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– ¡Felipe! -exclamó, esperanzado, porque al menos era una cara conocida y podría hablarle en castellano.

Lautaro le clavó los ojos, con infinito desprecio.

– ¿No me reconoces, Felipe? Soy el Taita -insistió el cautivo.

Lautaro lo escupió en el rostro. Había esperado ese momento durante veintidós años.

A una orden del ñidoltoqui los mapuche, enardecidos, desfilaron ante Pedro de Valdivia con afiladas conchas de almeja, sacándole bocados del cuerpo. Hicieron un fuego y con las mismas conchas le arrancaron los músculos de los brazos y las piernas, los asaron y se los comieron delante de él. Esta macabra orgía duró tres noches y dos días, sin que la madre Muerte socorriese al infeliz cautivo. Por fin, al amanecer del tercer día, al ver Lautaro que Valdivia se moría, le vertió oro derretido en la boca, para que se hartase del metal que tanto le gustaba y tanto sufrimiento causaba a los indios en las minas.

¡Ay, qué dolor, qué dolor! Estos recuerdos son un lanzazo aquí, en medio del pecho. ¿Qué hora es, hija? ¿Por qué se fue la luz? Las horas han retrocedido, debe de ser de nuevo el alba. Creo que será el amanecer para siempre…

Nunca se encontraron los restos de Pedro de Valdivia. Dicen que los mapuche devoraron su cuerpo en un rito improvisado, que hicieron flautas con sus huesos y que su cráneo sirve hasta hoy como recipiente para el muday de los toquis. Me preguntas, hija, por qué me aferro a la terrible versión de la criada de Cecilia, en vez de la otra, más misericordiosa, de que Valdivia fue ejecutado de un garrotazo en la cabeza, como escribió el poeta y como era la costumbre entre los indios del sur. Te lo diré. Durante esos tres días aciagos de diciembre de 1553 estuve muy enferma. Fue como si mi alma supiera lo que mi mente aún ignoraba. Imágenes horrendas pasaban ante mis ojos, como en una pesadilla de la que no lograba despertar. Me parecía ver dentro de mi casa los cestos llenos de manos y narices amputadas, en mi patio a los indios cargados de cadenas y aquellos que fueron empalados; el aire olía a carne humana chamuscada y la brisa de la noche me traía chasquidos de latigazos. Esta conquista ha costado inmensos padecimientos… Nadie puede perdonar tanta crueldad, y menos los mapuche, que jamás olvidan las ofensas, tal como no olvidan los favores recibidos. Me atormentaban los recuerdos, estaba como poseída por un demonio. Ya sabes, Isabel, que salvo algunos sobresaltos del corazón he sido siempre sana, con el favor de Dios, así es que no tengo otra explicación para la enfermedad que me aquejó en esos días. Mientras Pedro soportaba su horrendo fin, a la distancia mi alma lo acompañaba y lloraba por él y por todas las víctimas de esos años. Caí postrada, con vómitos tan intensos y fiebres tan ardientes, que temieron por mi vida. En mi delirio oía con claridad los alaridos de Pedro de Valdivia y su voz despidiéndose de mí por última vez: «Adiós, Inés del alma mía…».

Agradecimientos

Mis amigos Josefina Rosetti, Victorio Cintolessi, Rolando Hamilton y Diana Huidobro me ayudaron en la investigación de la época de la conquista en Chile y en especial de Inés Suárez. Malú Sierra revisó lo concerniente a los mapuche. Juan Allende, Jorge Manzanilla y Gloria Gutiérrez corrigieron el manuscrito. William Gordon me protegió y alimentó durante los silenciosos meses de escritura. Agradezco a los escasos historiadores que mencionan la importancia de Inés Suárez; sus obras me permitieron escribir esta novela.

Apuntes bibliográficos

La investigación de esta novela me tomó cuatro años de ávidas lecturas. No he llevado la cuenta de los libros de historia, obras de ficción y artículos que leí para empaparme de la época y los personajes porque la idea de agregar una bibliografía no surgió hasta el final. Cuando Gloria Gutiérrez, mi agente, leyó el manuscrito, me dijo que sin algunas referencias bibliográficas este relato parecería fruto de una imaginación patológica (de lo que me han acusado a menudo): muchos episodios de la vida de Inés Suárez y de la conquista de Chile le parecían increíbles y tenía que demostrarle que eran hechos históricos. Algunos de los libros que usé y que aún están apilados en la casucha donde escribo, al fondo de mi jardín, son los que siguen.

Al abordar la historia general de Chile tuve la suerte de disponer de dos obras clásicas: las Crónicas del reino de Chile (El Ferrocarril, 1865), de Pedro Mariño de Lovera y la fundamental Historia general de Chile (1884), de Diego Barros Arana, en cuyo primer volumen se relatan los episodios de la conquista. Mas actual es la Historia general de Chile (Planeta, Santiago de Chile, 2000), de Alfredo Jocelyn-Holt Letelier.

Sobre la conquista tuve en cuenta distintas obras, entre las que recuerdo el Estudio sobre la conquista de América (Universitaria, Santiago de Chile, 1992), de Néstor Meza, así como La era colonial (Nacimiento, Santiago de Chile, 1974), de Benjamín Vicuña Mackenna, un nombre muy unido a la historia e historiografía chilenas, y El imperio hispánico de América (Peuser, Buenos Aires, 1958), de C. H. Harina. Sobre el trasfondo histórico español consulté las historias de España de Miguel Ángel Artola (Alianza Editorial, Madrid, 1988; vol. 3) y Fernando García de Cortázar (Planeta, Barcelona, 2002), entre otras obras. En lo que se refiere a los conquistadores, algunos títulos de mi bibliografía son Conquistadores españoles del siglo XVI (Aguilar, Madrid, 1963), de Ricardo Majó Framis; Los últimos conquistadores (2001) y Diego de Almagro (3ª edición, 2001), de Gerardo Larraín Valdés, y Pedro de Valdivia, capitán conquistado (Instituto de Cultura Hispánica, Madrid, 1961), de Santiago del Campo.

El universo mapuche cuenta con una importante bibliografía, de la que entresaco la clásica Los araucanos (Universitaria, Santiago, 1914), de Edmond Reuel Smith, y las mas modernas Mapuche, gente de la Tierra (Sudamericana, Buenos Aires, 2000), de Malú Sierra; Historia de los antiguos mapuche del sur (Catalonia, Barcelona, 2003), de José Bengoa y, en un plano más especializado, Folklore médico chileno (Nacimiento, Santiago de Chile, 1981), de Oreste Plath.

Entre mis lecturas no podían faltar dos excelentes novelas históricas: Butamalón (Anaya-Mario Muchnik, Madrid, 1994), de Eduardo Labarca, y Ay, mamá Inés (Andrés Bello, Santiago de Chile, 1993), de Jorge Guzmán, la única novela, que conozca, sobre mi protagonista.

Por último, una mención especial para dos obras de la época en que transcurre mi libro: La Araucana (1578), de Alonso de Ercilla, de la que existen innumerables ediciones (yo manejé la de Santillana), incluida la bellísima de 1842 de la que se han extraído las ilustraciones de esta obra, y las Cartas de Pedro de Valdivia, entre cuyas ediciones hay dos notables: la española de la editorial Lumen y la Junta de Extremadura (1991), a cargo del chileno Miguel Rojas Mix, y la chilena de 1998, de la compañía minera Doña Inés de Collahuasi.