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– Eso puedes garantizarlo tú, ¿verdad?

– Quédate y pregúntale. No creo que esté en desacuerdo con lo que te acabo de decir. Lo llamaría y dejaría que te lo dijera él en persona, pero no puedo. Está viajando si cesar. Cada día no sé donde estará al siguiente.

– ¿Y no te llama él?

– Probablemente esté intentando llamar a la granja -dijo sin ningún cargo de conciencia. Todas sus buenas intenciones de decirle la verdad se habían caído por tierra. La única información que los prisioneros estaban obligados a dar era su nombre, rango y número. Él ya sabía todo eso y aún más. Al menos pensaba que lo sabía y ella ya había cometido suficientes estupideces en las últimas horas como para poner las cosas peor-. Aunque por supuesto, habrá sido en vano.

Gannon no parecía en absoluto culpable.

– ¿Y el móvil?

Ése era el problema de empezar a improvisar. Las cosas se escapaban de las manos.

– Es nuevo -dijo lo primero que se le pasó por la cabeza-. No tiene el número. Quizá llame a Sarah y ella le diga que estoy aquí.

– A Sarah no le dijiste que venías aquí.

– Se lo imaginará. O se lo imaginará él.

– Lo que tú digas -replicó él sin creerle una sola palabra. Seguía con el receptor en la mano y se lo ofreció-. Entonces, ¿vas a llamar a Brian?

– ¿Me queda otra elección?

– Me temo que no.

Para no tener que enfrentarse a su mirada sombría, Dora agarró el receptor y apretó el botón de portería. Brian respondió al instante.

– ¿Brian? Soy Dora Kavanagh. ¿Podrías pedirle al supermercado de la esquina que me mande algo de comida, por favor? Te daré la lista.

Gannon la observó mientras le decía al hombre lo que quería. Tenía los nervios a flor de piel. Bueno, no era de sorprender, había pasado por mucho en las horas anteriores. Él le había hecho pasar por mucho.

Hasta el momento, apenas había pestañeado. Pero de repente estaba nerviosa.

A Gannon le hubiera gustado ignorar la causa, pero había pasado demasiados años estudiando a gente que intentaba esconder sus sentimientos como para olvidarse con tanta facilidad. Ella había cambiado desde el momento en que se habían besado en aquel camino de fango. Se preguntó qué la preocuparía más, si haber traicionado a su marido en un momento de locura o comprender que dada la ocasión, lo repetiría de nuevo.

Dora había estado muy silenciosa en el camino hasta Londres, pero entonces él apenas había tenido tiempo de preocuparse; había estado demasiado nervioso por su forma de conducir. Pero desde que la puerta del apartamento se había cerrado tras ellos, cada vez estaba más nerviosa.

Estaba a punto de escapar en cuanto tuviera la menor oportunidad y él no podía permitirlo. Sophie la necesitaba.

«Y tú también la necesitas». Intentó ignorar la insistente voz de su conciencia, pero no lo consiguió. «La deseas».

Enroscó los dedos al borde de la encimera. La deseaba más que a ninguna mujer que hubiera conocido. Incluso en ese momento, mientras ella se concentraba en enumerar la lista de compra, las entrañas se le contrajeron como los spaghetti alrededor de un tenedor, con el tipo de anhelo que creía haber dejado atrás junto con sus otras ilusiones.

Debería haber sido como si todas las luces del mundo se hubieran encendido. Pero no era así. No habría ángeles entonando coros para él, sólo la deprimente perspectiva de salir de allí en cuanto hubiera arreglado aquel lío. Pero no todavía. Todavía no podía irse. No mientras las costillas le estuvieran doliendo a muerte y el futuro de Sophie fuera tan incierto.

– Ya está -Dora colgó y lo miró con gesto desafiante-. Eso bastará.

– Desde luego. Yo diría que hay suficiente para cinco mil personas.

Ella se encogió de hombros.

– Bueno, nunca se sabe cuando los cinco mil pueden aparecer, probablemente llevando cascos de policía. Pero esa sopa no se calentará sola. Voy a ponerla al fuego y mientras tanto podrás hacer tus llamadas.

– ¿Estás tan ansiosa por deshacerte de mí? Bueno, no puedo culparte. Te prometí no quedarme un segundo más de lo necesario.

– No me queda mucha elección, ¿verdad?

No era que quisiera que se fuera. A pesar de todas sus dudas, no podía mentirse a sí misma. Lo que realmente deseaba era tocarlo, hacer que todo estuviera bien para él y nunca había sentido aquello por nadie en toda su vida. Eso le hacía sentirse vulnerable y a merced de unos sentimientos que no entendía. O quizá los entendiera muy bien pero no quisiera reconocerlos.

– Pero no me gusta estar al margen de la ley, Gannon. Quiero que se solucionen las cosas. Tanto por el bien de Sophie como por el mío.

– Entonces tenemos el mismo objetivo.

– Bien. Supongo que entonces no te importará que llame al doctor para que le haga un examen a fondo, ¿verdad?

Se dio la vuelta para mirarlo y a pesar de su enfado, el corazón le dio un vuelco.

Tenía la piel de color parduzco y un gesto de dolor alrededor de su boca… un dolor que se negaba a reconocer. A él también debería verlo un doctor, pensó. Pero no dijo nada. Dejaría la discusión hasta que el doctor la secundara.

– La verdad es que no es mala idea -ella casi se quedó con la boca abierta de la sorpresa y debió manifestarla en la cara porque John sonrió-. Necesito encargar un análisis de sangre. Cuanto antes mejor.

– ¿Un análisis de sangre?

– No pongas esa cara de preocupación. Sólo necesito demostrar que Sophie es mi hija y establecer sus derechos para estar en este país.

– ¿Tú hija? Pero yo creía…

– ¿Que la había raptado de un campo de refugiados y la había metido en el país sin papeles?

– Algo así.

– ¿Porque se te ocurrió lo mismo cuando estuviste allí? -ella desvió la mirada. Por supuesto que había querido hacerlo, avergonzada de pertenecer a un mundo en el que se dejaba sufrir a los niños de aquella manera-. Yo sé lo difícil que es dejar a los niños allí. Créeme, lo sé. Pero es lo mejor. Su país los necesitará, a todos ellos.

Dora alzó la cabeza.

– Si sobreviven.

– Sobrevivirán -alargó la mano y al rozarle la mejilla ella dio un respingo. Gannon cerró el puño como si fuera la única forma de controlar sus dedos y bajó la mano a un lado-. Si hay gente como tú de su parte.

– Si es así, ¿por qué no dejaste a Sophie con su madre? -le retó.

– No era posible.

– ¿Por qué?

– Déjalo, Dora -contestó él irritado-. Eso ya es historia. ¿Está la sopa lista?

Ella lo miró fijamente un momento más antes de darse la vuelta hacia el cazo y apagar el fuego.

– Está a punto. ¿Puedes poner a tostar un par de rebanadas de pan mientras voy a buscar a Sophie?

Sophie se había puesto una camiseta azul marino y unos pantalones que le arrastraban un poco y gorro de sol. Ahora estaba en el suelo, cambiando los programas a la velocidad del rayo con el mando a distancia.

Dora le quitó el mando, lo dejó en un programa de dibujos animados y se agachó para enrollarle los pantalones antes de ponerle unos calcetines y unas playeras. Cuando acabó, la subió en brazos y se la llevó.

Podía notar que estaba diez veces mejor que la noche anterior. La comida, el calor y los antibióticos le habían hecho mucho efecto. Pero seguía queriendo que la viera un profesional.

Y todavía quería algunas respuestas. Sobre todo acerca de la madre de Sophie. Quería saber qué le había ocurrido y, historia o no, no pensaba cejar en su empeño.

Acababa de llegar a la cocina cuando sonó el teléfono.

Se detuvo mirando con inseguridad a Gannon.

– ¿No vas a contestar?

– Está puesto el contestador. Quien sea dejará un mensaje.

«Por favor, que nadie me desenmascare».

Subió a Sophie a un taburete, le pasó la cuchara intentando con desesperación no escuchar mientras su propia voz invitaba a que dejaran un mensaje.