Al cerrar la noche, una vez que todos se hubieron retirado a descansar, emprendí de nuevo la subida a Suso para encontrarme con el conde. La oscuridad hacia parecer siniestro el mismo bosquecillo que durante el día me había dado la sensación de ser plácido y agradable. Mis pasos crujían sobre la hojarasca y, a mi alrededor, en las ramas altas de los árboles, ululaban los búhos y silbaban las lechuzas. La tenue llama de mi lamparilla de sebo se estremecía y sofocaba con la brisa fría que corría a ráfagas por el boscaje. Íntimamente me sentí agradecido por llevar al cinto el puñal de Le Mans, pero si una banda de peligrosos salteadores me hubiera atacado en aquel momento, no me hubiera sentido peor de lo que me sentí cuando por fin alcancé el viejo monasterio y llegué a la tumba de santa Oria.
Unos tablones de madera apoyados sobre la roca cubrían la boca de la cripta ahora sin tapiar, pues el muro que la emparedaba había desaparecido. Cúmulos de escombros se amontonaban por los alrededores y ni un alma circulaba por allí, como si el mundo se hubiera quedado deshabitado por algún maleficio. Dentro de la celda, el suelo aparecía excavado y unas escaleras de madera permanecían apoyadas en el interior de un pozo de tamaño algo mayor que los demás. Al asomarme, alumbrando por encima de mi cabeza con la lamparilla de sebo, vi una pequeña cámara hueca, un sótano completamente vacío salvo por varios rollos abandonados de cuerdas de cáñamo. El maldito conde no había querido esperar para hacerse cargo del tesoro.
– ¡Joffrooooooi! -aullé en mitad del silencio de la noche con toda la fuerza que la rabia y la impotencia dieron a mis pulmones. Pero no obtuve contestación. Me ahogaba de indignación, me hervía la sangre de ira.
No di ningún tipo de explicaciones a Sara y al chico, aunque los dos se morían por saber qué había pasado y a qué obedecía mi malhumor. Ignorándoles, me encerré en un mutismo hermético y, en silencio, iniciamos al día siguiente la caminata del nuevo tranco. No paraba de darle vueltas a lo sucedido. ¿En tan poco valoraban el Papa y mi Orden lo que yo estaba haciendo? ¿Acaso habían dado instrucciones a ese necio de Le Mans para que actuara a mis espaldas, despreciándome y tratándome como a un sirviente? ¿Pensaban, quizá, que yo iba a robar el oro? En aquel momento me encontraba como al principio: con las manos vacías por culpa de la ceguera y la avaricia de aquellos que, cómodamente, esperaban en Aviñón el resultado de mi trabajo. Quizá entre las riquezas encontradas en la celda no había nada que me hubiera servido para reanudar las pesquisas, pero ¿y si no era así? ¿Y si el estúpido de Le Mans había estropeado algo importante? De nada valía mi enojo. En cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Pasamos por Santo Domingo de la Calzada y Jonás y yo rendimos devoción ante su sepulcro, tal como marca la tradición del Camino. El sosiego que inundaba el interior del templo me fue devolviendo poco a poco la calma. Aproveché aquella breve separación de Sara para poner al muchacho al tanto de lo sucedido, el cual, después de escucharme hasta el final, se quedó ensimismado mirando la gallera de madera en la que permanecían encerradas dos aves de corral de plumaje blanco (en conmemoración de un milagro realizado por santo Domingo, que resucitó a un inocente injustamente ahorcado). Luego, bajando la cabeza, dijo:
– Siento reconocerlo, sire, pero Le Mans sólo es un lacayo de Su Santidad. Por lo que sabemos de él, seria incapaz de hacer nada que no le hubiese ordenado su amo. Que Dios me perdone por pensar mal del Papa -¿por qué tenía la sensación, escuchándole, de que era un hombre y no un mozalbete quien hablaba? ¡Qué cambios de un día para otro! Deseaba con todo mi corazón que cuando se detuviera aquella rueda de transformaciones, el resultado final fuera tan admirable como el que ahora tema delante-, pero creo que el conde sólo ha hecho lo que le habían mandado hacer.
– Lo cual demuestra, una vez más -añadí, siguiendo su razonamiento-, que estamos siendo utilizados para una empresa que poco tiene de honorable y digna.
En ese momento, inesperadamente, el gallo cantó dentro de la jaula. Un rumor creció en el interior de la iglesia. Jonás y yo nos miramos extrañados y miramos a nuestro alrededor buscando una explicación a aquella algarabía. Un viejo lombardo ataviado con la vestimenta de peregrino nos sonrió.
– ¡El gallo ha cantado! -dijo en su lengua, dejando escapar el aire y la saliva entre los pocos dientes que le quedaban-. Todos los que lo hemos oído tendremos en adelante buena suerte para el Camino.
El día del equinoccio de otoño, el vigésimo primero de septiembre, salimos de Santo Domingo cruzando el puente sobre el río Oja, y seguimos la calzada que llevaba hasta Radicella[36].
Atravesamos Belfuratus [37], Tlosantos, Villambista, Espinosa y San Felices pateando un camino encharcado y lleno de piedras que destrozó nuestras sandalias de cuero, y al anochecer, después de cruzar el río Oca, llegamos -cansados, hambrientos y sucios- a Villafranca, frontera occidental de Navarra con el reino de Castilla, que según nuestro guía Aymeric, «es una tierra llena de tesoros, de oro, plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel. Sin embargo, carece de arbolado y está llena de hombres malos y viciosos». Lo cierto es que las aguas estaban revueltas en Castilla y que el país no era un lugar muy seguro en aquellos momentos: tras la muerte del rey Fernando IV, su madre, la reina Maria de Molina, sostenía frecuentes disputas con los infantes del reino (sus propios hijos y cuñados) por la regencia del actual rey Alfonso XI, menor de edad. Estas disputas se traducían frecuentemente en cruentos enfrentamientos sociales que dejaban centenares de muertos por todos los rincones del reino. En aquel septiembre de 1317 las cosas estaban un poco más tranquilas por hallarse en vigor un pacto según el cual se habían convertido en tutores del rey tanto la reina Maria como los infantes Pedro, tío del niño, y Juan, tío-abuelo, por ser hijo de Alfonso X, apodado el Sabio.
Por de pronto, en contra de lo que decía nuestro guía sobre la carencia de arbolado de Castilla, al día siguiente tendríamos que cruzar los boscosos Montes de Oca, un tramo breve pero sumamente penoso que aquella noche nos imponía un buen descanso para recuperar las fuerzas perdidas.
Hallamos alojamiento en la hospedería de la iglesia y como la pobre Sara tenía los pies hinchados como odres de vino, tuve que prepararle un remedio a base de tuétano de hueso de vaca y manteca fresca.
– ¿Veis? -comentaba jocosa-. Me han crecido los pies.
Como los dolores de su espinazo no le permitían aplicárselo adecuadamente, ordené a Jonás que la ayudara. Era un compromiso para el muchacho, que enrojeció hasta ponerse del color de la grana y comenzó a sudar a pesar del frío del recinto en el que nos hallábamos los tres solos, pero mucho más peligroso y pecaminoso hubiera sido para mi, que de seguro hubiera sudado tanto o más que mi hijo, incumpliendo así el principal de mis votos. Sin embargo, lo que si hice fue envolverle yo mismo los pies en lienzos bien calientes para terminar la cura, no sin antes fijarme pecaminosamente en que sus dedos eran increíblemente ágiles y articulados, casi como los dedos de las manos, y me alteró en extremo comprobar que también en ellos había lunares. Cuando levanté los ojos, Sara me estaba observando de una manera tan especial que me arrastró hacia regiones prohibidas para mi, de las que, con gran esfuerzo, tuve que regresar apartando la mirada.