– No, no quiero sangrías -puntualizó apresuradamente-. Creo que con cargar con todo este peso y con mantenerme hasta la muerte a base de pan y agua es suficiente.
– Conforme, como tú quieras. Sigamos andando pues.
Dejamos el valle atrás y ascendimos el camino hasta Fondería. A mediodía cruzamos la selva de Espelunguera y atravesamos el río, encaminándonos a las rampas de Peiranera. No podíamos haber elegido otra temporada mejor para atravesar las montañas y disfrutar del esplendor de la naturaleza; caminábamos rodeados de grandes pinos y abetos, hayas, álamos y rosales silvestres y llevábamos por compañía a bucardos, ardillas, corzos y jabalíes. Recorrer el mismo camino en invierno, entre ventiscas y tormentas de nieve, hubiera sido un suicidio. Aun así, muchos peregrinos lo preferían, pues el peligro de toparse con osos o con ladrones era mucho menor.
Toda la jornada caminamos teniendo como referencia, recortado contra el infinito, el espléndido pico de Aspe, esa peña de roca pura y forma puntiaguda que guía los pasos de los peregrinos hasta el punto más alto de la cumbre, el Portus Aspen o Summus Portus, a partir del cual da comienzo el verdadero Camino del Apóstol. En él, apenas hubimos puesto el pie en la cima, Jonás, agotado por el esfuerzo de la ascensión, el peso de nuestras parcas pertenencias y los días de ayuno, se desmayó.
Afortunadamente, a escasa distancia de la cumbre, monte abajo, se encontraba el hospital de Santa Cristina, uno de los tres hospitales de peregrinos más importantes del mundo -los otros dos eran el de Mons Iocci, en la ruta de Roma, y el de Jerusalén, a cargo de mi Orden-, y mientras Jonás se recuperaba en él de su martirio y de sus deseos de llevar «la corona de espinas de los elegidos», yo tuve que buscar acomodo en la hospedería de la cercana localidad de Camfrancus [15].
El físico de Santa Cristina que le examinó afirmó que al menos le harían falta dos días para recuperar las fuerzas y reemprender el Camino. En mi modesta opinión, un buen guisado de carne con verduras y media jornada de sueño le habrían bastado para reponerse por completo; pero como se suponía que yo sólo era un noble caballero que peregrinaba en pobreza a Compostela para hacerse perdonar viejas deudas galantes, quedaba fuera de mis facultades emitir juicios médicos.
Como no tenía otra cosa que hacer, al día siguiente, por la mañana temprano, continué desfiladero abajo hasta Jaca, con el sombrero de alas calado hasta los ojos: recuerdo que aquel día lucía un sol aún más brillante que el que nos había acompañado durante todo el viaje. Tenía la intención de examinar bien el terreno y de no dejar escapar ningún detalle que pudiera resultarme útil. Me decía que, lógicamente, sería por allí, al principio mismo del Camino, por donde debían empezar a aparecer las señales, o las claves necesarias para interpretar dichas señales. Hubiera sido absurdo por parte de los milites Templi Salomonís distribuir grandes riquezas a lo largo de una prolongada y concurrida ruta de peregrinación sin establecer en el origen mismo del trayecto el lenguaje necesario para poder recuperarlas.
Abandoné el cauce del río Aragón para adentrarme en la población de Villanúa. No sé muy bien qué me inspiró a detenerme allí, pero fue una suerte, porque en el interior de la pequeña iglesia encontré una imagen negra de Nuestra Señora. Una intensa alegría se apoderó de mí y me llenó el corazón de gozo. La Tierra, la Magna Mater, irradia sus propias fuerzas internas hacia el exterior a través de vetas que fluyen por debajo del suelo. Estas corrientes fueron llamadas «Serpientes de la Tierra» por las antiguas culturas ya desaparecidas, que utilizaron el color negro para representarlas. Las Vírgenes Negras son símbolos, signos que indican en estos tiempos cristianos -y sólo a quien los sepa interpretar-, los lugares donde esas potencias internas brotan con mayor pujanza. Lugares sagrados, arcanos, preciosos lugares de espiritualidad. Si algún día el hombre dejara de vivir en contacto directo con la tierra, y no pudiera, por tanto, absorber su energía, se perdería a sí mismo para siempre y dejaría de formar parte de la esencia pura de la Magna Mater.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, inmóvil, absorto en mis pensamientos, meditando. Por unas horas me recuperé a mí mismo, recuperé al Galcerán que había abandonado Rodas para encontrar a su hijo y aprender unas nuevas técnicas médicas, recuperé la paz interior y el silencio, mi propio e inspirador silencio, del cual brotó, como una oración, el hermoso verso del poeta Ibn Arabi [16]: «Mi corazón lo contiene todo…» Sí, me dije, mi corazón lo contiene todo.
No llegué a Jaca ese día, por supuesto, pero sí al día siguiente, en que crucé el río por un puente de piedra, dejando Villanúa a mí izquierda. Entré en la ciudad por la puerta de San Pedro siguiendo la vía peregrina, y me recibió una urbe limpia y acogedora, aunque excesivamente ruidosa. Aquel día se celebraba mercado, y las gentes se arremolinaban en la plaza y bajo las arcadas en medio de un ruido ensordecedor y de una gran algarabía, entre empujones, insultos y riñas. Sin embargo, toda percepción exterior quedó en suspenso cuando vi, de pronto, el tímpano de la puerta oeste de la catedral, la de acceso para los peregrinos que entraban allí para rezar ante la imagen del Apóstol y ante las reliquias de la mártir santa Orosia, patrona de la ciudad.
No fue el soberbio crismón [17] de ocho brazos lo que provocó mi estupor, sino los dos magníficos leones que lo flanqueaban, ya que, además de que su perfección era incomparable -pocas veces los había visto tan bellamente reproducidos-, ambos estaban gritando, para quien supiera oírles, que aquella edificación contenía «algo», «alguna cosa» tan principal y sagrada que era necesario entrar en el recinto con los cinco sentidos bien despiertos. El león es un animal de significación solar, estrechamente unido al concepto de luz. Leo es, además, el quinto signo del Zodíaco, lo que significa que el sol pasa por este signo entre el 23 de julio y el 22 de agosto, es decir, la época más caliente y luminosa del año. Para la tradición simbólica universal, el león es el centinela sagrado del Conocimiento mistérico, cuya representación críptica es la serpiente negra. Y precisamente era una serpiente lo que había bajo el león de la izquierda, o para mayor precisión, el león de la izquierda aparecía en actitud de proteger a una figura humana que sujetaba una serpiente. El león de la derecha, por su parte, aplastaba con su pata el lomo de un oso, símbolo, por su letargo, de la vejez y la muerte. Pero lo más interesante del conjunto era la cartela situada al pie del tímpano, que decía lo siguiente: Vivere si queris qui mortis lege teneris. Huc splicando veni renuensfomenta venení. Cor viciis munda, pereas ne morte secunda. [18] ¿A qué otra cosa podía estar refiriéndose aquella llamada -«Si deseas vivir, tú que estás sujeto a la ley de la muerte, ven suplicante…»-si no era al comienzo mismo del proceso iniciático? ¿Acaso no era Jaca la primera ciudad del Camino sagrado, marcado desde el cielo por la Vía Láctea y seguido por millones de personas desde que el mundo era mundo? Santiago no fue más que la explicación de la Iglesia a un fenómeno pagano de remotísimos orígenes. Mucho antes de que Jesús naciera en Palestina, la humanidad ya viajaba incansablemente hacia el Final del Mundo, hacia el punto conocido como Finisterrae, el «fin de la Tierra».
¿Qué era aquello tan importante que la catedral de Jaca guardaba en su interior? No tenía más remedio que entrar y buscarlo, porque estaba claro que los leones podían avisar, pero jamás desvelarían un secreto. Recorrí el templo de punta a punta, husmeé cada rincón, cada pilar, cada columna y cada sillar, y por fin lo encontré junto al claustro, en la capilla de Santa Orosia. Emplazada en un recoveco oculto por las sombras, la diminuta imagen de una Nuestra Señora sedente portaba una cruz ¡en forma de Tau! Digo que era una imagen de Nuestra Señora porque como tal se exponía, aunque jamás vi figura menos sagrada y menos ornada de los símbolos de su grandeza. Se trataba de una mujer joven, ataviada con ropajes de corte, con la cabeza ceñida por una vulgarísima corona ducal y con una socarrona sonrisa en los labios. Toda su actitud corporal, con el torso incorporado, las piernas haciendo fuerza contra el suelo para sostener el peso de la cruz y esa forma de sentarse en el borde mismo del banco, toda su actitud, digo, estaba encaminada a exhibir la Tau, echándola hacia adelante como diciendo: «Mirad bien los que veáis, mirad esta cruz que no es tal cruz sino una señal, contempladla, os la pongo delante mismo de la cara.» Tomé buena nota de todo lo visto y emprendí alegremente el camino de regreso hacia mi hospedería.