio, ¿es eso?
Bismarc ladró de nuevo y echó a correr. Cathy salió detrás de él, pisándole los talones. Comprendió a la perfección lo que ocurría cuando llegaron a una orilla aislada del río, detrás de las casetas en las que se envolvían los cangrejos. Se veían los trozos de una balsa flotando cerca de la orilla y, a cierta distancia, se distinguían unos brazos agitándose y unos débiles gritos. No lo dudó. Con gran velocidad, se quitó los zuecos de madera que llevaba puestos y los pantalones. Se lanzó al agua al mismo tiempo que Bismarc. Sus movimientos eran firmes y poderosos: la acercaban al bañista que estaba en peligro. Una vez que levantó la cabeza, vio que la figura se hundía en el agua. El frenesí se apoderó de ella y rezó porque no fuera demasiado tarde. Debía de ser un niño, un crío sin experiencia que hubiera decidido participar en el concurso de balsas caseras. Los gritos eran cada vez más débiles, lo que la apresuraron más aún. Bismarc iba ladrando detrás de ella, nadando con habilidad en el agua.
– Aguanta un poco -exclamó Cathy-. Ya voy, ya voy…
Por fin, consiguió llegar hasta el lugar donde se encontraba el niño.
– ¡Chunky Williams! -exclamó, muy preocupada.
Era imposible que pudiera remolcarlo a la orilla. Estaba muy cansada y el niño era demasiado pesado, ya que estaba algo obeso. Lo único que podía hacer era sujetarlo y esperar que no hubiera tragado demasiada agua.
– ¡Bismarc! -le ordenó al perro-. ¡Vuelve a buscar a papá! ¡Ve a buscar a alguien y date prisa!
El perro permaneció en el agua, esperando, sin saber qué hacer. No estaba seguro de si debía dejar a su dueña y al niño u obedecer su orden.
– ¡Vete! -reiteró ella.
Por fin, el perro pareció comprender y Cathy vio cómo se daba la vuelta y se dirigía hacia la orilla.
– ¡Nada más rápido! -le dijo, aunque sabía que el perro estaba haciendo todo lo que podía.
– Gr… gracias, señorita… señorita Bissette -susurró Chunky-. Tengo… tengo tanto frío…
– ¿Qué te ocurrió? -le preguntó ella, tratando de mantener la cabeza del niño a flote y de no hundirse ella.
Chunky trató de sonreír, pero fracasó.
– Yo… no usé… tiras… tiras de cuero cuando até la balsa. Utilice una cuerda vieja que tenía mi madre y se rompió cuando se mojó… todo se deshizo… Mi papá me va… me va a matar…
– No, vas a ver que no -le aseguró Cathy, temblando-. Estará tan contento de ver que estás bien que no te hará nada.
– Vaya… ¿de verdad… lo… cree… así?