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– Estupendo. Me había olvidado. Puede ser una auténtica aventura. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

– Le dije que dos semanas, un poco más si no me harto antes. Va a ser un estorbo. Se ha recuperado físicamente, pero tiene una depresión de caballo desde hace meses. Lewis dice que está totalmente obsesionado. Seguro que me lo ha enviado para vengarse.

– ¿Qué le ha hecho usted?

– ¿Quién sabe? Es de los que no abren la boca. Y resulta que se cree que es mi padre. Le gusta hacerme pensar en mis pecados por si me he callado alguno. Le quité una novia en 1926. Estoy convencido de que ésta es su venganza, aunque podría equivocarme. Tiene memoria de elefante y ni un miligramo de generosidad. -Lewis era otro hermano de Henry y tenía ochenta y seis años. Su hermano Charlie tenía noventa y uno, y su única hermana cumpliría noventa y cuatro el 31 de diciembre-. En cualquier caso, apostaría a que no ha sido idea suya. Cabe la posibilidad de que mi hermana, Nell, haya puesto a William de patitas en la calle. Nunca le cayó bien y últimamente dice que William sólo sabe hablar de defunciones. Dentro de poco será su cumpleaños y no le apetece que le vengan con esas historias. Dice que la ponen enferma.

– ¿Cuándo llega el avión?

– A las ocho y cuarto, si no se estrella. Nos comeremos la lasaña con ensalada y después tal vez nos acerquemos al local de Rosie para tomar una cerveza. ¿Te apetece cenar con nosotros? De postre hay tarta de cerezas. Bueno, la verdad es que he hecho seis, pero las otras cinco son para Rosie, para cancelar la cuenta del bar. -Rosie es una húngara de apellido impronunciable que posee un bar donde sirven comidas. Henry ha sido panadero, y desde que se jubiló vive del trueque. Además provee de pastas a todos los que celebran tertulias domésticas en el barrio, donde está muy solicitado.

– No puedo -dije-. Tengo una cita a las siete y a lo mejor no llego a tiempo. Quizá coma algo en el bar de Rosie ahora, cuando salga.

– Puede que nos veamos mañana. No sé cómo pasaremos el día. Los deprimidos nunca quieren salir de casa. Seguramente estaré por aquí, mirándole mientras él se toma sus gotas.

La planta baja donde está el bar de Rosie da la sensación de haber sido antaño una tienda de comestibles. La fachada es lisa, estrecha, y entre los rasgados anuncios de cerveza y los zumbantes letreros de neón apenas se ven los ventanales. El local está empotrado entre una lampistería y una lavandería de máquinas de monedas y pésima iluminación cuyos usuarios consumen cerveza y tabaco en el local de Rosie mientras se hace la colada. El suelo es de madera; las paredes, de conglomerado con manchas de matiz caoba. Los reservados que bordean el perímetro se han construido de cualquier manera y el usuario que se mete entre las mesas y los asientos sin mirar dónde pone los pies está condenado a romperse la espinilla. Hay entre ocho y diez mesas de formica, y lo normal es que una de cada cuatro patas cojee. A la hora de la comida, los clientes no hacen más que agacharse para arreglar el desnivel con cajas de cerillas y servilletas dobladas. La iluminación es tan particular que da la sensación de que todos hemos abusado de la crema bronceadora.

La cena discurrió sin incidentes en cuanto me sometí y acepté lo que Rosie me indicó. Es una mujer irresistible: sesentona, húngara, bajita y pechugona, una despiadada ejecutora de las disposiciones de la mafia de la alimentación. El plato especial de aquella noche se llamaba gulyashus, * que quiere decir estofado de ternera.

– Me apetece una ensalada. He comido demasiada porquería y necesito un buen lavado de estómago.

– La ensalada después -dijo-. Primero gulyashus. Me sale muy típico. Te vas a chupar los dedos. -Ya lo había apuntado en el cuaderno que llevaba últimamente. Me pregunté si llevaría la cuenta de todas las comidas que yo consumía en su establecimiento. Me estiré para ver lo que había escrito y me dio un lapicerazo en la cabeza.

– Rosie, ni siquiera sé lo que es el gulyashus.

– Yo decir si tú callar.

– Ya estoy callada. Dímelo.

Primero tuvo que ponerse en situación y adoptar la postura idónea del mismo modo que el violinista afirma los pies en el suelo antes de rasgar las cuerdas con el arco. Habla mal en inglés cuando quiere, sin duda porque cree que así da más autenticidad a lo que dice.

– Gulyás significar «pastor» en húngaro. El plato, del siglo ix. Muy bueno. Los pastores fríen cubitos de carne con cebollas, poquísima agua. Nada de paprika, por eso yo no poner. Cuando líquido se evapora, secan carne al sol y la guardan en bolsas hechas de… eso que tiene el carnero… cómo se dice…

– ¿Testículos?

– Estómago.

– Después de digerido. Muy sabroso. Yo probar y no querer oír el resto -le seguí la corriente.

– Así se hace, valiente -dijo con satisfacción.

Lo que me trajo era lo que mi tía llamaba culás, es decir, trozos de ternera fritos con cebolla y condimentados con nata agria. Sabía de maravilla y la ensalada picante que vino después aportó el contrapunto perfecto. Rosie me autorizó a añadir al menú un vasito de vino tinto, bollitos con mantequilla y algo de queso. Puesto que la cena me costó sólo nueve dólares, no tenía derecho a quejarme. Aunque me pregunté si no habría puesto un precio demasiado bajo a mi sumisión total.

Mientras me tomaba el café, se quedó junto a mi mesa y empezó a quejarse. Miguel, el mozo, un sujeto hosco de cuarenta y cinco años, la había amenazado con despedirse si no le aumentaba el sueldo.

– Es absurdo. ¿Por qué quiere más dinero? ¿Sólo por haber aprendido a lavar los platos, tal como le enseñé? Tendría que pagarme él a mí.

– Rosie -dije-. Se puso a lavarte los platos porque hace seis meses se despidió Ralph. Ahora hace el trabajo de dos hombres y es lícito que cobre en consecuencia. Además, estamos casi en Navidad.

– No se rompe los riñones -puntualizó, inmune a las ideas de juego limpio, justicia social y generosidad navideña.

– No le aumentas el sueldo desde hace dos años. Él mismo me lo dijo.

– Estás de su parte, ¿no?

– Pues sí. Es un buen empleado. Sin él, estarías perdida.

Tenía la determinación pintada en la cara.

– No me gustan los hombres refunfuñones.

El servicio de Formación de Adultos donde Rhe Parsons daba clase estaba en Bay Street, al otro lado de la autopista y a unas dos calles del hospital St. Terry. El complejo, antaño una escuela de enseñanza primaria, consistía en una serie de oficinas, una pequeña sala de conciertos e infinitas aulas de tamaño portátil. El aula 10 situada detrás del aparcamiento, era un estudio de tamaño descomunal con una puerta en cada extremo. Salía luz a raudales por las ventanas. Tengo una aversión natural a las instituciones educativas, pero el dibujo me parecía saludable, al contrario que las matemáticas o la química. Me asomé a la puerta.

No había más muebles que los caballetes y unas cuantas sillas de madera y respaldo vertical. En el centro del aula, sobre una tarima, una mujer en albornoz, seguramente la modelo, estaba encaramada en un taburete alto de madera y leía una revista. Los estudiantes, que oscilaban entre los treinta y los setenta y pico, iban de un lado para otro. En Santa Teresa casi todos los cursos para adultos son gratis. Por una clase práctica como aquélla puede que se cobrasen dos dólares a lo sumo, para costear el material, pero la mayoría de las matrículas son gratuitas y de régimen abierto. Aún había movimiento de coches en el aparcamiento. Faltaban ocho minutos para las siete y los alumnos llegaban y entraban charlando. Vi que algunas mujeres sacaban más caballetes de un pequeño almacén. Vi una máquina de café y una caja grande de color rosa, seguramente con pastas, para tomarlas con el café durante el descanso. Al fondo se oía Silk Road de Kitaro, a escaso volumen; la música llenaba el aula con su ritmo seductor. Percibí el olor de la pintura al óleo, y vi los primeros chorros burbujeantes del café caliente y fuerte.

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* Gulyashus es la denominación húngara de lo que llamamos gulash. (N. del T.)