Выбрать главу

Llegué temprano al Royal Haymarket la noche de octubre indicada en mi boleto. Quería integrarme, si fuese posible en soledad, al teatro opulento, con sus tres niveles de butacas y sus cuatro balcones dando la cara al soberbio marco dorado de la escena, la cortina azul rey y el escudo triunfal a la cabeza del cuadro escénico, Dieu et mon droit, el león y el unicornio. Los espacios de mármol a ambos lados del marco de oro le daban aún más solidez a la escena, invisible en ese momento, destilando su misterio para acostumbrarnos al silencio expectante que acompaña el lento ascenso del telón sobre las almenas de Elsinore y la noche del fantasma del padre de Hamlet.

Shakespeare, sabiamente, excluye al protagonista de esta escena inicial. Hamlet no está presente en las almenas. Lo precede el fantasma y ese fantasma es su padre. Hamlet sólo aparece en la segunda escena, la corte de Claudio el rey usurpador y la madre del príncipe, Gertrudis. Se trata aquí de darle permiso a Laertes de regresar a Francia. Hamlet queda solo y recita el primer gran monólogo,

Ay, que esta mancillada carne se disuelva

y se derrita hasta ser rocío…

que en realidad es una diatriba antifemenina -Fragilidad, tu nombre es mujer- y antimaternal.

Acusa a la suya de gozar en sábanas de incesto y sólo entonces, bien establecidas las razones de Hamlet contra el rey usurpador y la madre infiel, entran los amigos a contarle que el fantasma del padre recorre las murallas del castillo. Sale Hamlet con violencia a esperar, pacientemente, el arribo de la noche.

Ahora entran al escenario vacío Laertes y su hermana Ofelia.

Me clavé en el asiento como un ajusticiado a la silla eléctrica. Hundí mi espalda al respaldo. Estiré involuntariamente las piernas hasta pegar contra el respaldo de la butaca que me precedía. Una mirada de enojo se volvió a mirarme. Yo ya no estaba allí. Quiero decir, estaba como está un árbol plantado en la tierra o los torreones del castillo a las rocas de la costa. Lo que el público debió agradecerme es que no gritara en voz alta. La muchacha, la mujer de la ventana, mi amor perdido, había entrado al escenario, acompañando a Laertes.

Era ella, no podía ser sino ella. La distancia entre mi butaca y el tablado era mayor, es cierto, que el corto espacio entre mi ventana y la suya, pero mis sentidos enteros, después de veinticinco días de vigilia suprema, no podían equivocarse.

Mi amada era Ofelia.

Sólo la distinguían las cejas, antes depiladas, ahora pintadas. Supe por qué. Su máscara requería antes un rostro similar a una tela vacía. Yo conocí la tela. Ahora miraba la máscara.

No escuché las primeras palabras de la joven actriz, las sabía de memoria, me las dirigía a mí, claro que sí, lo supe sin oírla, pues mis oídos estaban taponeados por la emoción.

OFELIA: ¿Lo dudas?

¿A quién le hablaba? ¿A Laertes? ¿A mí? ¿Al hermano? ¿Al amante?

El lector comprenderá que la emoción me avasalló a tal grado que hube de levantarme y pedir excusas -mal recibidas- para salir, atropelladamente, de la fila asignada, correr por el pasillo sin atreverme a mirar hacia atrás, ganar la calle, apoyarme contra una de las columnas del pórtico de entrada, contarlas idiotamente -eran seis- y encaminar mis pasos inciertos hacia mi propia casa…

Allí, recostado, sosegado, con las manos unidas en la nuca, me dije con toda sencillez que mi excitación -¿mi arrobo?- era natural. ¿No había sido intensa mi relación con la muchacha vecina? ¿No era, precisamente, el amor nunca consumado el más ardiente de todos, el más condenado, también, por los padres de la Iglesia porque inflamaba la pasión a temperaturas de pecado? Sabiduría eclesiástica, esta que pontificaban los jesuitas en mi escuela mexicana: el sexo consumado apacigua primero, luego se vuelve costumbre y la costumbre engendra el tedio… Sus razones tendrían.

Ningún razonamiento, empero, lograba apaciguar el acelerado latir de mi pecho o abatir mi decisión:

– Iré de nuevo al teatro, con serenidad, mañana mismo.

No. La obra era un éxito y tendría que esperarme diez días -hasta finales de octubre- para verla. Mi decisión fue temeraria. Compré boletos para cinco noches seguidas en la primera semana de noviembre.

5

Me salto los acontecimientos de las cuatro semanas que siguieron. Los omito porque no tienen el menor interés. Son la crónica de una rutina prevista (sí, soy lector de García Márquez). La rutina -casa, trabajo, comidas, sueño, aseo, miradas furtivas a la ventana vecina- no da cuenta de la turbulencia de mi ánimo.

Intentaba poner en orden mis pensamientos. Claro, Ofelia -ahora podía llamarla así- estaba encerrada ensayando su papel. Concentrada, no tenía tiempo ni ganas de distraerse. Si su propia ventana era un muro, ¿cómo no iba a serlo la mía? Yo había sido ya, sin sospecharlo, su cuarta pared. Y su primer espectador.

Como en el teatro, nos había separado la necesaria ilusión. Un intérprete (a menos que sea un cómico morcillero) no debe admitir que un público heterogéneo lo está mirando. El actor debe colgar una cortina invisible entre su presencia en la obra y la del público en las plateas.

Caí en la cuenta. Yo había sido el público invisible de Ofelia mientras ella ensayaba su papel en Hamlet. Ella sabía que yo la miraba, pero no podía admitirlo sin arruinar su propia distancia de actriz, destruyendo la ilusión escénica. Fui su perfecto conejillo de Indias. ¡De Indias! Mis mexicanísimos complejos de inferioridad salieron a borbotones, acompañados de una decisión. Regresaría al teatro en las fechas previstas. Vería con atención y respeto la actuación de Ofelia. Y sólo entonces, habiendo pagado este óbolo, decidiría qué hacer. Purgarme de ella, asimilarla como lo que era, actriz profesional. O ir, esta vez, a tocar a su camerino, presentándome:

– Soy su vecino. ¿Se acuerda?

Lo peor que podía sucederme es que me diera con la puerta en las narices. Eso mismo me curaría de mis amatorias ilusiones.

Así, regresé al Royal Haymarket el 4 de noviembre. Tenía lugar en la onceava fila. Lejos del escenario. Se levantó el telón azul. Sucedió lo que ya sabía. Apareció Ofelia, vestida toda ella de gasas blancas, calzada con sandalias doradas, peinada con el pelo rubio suelto pero trenzado, alternando, en un simbólico detalle de dirección, a la Ofelia inocente, fiel y sensata del principio, con la Ofelia loca del final.

Yo había leído con avidez las crónicas del estreno. En todas encontré elogios desmedidos a la actuación estelar de Peter Massey, pero ninguna mención de los demás actores.

Había llamado a uno de los diarios para preguntar, en la sección de espectáculos, la razón de este silencio. Mi pregunta fue recibida, una vez con una risa sarcástica, las otras dos con silencios taimados.

Sólo en la BBC un periodista boliviano de la rama en español me dijo:

– Parece que hay un acuerdo no dicho entre los empresarios y los cronistas.

– ¿Un acuerdo tácito? -me permití enriquecer el vocabulario del Alto Perú con cierta soberbia mexicana, lo admito.

– ¿De qué se trata?

– De la soberbia de Massey.

– No entiendo.

– ¿No conoces la vanidad, manito? -se vengó de mí el boliviano-. Massey sólo actúa si la prensa se compromete a no mencionar a nadie del reparto más que a él.

– ¡Qué arrogancia!

– Sí, es una diva…

Lo dijo con un toquecillo de envidia, como si le reprochase a Chile no darle a Bolivia acceso al mar…

Por eso, en el programa del teatro, no había más crédito de interpretación que

PETER MASSEY

es

HAMLET

Digo que sufrí con atención anhelante mi segunda visita al teatro y el paso de las dos primeras escenas -la aparición del fantasma, la corte de Elsinore y el monólogo de Hamlet- en espera del diálogo entre Laertes y su hermana Ofelia, así como la primera línea de ésta:

OFELIA: ¿Lo dudas?

Pero de la boca de la actriz no salió palabra. Sólo movió, en silencio, los labios. Laertes, como si la hubiese escuchado, continuó analizando la frivolidad sentimental de Hamlet y precaviendo a Ofelia. Hamlet es dulce pero pasajero, es el perfume de un minuto… Seguramente, Peter Massey se regocijaba con estas palabras. Al demonio.

Ofelia debe decir entonces: -¿Nada más que eso?

La actriz -mi ninfa, mi Ofelia- movió los labios sin emitir sonido. Laertes se lanzó a un extenso soliloquio y yo, por segunda vez, huí del teatro atropelladamente, preguntándome ¿por qué nadie ha escrito que en esta versión Ofelia es muda? ¿Lo es la actriz? ¿O se trata de un capricho omnipotente, vanguardista o acaso perverso, del actor y director Massey? Seguramente el público comentaría el hecho insólito: la heroína de la tragedia no decía nada, sólo movía los labios.