– ¿Dora? Soy Richard. Acabo de hablar con Sarah y me ha dicho que hubo algún problema en la granja y que has tenido que irte precipitadamente de vuelta.
Gannon cruzó el recibidor y descolgó.
– Richard. Soy John, John Gannon.
– ¿John? -hubo una pausa mientras Richard asimilaba la información-. ¿Qué diablos estás haciendo en el apartamento de Dora?
– Me temo que yo soy el problema -Gannon se dio la vuelta para mirar a Dora, de pie en medio de la cocina con la cara muy pálida-. Tuve que entrar en la granja porque necesitaba un sitio tranquilo para pasar unos días. No tenía ni idea de que estaba ocupada…
– ¡Dios bendito, John! Debiste darle un susto de muerte a la pobre Dora.
– Ni la mitad del que ella me dio a mí -se quedó en silencio un momento con los nudillos blancos de la fuerza con que apretó el receptor-. Creo que tengo que felicitarte. No sabía que te habías vuelto a casar.
– ¿Qué? ¡Oh, sí! En Navidad. Te habrá llevado de padrino si hubiera sabido en qué país te encontrabas. Te aburriré contándote lo feliz que soy cuando vuelva de Estados Unidos, si todavía sigues por ahí.
– Mis días de vagabundeo se han acabado, Richard. Estoy deseando verte -tuvo que hacer un esfuerzo por pasar el nudo que tenía en la garganta.
– Estupendo. Cuéntame, John: ¿en qué te has metido para tener que esconderte en la granja? ¿Líos de faldas?
– Algo así. Digamos que era imposible quedarme en mi casa hasta que hubiera arreglado un par de cosas. Y Dora se ofreció amablemente a albergarnos a mi hija y a mí durante unos días. Espero que no te importe…
– ¿Y por qué debería importarme si no le importa a Dora? ¿Qué…? -antes de que Gannon pudiera pensar una respuesta, Richard había tapado el receptor con la mano y estaba hablando con alguien-. Mira, tengo que irme, John. Me pondrás al día de las novedades cuando llegue. Parece que tienes muchas. ¿Una hija, has dicho?
– Sí.
– Bueno, sea cual esa el lío en que te has metido, Dora es tu chica. Tiene una entereza tremenda y conoce a todo el mundo. Te veré a la vuelta, John.
– ¿No quieres hablar con…?
Pero estaba hablando con el tono de marcar.
Colgó con extremo cuidado el teléfono. Richard Marriott era el hombre al que había admirado toda su vida. Y cuando su primer matrimonio había fracasado, él no había dudado en echarle todas las culpas a Elizabeth. Pero de repente se preguntó si no se habría equivocado. Cualquier hombre que tratara a su mujer con tanta indiferencia, no se merecía el amor, la lealtad y mucho menos la felicidad de que él alardeaba.
Dora estaba esperando con aprensión en el otro extremo del recibidor.
– Richard te manda su amor.
– ¿De verdad?
Lo dudaba mucho. John sólo le estaba contando lo que creía que quería oír. Para protegerla de la decepción. Era extrañamente conmovedor.
– Lo llamaron y tuvo que irse -prosiguió Gannon cerrando los puños en un esfuerzo por no acercarse a ella, abrazarla y amarla como se merecía en vez de estar disculpándose por su marido. Ninguna reunión podía ser más importante que ella-. No pareció importarle que me quedara aquí.
– ¿Y por qué iba a importarle? Eres su amigo.
– Eso mismo ha dicho él. Evidentemente confía en ti… y en mí…
– No tiene razón para no hacerlo.
Por un segundo, sus miradas se cruzaron y Dora sintió una descarga de electricidad calentarle las entrañas mientras los dos recordaban aquel momento en los bosques en que ninguno de los dos había pensado en Richard. En el caso de ella era comprensible. En el de él… Bueno, parecía que Gannon tenía ciertos problemas para decidir si comportarse como un santo o como un pecador.
En ese momento sonó el timbre de la puerta liberándola de la intensidad de su mirada escrutadora. John se dio la vuelta para abrir.
– El chico de la puerta quiere algo de dinero por la montaña de comida que ha traído.
– Está en mi bolso -murmuró un poco temblorosa-. Toma lo que necesites.
Una vez más su miradas se cruzaron levemente por encima de la cabeza de Sophie.
– No creo que eso sea una buena idea, Dora. Nunca se sabe adonde puede conducir una invitación como ésa.
Entonces le pasó el bolso.
Capítulo 8
– ¿Adonde vas, Dora?
Dora apoyó a Sophie contra su hombro y mantuvo el terreno.
– Sophie casi se ha quedado dormida sobre la sopa. Voy a echarla a dormir una siesta. ¿Alguna objeción? -preguntó cuando Gannon no se apartó de la puerta de la cocina con una caja de comida en las manos-. No ha dormido mucho anoche.
– Supongo que no -se esforzó por contener un gemido él mismo-. Ninguno de nosotros ha dormido mucho.
– La habitación de huéspedes está a la derecha. Está a tu disposición.
– Gracias -replicó él con tono burlón-, pero tengo unas cuantas cosas que hacer antes de poder echar una siesta.
Se apartó a un lado y Dora sintió, más que ver, cómo contenía el aliento.
– Hay algunos analgésicos en la cómoda. Podrían sentarte bien. O quizá prefieras esperar a que llegue el doctor y te recete algo más fuerte.
– No necesito nada -murmuró él con la frente perlada de sudor-. Sólo apártate para poder dejar esta caja.
Ella se la hubiera quitado de las manos, pero con el peso de Sophie medio dormida contra su hombro, sólo pudo apartarse mirando hacia atrás mientras él atravesaba la cocina.
Sin saber que le seguía mirando, Gannon se desplomó contra el mostrador central con la respiración entrecortada mientras se esforzaba por controlar el dolor. Le estaba doliendo mucho más de lo que ella había creído y desde luego más de lo que nunca admitiría y Dora deseó, necesitó acercarse a él, tomarle en sus brazos y abrazarlo hasta que el dolor desapareciera.
Antes de poder hacer nada, sin embargo, él se estiró, apretó los dientes y ella desapareció de la vista antes de que se diera la vuelta y la pillara. Gannon era un hombre que valoraba su fuerza y sabía que no le gustaría nada que viera su debilidad. Pero le conmovió profundamente su determinación y decidió que lo vería el médico, lo quisiera él o no.
Acostó a la niña dormida y le quitó los zapatos, calcetines y pantalones antes de apartarle el pelo de la cara para dar tiempo a que el pulso le volviera a la normalidad y recordar todas las buenas razones que tenía para no abrir su corazón. Cada vez le estaba costando más.
– Llamaré al doctor ahora mismo -dijo en cuanto regresó a la cocina.
Gannon se dio la vuelta para mirarla y toda su resolución de mantener la distancia se evaporó al instante. El color cetrino de su piel se había intensificado y tenía la expresión de estar al borde de sus fuerzas-. ¿John? -murmuró con inseguridad.
El se quedó completamente inmóvil por un momento. Entonces se dio la vuelta, la empujó para pasar y Dora lo oyó gemir de dolor un momento después. Salió corriendo, pero vaciló ante la puerta del cuarto de baño. Él no la necesitaba en ese momento, le sería de más ayuda si llamaba al médico y le pedía que acudiera lo antes posible.
Acababa de colgar el teléfono cuando vio que él estaba en umbral de la puerta y se dio la vuelta.
– Será mejor que te sientes antes de que te caigas, Gannon.
Por un momento pensó que iba a discutir. Entonces él alzó una mano con gesto de resignación.
– Puede que tengas razón -dijo atravesando la sala despacio hasta el sillón más cercano para aposentarse con cuidado-. Recuérdame que no te deje llevarme a ningún sitio.
– Oh, ya veo. Lo que tienes no es más que un mareo del viaje, ¿verdad? -preguntó con sarcasmo.
– ¿Y qué más podía ser? -dijo él mientras se llevaba la mano al pecho al asaltarle la tos.
– Creo que esperaré a que el doctor haga su diagnóstico si no te importa.
– ¿Lo has llamado?