– Parece tan enfermo.
Dora se incorporó a medias y el movimiento llamó la atención de John, que la miró por un momento. Entonces apartó la vista con toda intención para mirar directamente al magistrado que tenía delante.
– John Gannon, ha sido declarado culpable de los cargos presentados contra usted…
– ¿Cuándo? -preguntó Dora-. ¿Cuándo ha hecho todo eso?
Richard la miró.
– La semana pasada, seguramente.
El magistrado miró hacia la galería esperando impaciente a que callaran. Cuando lo hicieron, continuó.
– He recibido un número impresionante de informes acerca de su buen carácter y soy consciente de las circunstancias mitigantes en este caso, pero tengo que decirle, señor Gannon, que en su desesperación por recuperar a su hija ha mostrado una incesante falta de respeto por la ley… -el hombre siguió enumerando todas las infracciones-. Teniendo todo esto en cuenta, no me queda otra elección que sentenciarlo a seis meses.
– ¡No! -gritó Dora poniéndose en pie-. ¡No!
El grito resonó en la sofocante sala mientras todo el mundo se volvía para mirarla.
– Seis meses -repitió el magistrado mirando a Dora con irritación como retándola a que dijera una palabra más.
Pero ella estaba por encima de las palabras. Mientras la sangre se le retiraba de la cabeza, se desplomó como un peso muerto contra su cuñado y ya no se enteró de más hasta que empezó a enfocar gradualmente las ornamentadas molduras del techo de un despacho.
De momento no supo dónde estaba ni lo que había pasado. Entonces, al recordar horrorizada las palabras del juez, intentó incorporarse aprisa.
– Tengo que verlo -dijo mirando con furia a un desconocido que le asía con firmeza la mano-. John Gannon -dijo con apremio-. Tengo que verle. Ahora mismo.
– Me temo que no podrá, señorita. Ya se ha ido.
Capítulo 10
Dora miró fijamente al hombre, uno de los ujieres de la corte con la cabeza todavía dándole vueltas.
– ¿Ido? -repitió con estupidez.
Sintió las extremidades como agua mientras se esforzaba por seguir sentada y por fin cedió y se recostó en el sofá.
Le pareció un mueble muy anacrónico para el despacho de un juzgado, pero quizá tuvieran que solventar a menudo aquel tipo de situación.
– Quédese echada quieta, señorita -dijo el hombre cuando se desplomó-. Se sentirá mejor en un momento.
Hablaba como si fuera la voz de la experiencia, pero Dora aún lo dudaba.
¿Cómo diablos iba a sentirse mejor hasta que viera a John y le hiciera escucharla? ¡Había estado tan segura de que ese día lo vería y se arreglaría todo! Pero todo había salido terriblemente mal. Se había desmayado. ¡Desmayado, por Dios bendito! ¿Quién había visto nunca algo tan patético?
Cerró los ojos contra la fiera luz del sol que entraba a raudales e intentó concentrarse a pesar del dolor de cabeza. John se había ido, había dicho aquel hombre. ¿A dónde? ¿Le habrían llevado esposado en un coche celular? No podían haberle hecho eso. Él no había hecho daño a nadie.
– ¿Ido? -repitió-. Usted ha dicho que…
– Exacto, señorita -repitió el hombre con paciencia-. Ahora, quédese aquí hasta que vuelva su amigo con el coche -le advirtió al intentar ella incorporarse de nuevo.
– Tan pronto…
– No esperan una vez que hay sentencia -le aseguró el hombre-. Ahora, ¿quiere intentarlo de nuevo? Pero despacio -de repente ya no parecía haber prisa para nada y Dora dejó que la ayudara a sentarse-. Dé un sorbo de esto y quédese sentada un minuto. Se pondrá bien enseguida.
Dora bebió un poco de agua y recordó sus modales.
– Gracias. Siento mucho haber sido tanta molestia -se dio la vuelta cuando se abrió la puerta-. ¡Richard! Se ha ido…
– Ya lo sé. Intenté hablar con él pero no llegué a tiempo. Mira, ¿puedes moverte? Tengo el coche fuera y el agente de tráfico me ha dado sólo dos minutos.
– Por supuesto que puedo moverme. Se puso en pie al instante y Richard la tomó del brazo cuando se balanceó y se llevó la mano a la cabeza.
– Necesita tomarse su tiempo -advirtió el ujier-. Hasta que se haya recuperado.
– Tengo que hablar con él. Es absolutamente esencial. John cree que yo he llamado a la policía, pero no lo he hecho. Tendrás que verlo… y decírselo.
– Se lo podrás decir tú misma, Dora.
– Pero no puedo… ¿No lo entiendes? No querrá hablar conmigo.
Richard la miró fijamente.
– Pero yo creía… ¡Oh, Dios! Te has levantado demasiado pronto -cuando se puso pálida, Richard la sujetó por el brazo y la llevó fuera, aposentándola en el asiento trasero.
– ¿Se las arreglará bien, señor? -preguntó dudoso el ujier que los había acompañado con el bolso de Dora.
– Voy a ahora mismo a recoger a mi esposa. Su hermana. Ella la cuidará. Gracias por haberme ayudado a traerla.
El camino a casa transcurrió en una neblina de miseria. Poppy iba con ella en la parte trasera y la rodeaba con su brazo. Pero Dora estaba desolada. Había creído que cuando viera a John todo se arreglaría.
¡Qué tonta había sido! Él la había mirado como si no existiera. Como si estuviera muerta. Y pasarían seis meses antes de que pudiera verlo, porque no dejaría que lo visitara en prisión. No necesitaba preguntarlo, lo había visto en su cara.
Pero seguramente querría saber cómo estaba Sophie, ¿no? Sintió una leve oleada de esperanza que murió en el acto. Fergus se encargaría de eso. Por eso le había dejado la responsabilidad a su hermano. No por su influencia o autoridad, sino para no tener nada que ver con la mujer que lo había traicionado. Y Fergus había aceptado con la esperanza de mantenerlos separados. No tenía sentido acudir a su hermano en busca de ayuda porque no aceptaba a John. No lo había dicho, pero estaba claro que no creía que John Gannon fuera el hombre apropiado para su preciosa hermanita.
Desde luego que había arreglado todos los papeles de Sophie, pero no había dejado de recordarla que John Gannon había estado a punto de llevarla a los tribunales. ¡Como si a ella le hubiera importado!
El problema con Fergus era que nunca había estado enamorado y no podía esperar que la entendiera.
– Vamos, cariño. Ya hemos llegado a casa -dijo Poppy-. ¿Por qué no subes a acostarte un rato? Pareces bastante débil.
– No, tengo que ver a Sophie. ¿Dónde está Sophie?
La niña era su único lazo con Gannon y de repente sintió miedo de que Fergus intentara llevársela sin que ella lo supiera.
– Eh, cálmate. Estará en la cocina con la señora Harris, supongo. Vamos a buscarla.
Pero Dora ya estaba a unos pasos por delante de ella.
Sophie, envuelta en un enorme mandil, estaba sentada en el mostrador pegando ojos y bocas en unas galletas con forma de hombre, pero bajó de la silla y corrió hacia Dora en cuanto la vio. Dora se agachó para abrazarla. Con demasiada fuerza. No debía aferrarse a la niña. Ella tendría otra vida en alguna parte con John. La soltó y la miró. Había mejorado mucho después de unos días de disfrutar de la buena cocina de la señora Harris…
– Me guardarás uno de esos hombrecitos, ¿verdad, cariño? -dijo un poco temblorosa y con la garganta atenazada.
Poppy la tomó del brazo.
– Vamos ahora, Dora. Acuéstate un rato. La señora Harris y yo cuidaremos a Sophie. Quizá nos demos un baño más tarde.
– Quizá tengas razón -debía estar pensando, no descansando, pero la cabeza le dolía tanto-. Pero avísame dentro de una hora.
– Duerme todo lo que necesites.
Fergus llegó a casa poco después de las cuatro.
– ¿Dónde está Dora? -preguntó al entrar en la piscina.
Poppy, de pie al lado del borde con un bañador blanco, estaba esperando a que Richard saliera de los vestuarios y se volvió al oír la voz de su hermano.