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– Estoy bien -dije-. Earl me dijo que ya estaba bien por hoy.

– ¿Cómo están las cosas ahí fuera?

– Están.

Me sentía como una enana hablando con ellos. Tanto Ryan como Crowe superaban el metro ochenta, aunque ella era más ancha de hombros que Andrew. Él parecía un defensa fuerte y fibroso, ella un poderoso delantero.

No me sentía con ánimos de hablar, de modo que le pregunté a Crowe algunas direcciones y me alejé.

– Espera, Brennan.

Permití que Ryan me alcanzara, luego le lancé una mirada «no saques el tema». No quería hablar de los lobos.

Mientras caminábamos pensé en Jean Bertrand, con sus chaquetas de diseño, las corbatas a juego y el rostro serio. Bertrand siempre daba la impresión de que lo intentaba con todas sus fuerzas, de que escuchaba atentamente, temiendo perderse un matiz o una pista importante. Podía oírle, pasando del francés al inglés en su propia versión de «frangles», riéndose de sus propios chistes, sin darse cuenta de que los demás no se reían.

Recordé la primera vez que vi a Bertrand. Poco después de haber llegado a Montreal asistí a una fiesta de Navidad ofrecida por la unidad de homicidios de la Süreté de Quebec. Bertrand estaba allí, ligeramente bebido, y acababa de ser asignado como compañero de Andrew Ryan. El detective de primera ya era una especie de leyenda en el cuerpo y Bertrand no podía disimular la veneración que le profesaba. Cuando la velada estaba tocando a su fin, la adoración del héroe se había vuelto incómoda para todos los presentes. Especialmente para Ryan.

– ¿Qué edad tenía? -Hice la pregunta sin pensar.

– Treinta y siete.

Ryan estaba justo allí, en el centro de mis pensamientos.

– Dios mío.

Llegamos a la carretera comarcal y continuamos colina arriba.

– ¿A quién estaba custodiando?

– A un tío llamado Rémi Petricelli, conocido entre sus amigos como Pepper.

Conocía ese nombre. Petricelli era un pez gordo de los Ángeles del Infierno de Quebec, conocido por sus conexiones con el crimen organizado. Los gobiernos canadiense y estadounidense habían estado investigando sus actividades durante años.

– ¿Qué hacía Pepper en Georgia?

– Hace aproximadamente dos meses un camello de poca monta llamado Jacques Fontana acabó carbonizado en el interior de un Subaru. Cuando todas las pistas condujeron a su puerta, Pepper decidió probar la hospitalidad de sus hermanos en Dixie [3]. Para resumir la historia, Pepper fue visto en un bar de Atlanta, la policía local le arrestó y la semana pasada Georgia accedió a extraditarle. Bertrand estaba llevando su culo de regreso a Quebec.

Habíamos llegado a mi coche. Al otro lado de la zona del mirador un hombre estaba parado bajo los focos con un micrófono en la mano mientras un asistente le empolvaba la cara.

– Esto amplía el cerco -continuó Ryan con voz grave y pesada.

– ¿Es decir?

– Pepper tenía información importante. Si decidía hacer un trato muchos de sus amigos se hubiesen visto con la mierda hasta el cuello.

– No te sigo.

– Es probable que algunas personas poderosas quisieran ver muerto a Pepper.

– ¿Tanto como para matar a otras ochenta y siete personas?

– Sin tan siquiera pestañear.

– Pero ese avión estaba lleno de chicos.

– Esos tíos no son jesuitas precisamente.

Estaba demasiado conmocionada para contestarle.

Al ver la expresión de mi cara, Ryan decidió cambiar de tema.

– ¿Tienes hambre?

– Necesito dormir.

– Necesitas comer algo.

– Pararé para tomar una hamburguesa -mentí.

Ryan retrocedió. Abrí la puerta de mi coche, lo puse en marcha y me alejé, demasiado cansada y triste para desearle buenas noches.

Puesto que todas las habitaciones de la zona habían sido ocupadas por la prensa y el NTSB, me habían conseguido alojamiento en una pequeña posada en las afueras de Bryson City. Antes de dar con el lugar me equivoqué de dirección varias veces y tuve que preguntar otras tantas.

Haciendo honor a su nombre, High Ridge House se encontraba en la cima de una colina al final de un camino largo y estrecho. Era una granja blanca de dos plantas con un recargado trabajo de carpintería en puertas, ventanas y vigas, tampoco se libraban las barandillas y verjas de un amplio porche que recorría el frente y los lados de la casa. La luz del porche iluminaba mecedoras de madera, tiestos de mimbre y helechos. Muy Victoriano.

Añadí mi pequeño Mazda a otra media docena de coches en un prado digno de una postal a la izquierda de la casa y seguí un sendero enlosado flanqueado por sillas de jardín metálicas. Cuando abrí la puerta principal sonaron unas campanillas. En el interior, la casa olía a madera barnizada, ambientador de pino y cordero hervido.

El guiso irlandés es quizá mi plato preferido. Como siempre, me recordó a mi abuela. ¿Dos veces en dos días? Tal vez la anciana dama me estaba observando desde el cielo.

Un momento después apareció una mujer. Era de mediana edad, un metro sesenta aproximadamente, sin maquillar y con el pelo canoso y abundante recogido en una especie de extraña salchicha en la coronilla. Llevaba una falda larga tejana y una camiseta roja con la inscripción «Alabad al Señor» sobre el pecho.

Antes de que pudiese abrir la boca, la mujer me abrazó. Sorprendida, permanecí ligeramente inclinada con las manos extendidas, tratando de no golpearla con la mochila o el ordenador portátil.

Después de lo que me pareció una eternidad, la mujer dio un paso atrás y me miró con la intensidad de un tenista que espera el servicio de su rival en Wimbledon.

– Doctora Brennan.

– Tempe.

– Lo que está haciendo por esos pobres chicos muertos es la obra del Señor.

Asentí.

– Preciosa a los ojos del Señor es la muerte de sus santos. Él nos lo dice en el Libro de los Salmos.

Oh, no.

– Soy Ruby McCready y me siento honrada de tenerla como huésped en High Ridge House. Mi intención es cuidar de todos y cada uno de ustedes.

Me pregunté quién más estaría alojado allí, pero no dije nada. Muy pronto lo averiguaría.

– Gracias, Ruby.

– Permítame. -Cogió mi mochila-. Le indicaré cuál es su habitación.

Mi anfitriona me condujo a través de un salón y un comedor, subimos una escalera de madera tallada y recorrimos un pasillo con puertas cerradas a ambos lados, cada una con una pequeña placa pintada a mano. En el extremo del corredor hicimos un giro de noventa grados y nos detuvimos ante una puerta. La placa decía «Magnolia».

– Puesto que es la única mujer, la he puesto en la habitación Magnolia. -Aunque estábamos solas, la voz de Ruby se había convertido en un susurro, su tono tenía algo de conspirador-. Es la única que tiene su propio excusado. Sé que apreciará la privacidad.

¿Excusado? ¿En qué lugar del mundo se seguían refiriendo a los baños como excusados?

Ruby me siguió, dejó mi mochila sobre la cama y comenzó a ahuecar las almohadas y a bajar las persianas como si fuese un botones del Ritz.

Las telas y el empapelado explicaban el apelativo floral. Había pesadas cortinas en la ventana, las mesas estaban cubiertas y unos lazos adornaban cada rincón de la habitación. La mecedora y la cama de madera de arce estaban cubiertas de cojines y un millón de pequeñas figuras llenaban una vitrina. Encima del mueble había reproducciones en cerámica de Annie la Huerfanita y su perro, Sandy, Shirley Temple vestida como Heidi y un collie que supuse que sería Lassie.

Mi gusto por el mobiliario y los adornos domésticos tiende a la simplicidad. Aunque nunca me ha molestado la austeridad del estilo moderno, prefiero un estilo menos duro, algo como un Shaker o un Hepplewhite. Si me rodean de chismes empiezo a ponerme nerviosa.

– Es una habitación encantadora -dije.

– Ahora la dejaré sola. La cena se sirve a las seis, de modo que se la ha perdido, pero he dejado algo de cordero en el fuego. ¿Le gustaría probarlo?

– No, gracias. Voy a acostarme.

– ¿Ha cenado?

– No tengo mucha ham…

– Mírese, está en los huesos. No puede irse a la cama con el estómago vacío.

¿Por qué todo el mundo parecía estar tan preocupado por mi dieta?

– Le subiré una bandeja.

– Gracias, Ruby.

– No tiene nada que agradecerme. Una última cosa. En High Ridge House no cerramos las puertas con llave, de modo que puede entrar y salir cuando le apetezca.

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[3] Dixieland o Dixie: expresión popular con la que se designa a los estados del sur de Estados Unidos. (N. del T.)