Una mujer, Rhe Parsons sin duda, salía de un pequeño almacén con un rollo de papel barato y una caja de lápices; tejanos, camisa de algodón con las mangas subidas, un paquete de tabaco en el bolsillo superior izquierdo. Sin maquillaje ni sostén. Llevaba sandalias de cuero basto y cinturón de cuero hecho a mano. El pelo, castaño oscuro y recogido en una trenza, le llegaba a la mitad de la espalda. Le eché treinta y ocho o treinta y nueve años, y me pregunté si por casualidad no habría estado en Woodstock cuando todos éramos mucho más jóvenes. Yo había visto fragmentos del concierto en televisión y me la imaginé paseando descalza por el barro, totalmente desnuda, con un porro, el pelo hasta la cintura y margaritas pintadas en las mejillas. Los años le habían agriado el carácter, cosa que sucede incluso en las mejores familias. Puso los lápices en un estante y fue con el papel hasta una mesa enorme de trabajo, donde empezó a cortarlo en hojas idénticas con unas tijeras de tamaño industrial. Los estudiantes que carecían de cuadernos de dibujo se pusieron en cola, en espera de que la mujer terminase la operación. Levantó la vista, me vio y siguió con lo que estaba haciendo. Crucé el aula y me presenté. No pudo ser más amable. Tal vez, como les ocurre a muchas personas normalmente malhumoradas, el enfado se le hubiera ido al instante para ceder paso a una actitud más cordial.
– Perdone si por teléfono estuve cortante. Pongo a trabajar al personal y salimos al callejón. -Consultó el reloj, que llevaba en la cara interior de la muñeca. Eran las siete en punto. Batió palmas-. Muy bien, amigos. Todos a sus puestos, que a Linda se le paga por horas. Hoy empezaremos con bocetos rápidos, uno por minuto. Es para adquirir práctica, de modo que no os preocupéis por los detalles. Pensad a lo grande. Llenad la página. No quiero miniaturas. Betsy cronometrará el trabajo. Cuando suene el timbre, coged la hoja siguiente y volved a empezar. ¿Alguna pregunta? Adelante, pues. A entretenerse.
Hubo cierta confusión mientras los estudiantes rezagados buscaban caballetes vacíos. La modelo bajó del taburete, se quitó el albornoz, se inclinó hacia adelante con las manos en el taburete y la espalda curvada con gracia. Comprobé con alivio que su aspecto era el de una persona normal y corriente: con michelines, desproporcionada y los pechos flojos a causa de la maternidad. La mujer que estaba más cerca de mí observó a la modelo durante unos segundos y se puso a dibujar. Fascinada, vi que sabía reproducir la línea de la espalda de la modelo, la curvatura de la columna. Las sinuosidades líricas de la música acentuaban el silencio del aula.
Rhe me observaba a su vez. Sus ojos eran entre verdes y castaños y tenía las cejas desiguales. Avanzó hacia la salida trasera y la seguí. El aire del exterior era ocho grados más frío que el del aula. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se apoyó en un pilar.
– ¿Le gusta el dibujo? Parecía interesada.
– ¿De veras enseña usted a dibujar de ese modo?
– Pues claro. ¿Quiere aprender?
Me eché a reír.
– No lo sé. Me pongo nerviosa. Nunca he hecho nada relacionado con el arte.
– Pues debería intentarlo. Apuesto a que le gustaría. Doy los rudimentos durante el primer semestre. Se trata de copiar del natural y las clases son para alumnos que carecen de experiencia. Si sigue usted mis instrucciones, aprenderá con rapidez. -Desvió la mirada hacia el aparcamiento.
– ¿Espera a alguien?
Volvió a posar los ojos en mí.
– Mi hija me dijo que iba a venir. Quiere llevarse mi coche. Si usted va a estar por aquí mucho rato, a lo mejor le pido que me lleve a casa.
– No me importaría.
Volvió al tema anterior, quién sabe si con la esperanza de posponer la charla sobre Isabelle.
– Me dedico a dibujar desde que tenía doce años. Recuerdo incluso cuando empecé. En sexto curso. Habíamos ido de excursión a un parque dónde había un estanque. Todos mis compañeros dibujaron la fuente con los típicos vagabundos sentados en el borde. Yo dibujé los huecos de la tela metálica de la valla. Mi dibujo estaba vivo, el de los demás parecía propio de alumnos de sexto que van de excursión. Fue como una ilusión óptica y algo se modificó en mi interior. Noté que mi cerebro daba un salto hacia adelante y me eché a reír. A partir de entonces fui una especie de milagro artístico, la estrella de la clase. Podía dibujar lo que me propusiera.
– La envidio. Siempre he pensado que tiene que ser maravilloso. ¿Puedo preguntarle por Isabelle? Dijo usted que no andaba sobrada de tiempo.
Desvió la mirada y su voz se volvió más tenue.
– Puede hacerlo. ¿Por qué no? He hablado con Simone y me ha puesto al corriente.
– Lamento la confusión sobre Morley Shine. Según los informes, ya había hablado con usted. Yo tenía que limitarme a llenar las lagunas.
Se encogió de hombros.
– Conmigo, desde luego, no habló; y más vale que haya sido así. Sostener la misma conversación dos veces me habría sacado de mis casillas. En fin, ¿qué quiere saber?
– ¿Cómo se conocieron?
– En Santa Teresa, en la facultad, durante un curso de técnicas de impresión. Yo tenía dieciocho años, estaba soltera y era madre de una niña. Tippy tenía dos años. Sabía quién era el padre; siempre se sintió responsable de ella y me pasaba dinero, pero no me habría casado con él…
Imaginé a un traficante de drogas con la nariz perforada, un rubí diminuto incrustado en la aleta igual que un talismán, y el pelo grasiento cayéndole hasta la mitad de la espalda.
– … Isabelle acababa de cumplir los diecinueve años y salía con el individuo que después se mató en una barca. Éramos demasiado jóvenes para lo que estaba a punto de suceder, pero nos unió como el cemento. Fuimos amigas durante catorce años. Todavía la echo de menos.
– ¿Es usted muy amiga de Simone?
– Hasta cierto punto, sí, pero no del mismo modo que de Isabelle. Pese a ser hermanas, eran muy distintas, tanto que llamaba la atención. Isabelle era especial. Muy especial. Tenía cualidades insólitas. -Se detuvo para dar la última chupada al cigarrillo y arrojó la colilla hacia el aparcamiento-. Tip adoraba a Isabelle, era como una segunda madre para ella. Le contaba los secretos que no se atrevía a contarme a mí. Y mejor que haya sido así, en mi opinión. No creo que una madre tenga que saber por necesidad ciertas cosas de su hija. -Se interrumpió enseñándome el índice-. Haremos un alto mientras voy a ver cómo va la clase.
Se dirigió a la puerta y se asomó al interior del aula. Vi que un estudiante sesentón se volvía para mirarla con expresión confusa. Levantó la mano con timidez.
– Aguarde un momento -dijo Rhe-. Voy a justificar el sueldo.
El hombre que la había llamado le hizo una pregunta interminable y Rhe le respondió moviendo mucho las manos, como si estuviese hablando con un sordomudo. No sé exactamente qué trataba de explicarle, pero el hombre tampoco pareció captarlo al principio. La modelo había cambiado de pose, había vuelto a encaramarse en el taburete y apoyaba un pie en el segundo travesaño. Vi el ángulo que le formaba la cadera y la línea recta que formaba la nalga cuando ésta entraba en contacto con la superficie del taburete. Rhe iba ahora de un caballete a otro. Esperé a que completara el circuito.
Oí pasos a mis espaldas y me volví. Era una joven con tejanos ajustados y camperas de tacón alto. Llevaba una camisa vaquera y del hombro le colgaba un bolso grande de cuero, como los que llevan los carteros. Su rostro era una versión desgarbada de la cara de Rhe, aunque sospechaba que la madurez le suavizaría los rasgos; por lo pronto, parecía un tosco boceto a lápiz de un futuro retrato al óleo. Tenía la cara ancha, los mofletes redondeados todavía por los últimos vestigios de la gordura infantil, pero los mismos ojos verdosos de la madre, la misma trenza larga y de color castaño oscuro. Le eché unos veinte años. Aspecto sano y mucha vitalidad. Me saludó con una sonrisa.