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– Por supuesto que lo he llamado. Ya tengo suficientes problemas sin tener que explicar por qué tengo el cadáver de un desconocido en mi apartamento.

– No estoy a punto de morirme, Dora. Sólo necesito descansar un tiempo.

– ¿Eso es todo? Perdonarás mi falta de confianza, pero soy yo la que te estoy viendo y francamente, no creo que sólo con una siesta te vayas a recuperar.

Él cerró los ojos y se sujetó el puente de la nariz entre sus largos dedos.

– Quizá tengas razón. Pero antes de ir a urgencias a que me hagan una radiografía de las costillas, yo también tengo que hacer algunas llamadas.

– De acuerdo. Y supongo que un abogado será el primero de tu lista. Puedo darte el teléfono de uno muy bueno si quieres.

– Gracias, pero tengo el mío. Pero, ¿no tendrás algún conocido en Inmigración, por casualidad? Richard dijo que conocías a mucha gente.

Dora frunció el ceño.

– ¿Eso dijo? -si Richard le había dicho eso es que pensaba que estaba ayudando a Gannon no veía nada malo en que lo hiciera-. Pues lo cierto es que tiene razón. De hecho conocí al mismo secretario de Inmigración en una cena…

– ¿De verdad? ¡Santo Dios! Bueno, quizá no debamos molestar todavía al jefe -esbozó una sonrisa-. Será mejor mantenerlo en la reserva por si acaso. De momento me conformaría con alguien al nivel de subsecretario. Siempre que sea amistoso.

– ¿Te serviría una amistosa subsecretaría? -Gannon enarcó de nuevo las cejas-. No todos mis amigos son hombres. Ni todos funcionarios, ya que hablamos de ello.

– No tengo prejuicios, Dora. No me importa el sexo de nadie siempre que sea compasivo.

– Eso dependerá de cuantas leyes hayas infringido.

– No las he contado.

– Y lo que es más importante, cuáles.

John se encogió de hombros.

– Veamos. Una, sacar a una niña de un campo de refugiados sin permiso. No estoy muy seguro de qué ley infringirá eso, pero seguro que hay una.

– Algunas, diría yo.

– Después está el pequeño detalle de pasarla escondida por más fronteras internacionales de las que puedo recordar.

– ¿Y tomar un avión prestado sin permiso?

John esbozó una sonrisa.

– Gracias, Dora. Me había olvidado de ésa, pero Henri no presentará cargos en cuanto se lo haya explicado. Aterrizar sin permiso, entrar en el país sin informar a Inmigración y Aduanas y traer a una extranjera ilegal, pueden ser infracciones un poco más problemáticas.

– Supongo que sí -esperó, pero él no añadió más-. ¿Eso es todo?

– Todo lo que recuerdo, sí. Aparte de forzar la puerta de Richard. Pero ésa ya la conoces. ¿Presentarás cargos, Dora?

– No te hagas el listo conmigo, Gannon. Me refiero a cosas serias: drogas, armas o bienes que declarar. Si voy a pedirles un favor a mis amigos, necesito saber que no eres… un delincuente. Que hayas usado a Sophie como tapadera. O a mí -él la estaba mirando con expresión distante como si supiera lo que iba a decir después, pero no quisiera ayudarla-. Bueno no sé gran cosa de ti -terminó disculpándose.

– Sólo quiero poner a salvo a mi hija, Dora. Traerla a casa. Si tienes alguna duda acerca de ello, te aconsejo que agarres ese teléfono y llames a la policía ahora mismo.

Dora estaba perpleja.

– Pero, si es tu hija, ¿por qué no has seguido los canales apropiados?

– ¿Crees que no lo intenté antes? -se reclinó contra el respaldo con el aspecto de un hombre al límite de sus fuerzas-. ¿Tienes idea de lo que tardaría? La mayoría de la gente del campo creía que sólo me había encaprichado con la niña y quería darle una oportunidad. Otros creían que quería adoptarla para alguna pareja desesperada por tener niños. Y luego estaban los caritativos. Nadie creyó que les estuviera diciendo la verdad y la niña no estaba en el sitio apropiado para hacer una prueba de paternidad, ya lo sabes.

– No, supongo que no. Pero llevártela ha sido…

– ¿Un acto de desesperación? Estaba desesperado. O hacía eso o la dejaba a merced de las lentas ruedas de la burocracia -a pesar del dolor y la debilidad, de repente pareció incisivo como una cuchilla-. Tú no la hubieras dejado allí, ¿verdad, Dora?

Quizá tuviera razón, quizá empujada al límite hubiera hecho exactamente lo mismo que él. Pero no quería que la obligara a admitir que estaban hechos del mismo patrón.

– Pero ya sabrán que te la has llevado, ¿verdad?

– Por supuesto. Por eso tomé el avión de Henri. Nunca hubiera pasado Inmigración con ella. Y no podía pedirle que infringiera la ley y me acompañara él.

– Pues no te importó involucrarme a mí.

– Eso no es cierto, Dora. Te involucraste tú sola. Tuviste muchas oportunidades de escapar de la situación y no las utilizaste. Recuérdalo cuando declares ante el fiscal.

– ¿El fiscal? ¿Y con qué podrían cargarme a mí?

– No tengo ni idea, pero estoy seguro de que se les ocurrirá algo. A menos que solucionemos todo antes. ¿Cómo de amistosa es esa chica de Inmigración?

– Muy amistosa en la cena, o en la función de caridad a la que acudimos las dos, pero no la conozco de más. No puedo garantizar que no te acuse directamente a Inmigración si la llamo. También tendrá que pensar en su trabajo. Ahora que lo pienso, no creo que sea buena idea llamarla.

– Quizá tengas razón. Pero voy a tener que hablar con alguien. Y pronto.

– Creo que deberías hablar antes con tu abogado. Igual puede solicitar algún permiso temporal hasta que demuestres que Sophie tiene derecho a residir en el país -se detuvo-. Aunque también podrías usar tus contactos con la prensa. En cuanto salgas en los titulares, tendrás a todo el país llorando con las palomitas frente a la televisión.

– Gracias, pero no quiero ese tipo de publicidad.

¿Ni siquiera para mantener a Sophie a salvo? ¿O tendría algo que ocultar?

– Me parece muy bien esa actitud, pero no te servirá de mucho cuando te arresten.

– ¿Crees que me van a encerrar sin juzgarme?

– Es difícil saber lo que harán; has infringido muchas leyes internacionales. Y es muy posible que el gobierno de Grasnia te denuncie para que se la devuelvas a su madre.

– Su madre está muerta, Dora.

Muerta. La palabra era tan hueca, tan vacía. Dora miró a su alrededor como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Algo que le sirviera de algún consuelo. Pero lo que necesitaba era ayuda práctica.

– ¿Puedes demostrarlo?

Gannon sintió una oleada de alivio. No le había preguntado ni cómo ni por qué. Las preguntas para las que no tenía respuesta. Ni tampoco le había preguntado si había amado a la madre de su hija o siquiera si había sido su mujer. Pero lo haría. Más pronto o más tarde. No podría evitarlo. Y cuando le contara toda la historia, ¿estaría tan conforme en ayudarlo?

– No tengo el certificado de defunción, si es eso a lo que te refieres. Ni siquiera sé donde está enterrada. Sólo tengo una nota escrita a mano de alguien que estaba con ella cuando murió, una mujer que me envió la carta en la que me rogaba que cuidara a Sophie.

La idea que le asaltó a Dora fue terrible, pero sabía que en una zona de guerra podía pasar cualquier cosa.

– ¿Estás seguro de que es tu hija, Gannon?

Eso mismo se había preguntado él cientos de veces mientras buscaba a Sophie. Y no era que tuviera importancia. La súplica de una mujer muerta hubiera sido suficiente. Lo único que sabía era que la niña estaba en el campo de refugiados, lo único que le había explicado la mujer que le había enviado la nota. Pero la carta había tardado meses en llegarle y la situación había cambiado. Y entonces, un día, recorriendo un campo de refugiados había visto a aquella diminuta chiquilla morena y la había reconocido. ¿Pero quién creería eso?

– Tengo una fotografía de mi madre a la edad de dos años. Sophie es su vivo retrato.

Dora asintió.

– Eso ayudará.