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IV

Durante los primeros días de aquel mes de agosto de 1317, ayudados por la lectura de una bellísima copia hecha por los monjes de Ripoll del Liberperegrinationis del Codex Calixtinus [8], preparamos meticulosamente cada detalle de nuestro próximo viaje a la tumba del Apóstol Santiago en tierras de Galicia. Recibimos, asimismo, abundante y muy provechosa información de varios clérigos que habían realizado la peregrinación en años recientes, y que nos contaron que el infinito número de caminos jacobeos que recorre Europa se reduce drásticamente en Francia a cuatro vías principales: la «tolosana» por Toulouse, la «podense» por Le Puy, la «lemovicense» por Limoges, y la «turonense» por Tours. Era evidente que si Evrard debía alcanzar los Pirineos desde París, la ruta más directa para él hubiera sido la «turonense», que pasaba por Orleans, Tours, Poitiers, Burdeos y Ostabat para penetrar en España por Valcarlos y Roncesvalles. Sin embargo, nosotros, por la situación más meridional de Aviñón, bajaríamos hasta Arlés para tomar la ruta conocida como «tolosana», que partiendo de Saint-Gilles, pasaba por Montpellier y Tolosa, para cruzar los Pirineos por el Summus Portus [9].

Por más vueltas que le daba, no tenía ni idea de cómo iniciar la búsqueda de un oro que, sin duda, estaría escondido de manera insuperable. Me decía, para tranquilizarme, que, si verdaderamente esas riquezas se hallaban ocultas a lo largo del Camino, quienes prepararon los escondrijos tuvieron que dejar rastros que permitieran su recuperación. Por desgracia, era seguro que esas señales obedecerían a códigos secretos que dificultarían mucho, por no decir que imposibilitarían, su localización a cualquiera que no estuviera en posesión de las claves, pero confiaba en que los templarios, como iniciados que eran, hubieran recurrido a signos crípticos universales conocidos también por mí. Me decía, además, que aquel oro no había sido puesto en el Camino con la única finalidad de que Evrard lo encontrase durante su huida, así que, probablemente, empezar el Camino en Aragón en vez de hacerlo desde Navarra, iba a ser un beneficio más que una pérdida, ya que lo recorreríamos en su versión más larga.

Debería fijarme especialmente en las antiguas propiedades de la Orden del Temple, lugares más que probables para encontrar respuestas a mis preguntas, pero me preocupaba el gran número de granjas, encomiendas, castillos, molinos, palacios, herrerías e iglesias que habían formado parte de estas propiedades. La Orden se había establecido durante el primer tercio del siglo XII por todo Aragón, Cataluña y Navarra, extendiéndose después por Castilla y León. Habían luchado bravamente defendiendo las fronteras con los musulmanes y habían participado en todas las batallas importantes -como las ocupaciones de Valencia y Mallorca junto a Jaime I de Aragón, la conquista de Cuenca, la batalla de las Navas de Tolosa y la toma de Sevilla-. Su antiguo patrimonio, pues, era inconmensurable y estaba repartido por todas las tierras cristianas de España. Una ruta como el largo Camino de Santiago planteaba un serio problema a quien, como yo, tuviera que visitar todas y cada una de las edificaciones levantadas o adquiridas por los freires del Temple durante dos siglos y eso sin contar que, como no sabía qué método habían utilizado para señalizar sus ocultas riquezas, debía examinar cualquier elemento que llamara mi atención.

Para comenzar nuestra falsa peregrinación, tanto Jonás como yo necesitábamos asumir nuevas personalidades que nos protegieran de los peligros con los que, evidentemente, íbamos a encontrarnos. Tras mucho pensar, y para no retorcer en exceso la cuerda de la mentira -ya llegaría la hora de hacerlo a conciencia-, yo me convertí en aquello que hubiera llegado a ser de forma natural de no haber seguido los dictados del espíritu y el conocimiento, es decir, me convertí en el caballero Galcerán de Born, segundo hijo del noble señor de TaradelL, viudo reciente de una prima lejana, que peregrinaba hasta el solar del Apóstol en compañía de su primogénito, García Galceráñez, para pedir perdón por antiguas faltas cometidas contra su joven y fallecida esposa. La trama se completaba con la penitencia impuesta por mi confesor de recorrer el Camino en la pobreza más absoluta, haciendo uso, por toda riqueza, de la generosidad de las gentes. Por fortuna, según el propio Codex Calixtinus:

Peregrini sive pauperes sive divites a liminibus Sancti Jacobi redientes, veL advenientes, omnibus gentibus caritative sunt recipiendi et venerandi. Nam quicum que illos recepent et diligenter hospicio procuraverit, non solum beatum Jacobum, verum etiam ipsum Dominum hospitem habebit. Ipso Domino in evangelio dicente: Qui vos recipit me recipit [10].

Jonás, que desde nuestra salida de Ponç de Riba iba perdiendo desvergonzadamente el pelaje de respetuoso y humilde novicius, protestó enérgicamente:

– ¿Por qué no podemos hacer esa dura peregrinación con algo de comodidad? ¡Es terrible pensar en lo que nos espera! Creo que no me apetece acompañaros.

– Tú, García Galceráñez, vas a venir conmigo hasta el final, quieras o no quieras.

– No estoy de acuerdo. Deseo volver a mi monasterio.

¡Paciencia, paciencia!

– ¿Otra vez con lo mismo? -exclamé, soltándole un papirotazo.

Por fin, el jueves 9 de agosto cruzamos a pie las murallas de Aviñón y dejamos atrás el soberbio Pont St.-Bénézet, sobre el negro Ródano, cuando todavía la luz del sol asomaba escasamente en el cielo. No tardamos mucho en encontrarnos con el primer grupo de peregrinos que, como nosotros, se encaminaba hacia Arlés. Se trataba de una nutrida familia teutona la cual, junto con sus parientes cercanos y todos sus criados, se dirigía a Santiago para consumar una vieja promesa. Aquel primer mediodía comimos de su comida y bebimos de su vino, pero, al atardecer, los teutones se dieron cuenta de que perdían mucho tiempo sofrenando el paso de sus carros y sus caballos para ajustarse a nosotros, que íbamos a pie, y se despidieron alegremente, con grandes muestras de simpatía. Les dijimos adiós con alivio -no hay gente más amable y pesada que la germana-, y volvimos a quedarnos solos en el camino. Al caer el sol, encendimos una hoguera junto al río y dormimos al raso, escuchando el incansable croar de las ranas.

Tardamos todavía media jornada más en llegar hasta Arlés, y lo hicimos en un estado realmente lamentable: en primer lugar, ni el muchacho ni yo estábamos acostumbrados a caminar tanto, así que las sandalias de cuero nos habían lacerado las carnes hasta casi dejar los huesos al aire; y, en segundo lugar, la cojera nos había obligado a recorrer las últimas millas con unos balanceos mortificantes, así que, además de las llagas y las úlceras ensangrentadas, sufríamos de multitud de dolores en todas las partes del cuerpo comprendidas entre el pelo de la cabeza y las uñas de los pies. Si al menos hubiéramos podido alojamos en una hostería como la de París, habríamos descansado de nuestras penas sobre buenos jergones de paja, pero la penitencia de pobreza impuesta por el inexistente confesor del inexistente caballero de Born nos negaba, incluso, ese mísero consuelo. Dicha penitencia no era un capricho necio por mi parte, aun cuando Jonás no pudiera verlo de otra forma. El hecho de tener que depender de la limosna y la misericordia ajenas nos permitiría acceder a casi cualquier casa, castillo, burgo, aldea, parroquia, monasterio o catedral que saliera a nuestro encuentro, lo que nos facilitaría en extremo las charlas y contactos con las gentes del lugar. Ninguna información es trivial cuando se carece de todos los datos necesarios. De manera que, maltrechos y descalabrados, tuvimos que cobijarnos, como otros muchos peregrinos, en las naves de la venerable basílica de San Honorato, de donde un sacristán nos echó a patadas antes del amanecer para que pudiera celebrarse la primera misa del día. ¡Y vivediós que me alegré de que nos expulsaran! Estaba harto de la pestilencia, la suciedad, las ratas, los insectos y las pulgas de nuestro alojamiento y de la fetidez de nuestros compañeros de acomodo.

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[8] Libro de las Peregrinaciones del Códice Calixtino. El códice es una compilación de documentos jacobeos realizada por el monje Aymeric Picaud en el s. XII, que, por prestigio del Apóstol, atribuye al papa Calixto II, en el que se describe la ruta hasta Santiago.

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[9] Somport

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[10] Los peregrinos, pobres o ricos, que vuelven de Santiago o se dirigen allí, deben ser recibidos con caridad y respeto por todos, pues quien les reciba y hospede con esmero tendrá por huésped no solamente a Santiago sino también a Nuestro Señor, el cual dijo en el Evangelio: el que a vosotros os reciba a mí me recibe. Codex Calixtinus, cap. XI.