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Era el atardecer y la luz dorada se filtraba por las ventanas y su cama era tan cómoda que casi había ignorado la llamada más urgente de la naturaleza.

Se movió con precaución. Y al asaltarle el dolor, recordó. Y con el recuerdo llegaron los pensamientos agridulces que le habían asaltado cuando había caído sobre aquella almohada. Miró al reloj y lanzó una maldición. Eran más de las ocho. ¿Qué había pasado con el doctor?

Maldijo de nuevo y se movió con más rapidez. Se fue al cuarto de baño y se salpicó agua fría por la cara. Cuando le asaltó una oleada de náusea, se agarró al borde del lavabo negándose a las demandas de su estómago hasta que remitieron.

Atravesó el recibidor para ver a Sophie, que estaba otra vez dormida en la cama de Dora. Estaba empezando a recuperar el buen aspecto, pensó. Sus mejillas estaban rosadas y su pelo negro brillaba. Cuando le retiró un mechón de la frente, la niña se despertó, abrió los ojos y le sonrió. John se inclinó para besarle en la frente y la tapó hasta el cuello. Era tan bonita. Ya la quería más que a sí mismo.

– ¿Gannon? -se dio la vuelta y encontró a Dora en el umbral de la puerta-. ¿Cómo te encuentras?

– Bien -le dio un espasmo de tos que lo traicionó y se alejó de Sophie para salir al recibidor-. Bastante bien, por lo menos.

Dora no discutió. Tenía un aspecto terrible y probablemente se sentiría aún peor. Sólo sacó dos frascos de píldoras que le pasó.

– El doctor te dejó estos analgésicos y unos antibióticos como precaución.

– No necesito antibióticos -dijo él metiéndoselos al bolsillo-. Necesito una prueba de paternidad. ¿Por qué no me despertaste?

– El doctor me dijo que no lo hiciera. Y ya ha pedido una cita para ti en la clínica para pasado mañana. Es lo más pronto que ha podido conseguir.

– ¿No podía hacerlo él?

– Ya te han apuntado en una cancelación. Tiene que hacerse bajo condiciones controladas y con testigos independientes. Bueno, ¿tienes hambre?

La náusea no le hacía decidirse.

– No mucha.

– ¿Un poco de salsa de Bovril y unas galletas?

John lanzó una carcajada.

– ¡Acabas de parecerte a mi abuela!

– Bueno, las abuelas saben algunas cosas -si fuera su abuela, le reñiría por haberse metido en aquel lío, lo metería en la cama con una bolsa de agua caliente, le lavaría la cara y le arroparía para que durmiera toda la noche-. Mientras no me parezca a ella… -añadió con un poco de acidez para ocultar los sentimientos de ternura.

Quizá debería haber sido más acida porque él estiró la mano y le acarició la mejilla con el pulgar provocándole una oleada de excitación que le hizo desear que la abrazara y le hiciera el amor. Los dedos de Gannon se deslizaron bajo su pelo como si tuvieran voluntad propia. Y de repente sus sentidos quedaron invadidos de ella ahogando la voz de la razón y de la supervivencia, una voz que decía: no puedes tener a otro hombre.

Pero mientras su perfume invadía sus fosas nasales, perdió la razón. Supo exactamente cómo la sentiría enroscada alrededor de su cuerpo, gimiendo de placer mientras él acariciaba su caliente y dulce cuerpo; los oídos saturados de sus gritos de pasión porque lo podía ver todo… estaba allí, emanando de sus nublados ojos grises. El deseo le calentó la sangre cuando ella se movió hacia él tentándole a que la tomara en sus brazos y se destruyera…

Capítulo 9

Gannon retiró la mano como si se hubiera quemado y cerró los puños. -No, Dora -dijo con voz de ultratumba-. No te pareces a ella en lo más mínimo.

Entonces se apartó poniendo entre ellos la distancia de un brazo mientras todavía tenía la fuerza de voluntad de hacerlo.

Era una hechicera. Tenía que serlo. Dora Kavanagh robaba el corazón de los hombres y lo mantenía prisionero mientras ellos le daban las gracias. Richard creía que era él hombre más feliz de la tierra y John sabía por qué. Aquella Pandora podría no tener encerrados todos los problemas del mundo, pero desde luego era el tipo de problema del que cualquier hombre sensato saldría huyendo. Y en cuanto a la esperanza, para él no había ninguna.

Y Gannon maldijo sus costillas rotas, su debilitado cuerpo que le impedía correr y la debilidad de su espíritu por no saber si quería hacerlo.

Entonces agarró las pastillas que el doctor le había dejado. Dora se dio la vuelta y le llenó un vaso de agua. Y mientras tragaba un par de analgésicos, pensaba que no le servirían de mucho. Sus síntomas físicos eran secundarios pero sospechaba que el dolor de su corazón era terminal.

– John…

Odiaba que pronunciara su nombre de aquella manera. Con suavidad, inseguridad… Lo odiaba y se moría por oírlo. Y el anhelo era lo peor.

– No, Dora.

– Por favor, John. Tengo que contarte algo.

John no quería escucharlo. Fuera lo que fuera, no quería escucharlo.

– No.

Se dio la vuelta y la cocina pareció dar vueltas a su alrededor.

«Dios bendito, ayúdame», suplicó.

Y como en respuesta, sonó un insistente timbrazo en al puerta. Por un momento, los dos permanecieron paralizados. Entonces el timbrazo se repitió y Dora empezó a atravesar la cocina.

Al pasar al lado de él, John le asió de la muñeca.

– Prométeme una cosa, Dora.

– Lo que quieras -susurró ella.

– Prométeme que pase lo que pase, cuidarás a Sophie. Que te asegurarás de que no la devuelvan…

Dora lanzó un gemido. Aquel hombre no era de los que pedía ayuda con facilidad y sin embargo, le estaba suplicando a ella.

– Te lo prometo -sus ojos dorados brillantes de intensidad, esperaban más-. Te prometo que la cuidaré, John. Tienes mi palabra.

– Dora…

Durante un momento que pareció una eternidad, John se embriagó con su tierna belleza. Sabía que no debería tocarla, que sólo rozarle la mejilla con la punta del dedo era traicionar a su amigo tanto como si la llevara a la cama. Pero no pudo evitarlo.

Le temblaba todo el cuerpo de deseo por ella, de necesidad por rodearla con sus brazos y enterrar la cabeza en su seno, de perderse en la suavidad de su cuerpo. Pero había suplicado ayuda y la ayuda había llegado. Si la abrazaba ahora, sería maldito para siempre.

Dora vio la batalla que se libraba dentro de él, el ardor que le nublaba los ojos, el deseo que los oscurecía y supo que todo era un reflejo de sus propios deseos. ¿Por qué? John Gannon era un extraño, un hombre cargado de secretos. Y sin embargo, desde el momento en que le había sorprendido en la granja y él había soltado una maldición, ella había sentido aquel especial vuelco en el corazón, había oído aquella voz interna repetir con insistencia:

«Éste. Es éste. Éste es el caballero de media noche que viene en mis sueños más secretos. El hombre que recordarás el día que te mueras. Incluso si vives cien años».

¿Por qué si no habría arriesgado tanto por él?

Alzó las manos para abarcarle la cara. Tenía la piel pálida y los pómulos muy salientes. Dora no estaba segura de cual de los dos temblaba más, lo único que sabía era que movería cielo y tierra para hacer que las cosas le fueran bien.

– John… escúchame… Tengo algo que contarte -empezó con prisa-. De Richard y de mí… Estás equivocado por completo…

El timbre sonó de nuevo, esa vez acompañado de unos fuertes golpes.

– Es la policía, Dora. Vete -dijo apartándola-. Antes de que tiren la puerta abajo.

– ¿Señorita Kavanagh? -no hizo falta mirar la identificación que extendió el hombre. Incluso con su traje bien cortado y vestido de paisano, era sin duda un policía y no iba solo-. Detective Inspector Reynolds. Agente Johnson -dijo dándose la vuelta para presentarle a su compañera.

– ¿Tienen orden judicial? -preguntó ella intentando pensar.

– No pensaba que la necesitáramos, señorita Kavanagh. Sólo queremos hablar con usted. Pero si prefiere acompañarnos a comisaría…