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No se atrevía a estirar la mano y tocarlo por miedo a que la amada imagen simplemente desapareciera.

– ¿John? -susurró.

– Sí, mi vida.

Le había llamado mi vida. Había sentido su aliento contra la mejilla cuando él había susurrado la palabra y sin embargo, todavía no se atrevía a creerlo. Estiró la mano para tocar la de él, posada en la sábana a su lado, pero la retiró por miedo a que sólo fuera producto de su desesperado deseo.

– ¿Por qué aparentaste ser tu hermana, Dora?

Había hablado de nuevo. ¿Podría responderle? Sólo con la verdad.

– Porque tenía miedo.

– ¿De mí?

– ¡No! -se estiró entonces y le agarró la mano desesperada por convencerlo-. De mí misma. De mis sentimientos -entonces Dora lo supo con seguridad-. No estoy soñando, ¿verdad? -John sacudió la cabeza, Te tomó la mano y se la llevó hasta la mejilla para besarle los dedos y las palmas con una dulzura infinita-. Pero no lo entiendo. Oí al magistrado sentenciarte… -se incorporó de forma brusca completamente despierta ya-. ¡Oh, Dios mío! Te has escapado.

– ¡No! -le puso el dedo en la boca para acallarla-. No, cariño -se sentó en el borde de la cama acariciándole la cara y el pelo antes de atraerla contra su pecho y abrazarla-. Nunca me escaparé, ¿no lo entiendes? Los seis meses de sentencia fueron suspendidos, pero sigo siendo prisionero. Tu prisionero. De por vida -se sacó un trozo de papel del bolsillo de la camisa y se lo enseñó. Era la nota que le había dejado en el hospital-. ¿Lo decías en serio?

Dora alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– Sabes que sí. ¿Por qué no querías verme, John? ¿Por qué me devolviste la carta?

– Ya sabes por qué -ella sacudió la cabeza-, Creía que estabas casada con Richard.

– Pero seguramente Fergus… o alguien debió explicarte… -lanzó un suave gemido-. ¿Pero cómo iban a hacerlo? Nadie más lo sabía. ¡Oh, John, si hubiera tenido el valor de creer en ti por completo!

Ahora fue él el que se sintió confundido.

– Tuviste más valor que diez personas juntas, Dora. Pero no lo entiendo. Si no pensabas que era Richard el que nos mantenía apartados, ¿por qué creías que me mantenía alejado de ti?

Dora se sonrojó.

– He sido tan idiota…

Sus dudas le parecían ahora una estupidez.

– ¡Eh, vamos! -la abrazó con más fuerza-. No puede ser tan malo.

– Pero lo es. Pensé… Pensé que no querías verme por la policía.

– ¿La policía? ¿Qué diablos tiene que ver la policía con todo esto?

– Te habías dormido. Yo podría haberlos llamado. Por eso no me dejaste ir a la tienda de la esquina.

– Ah, ya entiendo.

– Y tenías razón. Quería llamar a alguien, pero no a la policía. Sólo a Fergus. Pensé que podría ayudarte.

– Pero no lo hiciste. Incluso mientras yo estaba dormido.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– La policía me explicó que me encontraron por la ropa.

– Lo siento mucho.

– No sigas diciendo eso -se separó poniendo un poco de distancia entre ellos-. No tienes nada que sentir. Yo soy el que debo disculparme y dar todas las explicaciones.

Dora se arrodilló en la cama y le rodeó el cuello con los brazos.

– No, John. Sin dudas ni preguntas. Ahora estás aquí. Eso es lo único que importa.

– ¿Ni siquiera lo de la madre de Sophie? -bajó la vista hacia ella-. No me has preguntado por ella.

– Me lo contarás si quieres hacerlo, pero no tienes por qué…

– Tienes derecho a saberlo.

Le apartó las manos del cuello y se las retuvo un momento entre las de él. Entonces la soltó, se levantó y se acercó hasta la ventana para mirar el paisaje de final del verano. Dora no protestó. John tenía que descargar algo y ella estaba feliz de escucharlo si eso le hacía sentirse mejor. Ahora sabía que en él el honor era tan natural como el respirar y que nunca haría daño a nadie intencionadamente, incluso aunque tuviera que pagar con su propio dolor. Se deslizó de la cama, se puso una bata y fue a sentarse en el sofá frente a la ventana con las manos apretadas contra las rodillas esperado con paciencia a que él descargara su corazón.

– Estábamos en un sótano -dijo John por fin-. Sólo Elena y yo. Fue por casualidad. No nos conocíamos de antes, pero los dos corrimos al mismo refugio cuando un francotirador empezó a disparar. Yo ni siquiera debería haber estado allí, pero se me había estropeado el coche y estaba buscando a alguien que me lo arreglara… -se detuvo-. Normalmente un francotirador no se queda mucho tiempo en el mismo sitio; es un blanco demasiado fácil y vulnerable. Pensé que estaríamos allí una hora o dos como máximo, pero entonces cayó la noche y empezaron los bombardeos. Hacía frío y no había nada para hacer fuego, pero compartimos la poca comida que teníamos. Yo tenía un poco de chocolate y algo de agua. Ella tenía algo de pan. Había salido a comprar el pan…

– Ven a sentarte, John.

Dora dio una palmada en el asiento y cuando él se dio la vuelta de la ventana le sonrió.

– ¡No! -se sentó a su lado y se inclinó para taparle la preciosa boca con la mano-. No me sonrías así hasta que lo hayas oído todo.

Sólo cuando estuvo seguro de que le obedecería apartó la mano.

– Sigue entonces -le animó ella-. Cuéntame lo de Elena. ¿Qué pasó?

Sólo lo preguntaba porque él necesitaba contárselo, no porque ella necesitara escucharlo. Era tan evidente. Dos personas solas en un frío sótano con miedo a que en cualquier momento una bomba cayera sobre sus cabezas y los enterrara y ofreciéndose el único consuelo que se podían dar.

Cuando terminó la historia, era más o menos lo que ella había esperado.

Dora hubiera querido preguntar si Elena era joven y bonita, pero resistió la pequeña punzada de celos. Sabía que no importaba. Lo que había pasado entre ellos no había sido por deseo o amor. Sólo había sido por necesidad.

– Y entonces, todo había pasado y seguíamos vivos. Yo tenía que escribir mi artículo y ella encontrar a su familia si es que había sobrevivido. Los dos teníamos prisa por estar en otra parte y lo que había pasado… bueno, son cosas que sólo pasan durante la guerra. Pero le apunté mi dirección en un papel y se la di. Quizá incluso entonces intuí que podría necesitarla.

– ¿Te hubieras casado con ella, John?

– La hubiera cuidado. Pero voy a casarme contigo.

– ¿De verdad? -se recreó un momento en la deliciosa afirmación-. Pero queda tanto por hacer… tanta gente a la que ayudar…

– No más convoys humanitarios, Dora -pidió él con impaciencia-. No puedes volver.

– ¿Por Sophie?

– Por Sophie y porque te quiero, Dora -le acarició la mejilla-. Porque no puedo vivir sin ti.

– Pero hay tantos niños como Sophie… -lo miró deseando que entendiera que simplemente no podía darles la espalda-. No puedo defraudarlos. Me necesitan.

– Nos tendrán a los dos. Ya he pensado en escribir un libro y probablemente hacer un documental de televisión.

– ¡Eso es fantástico!

– Me alegro de que lo apruebes. Pero llevará su tiempo y juntos podríamos recaudar mucho dinero ya.

– ¿Juntos?

– Tú, Sophie y yo…

– Podríamos organizar algún tipo de llamada para mujeres como Elena y sus hijos -dijo ella-. Ponerle incluso su nombre.

– O el de Sophie.

– Sí, o el de Sophie.

– Entonces, Dora, ¿tengo que ponerme de rodillas para que me des una respuesta? -ella empezó a desabrocharle los botones de las mangas-. ¿Qué estás haciendo?

– Me has pedido que me case contigo, John -dijo mientras le aflojaba el nudo de la corbata y empezaba a desabrocharle los botones de la camisa-. Y yo creo más en las acciones que en las palabras. En demostrar en vez de hablar.