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Todos estos chicos habían bailado, jugado al tenis, montado en la montaña rusa, comprobado su correo electrónico. Representaban los sueños de sus padres. Pero ya no. Ahora serían fotografías enmarcadas sobre ataúdes cerrados.

Sentí una mano sobre el hombro.

– Tempe, es hora de tomarse un descanso.

Los ojos de Earl Bliss me observaban desde la estrecha abertura entre la mascarilla y la gorra.

– Estoy bien.

– Tómate un descanso. Es una orden.

– De acuerdo.

– Al menos una hora.

A medio camino del centro de mando del NTSB me detuve, temiendo el caos que sabía me encontraría en ese lugar. Necesitaba serenidad. Vida. Pájaros cantando, ardillas cazando y aire que estuviese libre del olor de la muerte. Di media vuelta y me dirigí hacia el bosque.

Avanzando por el borde del campo de desechos divisé un hueco entre los árboles y recordé que Larke y el vicegobernador habían aparecido en ese punto, viniendo del lugar donde había aterrizado el helicóptero. Al acercarme pude ver claramente el camino que probablemente habían tomado. En otro tiempo tal vez era un sendero o el cauce de un arroyo, ahora era un paso sinuoso, sin árboles, cubierto de piedras y bordeado de espesos matorrales. Me quité la mascarilla y los guantes y me interné en el bosque.

Mientras avanzaba entre los árboles, el alboroto organizado alrededor del escenario del accidente fue apagándose reemplazado por los sonidos del bosque. Después de recorrer una veintena de metros, trepé a un grueso tronco caído, me senté cogiéndome las piernas con ambos brazos y elevé la mirada hacia el cielo. El amarillo y el rosa dibujaban rayas en el rojo del crepúsculo mientras la oscuridad comenzaba a cubrir la línea del horizonte. Pronto se haría de noche. No podía quedarme mucho tiempo.

Dejé que mis neuronas escogiesen un tema.

La chica con el rostro destrozado.

No. Mejor otro.

Las células eligieron personas vivas.

Katy. Mi hija tenía ahora un poco más de veinte años y vivía una vida independiente. Era lo que yo quería, por supuesto, pero romper los lazos era muy duro. La niña Katy había pasado por mi vida y luego había desaparecido. Ahora me encontraba ante la joven mujer Katy y me gustaba mucho.

¿Pero dónde está?, preguntaron las neuronas.

El siguiente.

Pete. Eramos mejores amigos ahora que estábamos separados de lo que jamás fuimos cuando estábamos casados. De hecho, ocasionalmente me hablaba y me escuchaba. ¿Debería pedirle el divorcio y seguir adelante o continuar con el statu quo?

Las células no tenían respuesta.

Andrew Ryan. Últimamente había estado pensando mucho en él. Ryan era un detective de homicidios que trabajaba en la policía provincial de Montreal. A pesar de que hacía casi diez años que nos conocíamos, el año anterior fue la primera vez que accedí a tener una cita con él.

«Cita.» Experimenté mi habitual reacción negativa. Tenía que existir un término mejor para los solteros mayores de cuarenta años.

Las células no tenían ninguna sugerencia que hacer. Nomenclatura aparte, Ryan y yo nunca habíamos ido demasiado lejos. Antes de que nuestra relación pudiese hacerse oficial, Andrew había comenzado a trabajar como agente infiltrado y hacía meses que no le veía el pelo. En momentos como éste, le echaba terriblemente de menos.

Oí ruidos entre los matorrales y contuve la respiración para escuchar mejor. El bosque estaba en silencio. Segundos más tarde volví a oírlos entre la hojarasca, esta vez del otro lado donde me encontraba. Pensé que un simple conejo o una ardilla no podían provocarlos.

Las neuronas emitieron una señal de alarma. Quizá Earl me había seguido, me puse de pie y miré a mi alrededor. Estaba sola.

Todo permaneció inmóvil durante un largo minuto, luego algo sacudió las ramas del rododendro que estaba a mi derecha y oí un gruñido. Me giré pero sólo había hojas y matorrales. Con la mirada clavada en el follaje, salté del tronco y planté con fuerza los pies en la tierra.

Un momento después el gruñido se repitió, seguido de una especie de lamento agudo.

Las neuronas se dispararon y la adrenalina invadió todos los rincones de mi cuerpo.

Me agaché lentamente y busqué una piedra. Oí movimientos a mi espalda y me di la vuelta.

Mis ojos toparon con otros ojos, negros y brillantes. Los labios curvados sobre unos dientes pálidos y húmedos bajo la menguante luz de la penumbra. Entre los dientes, algo horriblemente familiar. Un pie.

Las neuronas lucharon por encontrar un significado. Los dientes estaban clavados en un pie humano.

Las neuronas se conectaron con los recuerdos almacenados recientemente. Un rostro despedazado. El comentario de uno de los ayudantes del sheriff.

¡Oh, Dios! ¿Un lobo? Estaba desarmada. ¿Qué debía hacer? ¿Amenazar?

El animal me miraba fijamente, su aspecto era salvaje y parecía hambriento.

¿Correr?

No. Tenía que recuperar ese pie. Pertenecía a una persona. Una persona con familia y amigos. No lo abandonaría a los depredadores del bosque.

Entonces un segundo lobo surgió de la oscuridad y se colocó detrás del primero, los dientes desnudos, la saliva que oscurecía la piel alrededor de la boca. Lanzó un gruñido y los labios temblaron. Lentamente, me erguí y levanté la piedra.

– ¡Atrás!

Ambos animales se quedaron inmóviles y el primer lobo dejó caer el pie que llevaba entre las mandíbulas. Olfateó el aire, la tierra, nuevamente el aire, bajó la cabeza, alzó la cola, dio un paso hacia mí, luego retrocedió sigilosamente un par de metros y se detuvo, sin hacer el más mínimo movimiento, vigilando. El otro lobo le siguió. ¿Estaban inseguros o tenían un plan? Empecé a retroceder, oí un chasquido y me giré para ver que había otros tres lobos a mi espalda. Parecían estar rodeándome lentamente.

– ¡Alto!

Grité al tiempo que lanzaba la piedra, alcanzando junto al ojo al lobo que estaba más cerca. Lanzó un aullido de dolor y retrocedió. Sus compañeros se detuvieron un momento y luego reanudaron el cerco.

Apoyé la espalda contra el tronco del árbol caído y comencé a mover una de las ramas hacia ambos lados tratando de arrancarla.

El círculo se iba reduciendo. Podía oír sus jadeos, oler sus cuerpos. Uno de los lobos dio un paso hacia el interior del círculo, luego otro, alzando y bajando la cola. Me miraba fijamente sin hacer un solo ruido.

La rama se rompió y el lobo saltó hacia atrás ante el chasquido de la madera, luego volvió a avanzar sin dejar de mirarme.

Aferrando la rama como si fuese un bate de béisbol, grité:

– Atrás, carroñeros. Fuera de aquí -y me lancé contra el lobo líder sacudiendo mi bate.

El lobo se apartó fácilmente, retrocedió unos pasos y luego regresó al círculo sin dejar de gruñir. Mientras preparaba mis pulmones para lanzar el grito más potente que jamás hubiese salido de ellos, alguien se me adelantó.

– ¡Largo de aquí, jodidos sacos de huesos! ¡Fuera! ¡Moved el culo!

Entonces un misil seguido de otro aterrizaron a pocos pasos del lobo que lideraba la manada.

El lobo olfateó el aire, lanzó un gruñido, luego dio media vuelta y se escabulló entre los matorrales. Los otros vacilaron un momento y le siguieron.

Dejé caer la rama con las manos temblando y me abracé al tronco caído.

Una figura vestida con un mono de protección y el rostro cubierto con una mascarilla corrió hacia mí y lanzó otra piedra contra los lobos que se alejaban. Luego alzó una mano y se quitó la mascarilla. Aunque apenas visible a la escasa luz del anochecer, pude reconocer el rostro.

Pero no podía ser. Era demasiado increíble para que fuese real.

Capítulo 4

– Bonito movimiento. Parecías el bateador Sammy Sosa.