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– Te echaré una mano.

Ella se encogió de hombros como si no la molestara. Pero le venía bien. Cualquier cosa que le mantuviera abajo.

– El frigorífico está ahí.

Gannon se acercó y sacó zumo de naranja, una caja de huevos y un paquete sin abrir de bacon.

Dora agarró una sartén y encendió el fuego mientras él abría el paquete de bacon que había comprado esa mañana. Lanzó un bostezo y miró al reloj. Eran casi las tres.

Y cuando había comprado el bacon había sido la última vez que había usado el móvil.

Había estado esperando una llamada, lo había dejado encendido en el bolso cuando había salido corriendo para el supermercado. Y ahora la batería estaba agotada por completo. Sacó un par de vasos y sirvió el zumo ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

Sencillo. Le pasaba todo el tiempo. Pero en cualquier otro momento no hubiera importado.

Lo había conectado al cargador al lado de la cama y lo había apartado de la vista lo mejor que había podido. Pero sabía que Gannon la vigilaría de cerca y sería más probable que no lo descubriera si se mantenía lejos de la habitación. La batería no tardaría en cargarse y en cuanto Gannon hubiera comido algo, con el calor del fuego que le había encendido, no tardaría en dormirse. Pero sabía que sería más probable que cooperara si creía que era su propia idea.

– Hay setas, si te gustan.

Se acercó al frigorífico y las sacó.

– Setas silvestres. ¿Dónde las has conseguido?

– Las he recogido yo esta mañana -él la miró pensativo y Dora supo exactamente lo que estaba pensando-. Me comeré yo una si no te fías.

– No hace falta. Las distingo muy bien -Dora las puso en la encimera y empezó a cascar los huevos. Gannon se sentó en un taburete frente a ella.

– ¿Cómo conociste a Richard?

Ella mantuvo la vista fija en el cuenco deseando no haber empezado nunca aquella estúpida farsa. Lanzó un hondo suspiro.

– Ya te lo he dicho. Nos presentó mi hermana.

– Él no suele ir a fiestas. Conoció a su primera esposa en una cacería.

– Yo no cazo.

– Ya se nota.

Su piel, de delicado color melocotón, no era la de una entusiasta del aire libre.

– ¿Cómo está el bacon? -preguntó Dora.

Gannon se acercó a la sartén.

– Bien -echó un puñado de setas y siguió mirándola fijamente mientras ella volcaba los huevos en otra sartén más pequeña y se reunía con él-. De acuerdo. Me doy por vencido. Cuéntamelo.

– Fue a través del trabajo -Dora no levantó la vista de la sartén. Sería mejor aferrarse a la historia de Poppy antes que inventarse una. Pero no le gustaba nada.

– ¿Tu hermana trabajaba para él?

Lo cierto era que su hermana había estado haciendo un reportaje fotográfico para un anuncio de maquillaje al lado del río.

– No exactamente…

– ¡Sophie! ¿Qué es lo que pasa?

Dora se dio la vuelta y vio a la niña de pie en el umbral de la puerta. Algo en la forma en que se movía le trajo recuerdos graciosos.

– Creo que necesita ir al baño, Gannon. ¿Quieres que me ocupe yo?

– No. Ella no te conoce. Y no habla mucho inglés.

Se inclinó y levantó a la niña en brazos. Dora, que no dejó de mirarlo, hubiera jurado que la transpiración le empañaba la frente por el dolor. La niña murmuró a algo a su oído, pero él sacudió la cabeza y sin decir una sola palabra salió al recibidor.

Estuvieron fuera un rato. Dora se estaba preguntando si no se habría quedado dormido al lado de su hija cuando aparecieron los dos.

Sophie llevaba una camiseta limpia que le llegaba hasta los pies y un grueso jersey que arrastraba por el suelo.

– He buscado en tus cajones. Espero que no te importe -puso una mueca de disculpa-. Ha tenido un pequeño accidente.

– No te preocupes -Dora sonrió a la pequeña-. Ahora que estás despierta, ¿te apetecen unos huevos?

Había tostado pan y lo cortó en triángulos y extendió los huevos revueltos encima.

Gannon se lo tradujo a la niña en una lengua que le sonaba familiar y Sophie abrió mucho los ojos cuando él se sentó, la sentó encima de su regazo y le acercó el plato. Sophie comió con rapidez apenas masticando y no dejó ni las migas.

– Hay más -ofreció Dora.

Pero Gannon sacudió la cabeza.

– Eso es suficiente por ahora.

Acercó su propio plato y empezó a comer con torpeza usando una sola mano.

– Espera. No puedes comer así. Dámela.

Él no discutió, pero cuando Dora se agachó para recogerla, Sophie se aferró a su padre. Gannon la habló con suavidad y Dora se encontró examinada con intensidad por la pequeña. Entonces, como si hubiera quedado satisfecha con lo que había visto, Sophie alzó los brazos en un gesto de absoluta confianza.

– ¡Oh, dulzura! Te has quedado fría. La llevaré al lado del fuego, Gannon.

– De acuerdo.

Pero Dora ya se había ido sin esperar por su permiso. Sophie tenía los pies helados y la llevó hasta el sillón al lado del fuego sentándose con ella en el regazo. Por un momento, Dora contempló el largo pelo fino de Sophie antes de tocarlo.

– Pelo -dijo.

Sophie repitió la palabra, sonrió, cerró los ojos y se quedó dormida en el acto. Dora, incapaz de moverse sin despertarla, se relajó contra el respaldo y cuando el calor empezó a adormilarla, cerró los ojos.

Cuando Gannon llegó al salón cinco minutos más tarde, las dos estaban profundamente dormidas y abrazadas. Se quedó de pie un momento considerando como devolver a Sophie a la cama. Le daba pena molestarla de nuevo y quizá se sintiera más a salvo así. Y podría aprovechar para descansar algo sabiendo que Sophie lo despertaría si Dora se movía.

Avivó más el fuego antes de estirarse en el otro sillón al lado del de Dora. Sin embargo, a pesar del cansancio, no tenía ganas de cerrar los ojos y borrar aquella escena de infinita paz.

La mujer y la niña se habían quedado dormidas seguras de que estaban a salvo y que nada les haría daño. Por un momento, su mente voló a las cuarenta y ocho horas anteriores y supo que la paz sólo sería temporal. Al menos para él y para Sophie.

Dora se despertó con rigidez. Tenía la cabeza en un extraño ángulo y el brazo izquierdo abotargado. Por un momento no supo dónde estaba. Cuando parpadeó, vio al hombre estirado en el sillón opuesto con la cabeza contra los cojines y su largo y delgado cuerpo relajado por el sueño. Entonces lo recordó todo. Sophie. Gannon.

Sobre todo recordaba a Gannon, imposible, autoritario y arrogante y las mejillas le ardieron al pensar en cómo lo había mirado en el cuarto de baño. John Gannon no era un hombre con el que se pudiera jugar.

Fue entonces cuando se acordó del teléfono arriba en su habitación. Ahora era demasiado tarde. ¿O no? Gannon estaba profundamente dormido y parecía menos amenazador. Incluso vulnerable. Los duros ángulos de su cara habían perdido la tensión y acoso de por la noche. Ya no parecía un vagabundo, más bien un artista o académico.

Un mechón de pelo oscuro caía suavizando su alta y ascética frente y sus ojos vigilantes estaban ocultos por largas y espesas pestañas.

Su larga nariz recta, su boca firme, la fuerte barbilla, todo sugería un hombre de infinita fuerza y aguante. Era, pensó con un ligero cosquilleo en el vientre, asombrosamente atractivo.

No parecía en absoluto peligroso, más bien podría ser el hermano o el tío de cualquiera. Bajó la vista hacia la niña enroscada contra su hombro. O un padre amoroso. Pero el aspecto podía defraudar mucho. Y allí había más de un tipo de peligro.

Sophie parecía absolutamente dormida también. Sólo Dios sabría por lo que había pasado aquella niña, pero era evidente que estaba mal nutrida y agotada. Quizá pudiera llevarla hasta la cama sin despertarla.