– ¿Mi hermana nunca te dijo que estaba enferma?
– Nunca… ¿Lo estaba?
No respondí a esta pregunta pero creo que mi silencio fue más que elocuente.
Gutiérrez Müller volvió a insistir en que quería acompañarme al registro ya que había aún varias incógnitas por despejar, como la cuantía del seguro, por ejemplo.
– No soy experto en esto, claro, pero para que te hagas una idea, por una póliza de sólo 200 euros se consigue alrededor de un millón, o incluso más. Una buena pasta por una inversión minúscula, ¿no crees?
Luego insistió en que, a todos los efectos, era conveniente salir de dudas, que desde luego no había que esperar a que la compañía de seguros se pusiera en contacto conmigo, que menudas eran algunas de ellas, etcétera, pero yo ya no lo escuchaba. En ese momento mi única preocupación era por dónde iba a continuar mis pesquisas, cómo averiguar y cuanto antes qué había pasado realmente esa fatídica tarde a bordo del Sparkling Cyanide. Ahora más que nunca se lo debía a Oli, y tenía todo el fin de semana por delante. Ya habría tiempo el lunes de ocuparse del dinero, de ver qué me había dejado, ella que no tenía nada, ni un céntimo a su nombre, y que sabía iba a morir muy pronto. Dios mío, Oli.
Un reloj parado. Un mandato desde la tumba para descubrir un crimen. Némesis, la diosa de la justicia retributiva… Todas estas ideas revoloteaban inconexas dentro de mi cabeza junto con esta otra: la imagen del doctor Sheppard, o mejor dicho, del doctor Fuguet, mi penúltimo sospechoso. Eran casi las cinco, ¿me daba tiempo de acercarme hasta su casa hoy mismo? Por qué no, son muy largas las tardes de julio.
Rosas sin espinas
– Carámbanos, pero si es Pedro Fuguet, el mundo realmente es un pañuelo. ¿De veras vives aquí? Mira tú qué sitio tan estupendo, a un tiro de piedra de Madrid, y parece que estamos en el campo. ¿Y ese rosal? Hay que ver lo bien que está a pesar de este calor sahariano… ¿Que qué hago por aquí? Y, ya ves, dando una vuelta… Qué amable invitarme a pasar un momento a tu casa, no quiero molestar, claro. A lo mejor estabas trabajando o metido en internet… Sí, si yo también soy superadicta, estoy todo el día conectada. ¿Cuál es tu nick? Tal vez hayamos coincidido en algún foro sin saberlo…
Algo por el estilo era lo que pensaba decirle al doctor Fuguet asomándome con cara de tonta por encima de la tapia de su jardín. Una estrategia de acercamiento poco imaginativa, lo reconozco, incluso un pelín temerario el detalle de preguntarle por su nick; pero lo cierto es que nada de esto llegó a tener lugar. El hombre propone y Dios dispone, se dice siempre y, en este caso lo que dispuso fue que, apenas entrar en la calle en la que él tenía su casa, sufriese yo el más furioso e inopinado ataque por parte de un yorkshire terrier enano que hincó sus dientes finos como estiletes en mi pantorrilla. El sol caía a plomo derritiendo el asfalto. No había un alma en la calle y la única persona que acudió a mis nada discretos gritos de dolor fue Pedro Fuguet.
– Vamos, Heathcliff, vuelve a tu casa, niño malo, venga, fuera de aquí -exclamó, y luego, después de explicarme que Heathcliff era el terror del barrio y que sus dueños no ganaban para denuncias porque la criatura tenía la mala costumbre de cavar una salida por debajo de un seto y atacar a los viandantes, me invitó a su casa a reponerme del susto.
– Pasa y tómate algo. Supongo que querrás esperar a que vengan mis vecinos para hablar con ellos, aunque lo mejor de todo es que te dé su teléfono. Trabajan hasta tarde y no creo que vuelvan antes de las ocho o las nueve. A ver, déjame que le eche un vistazo a esa pantorrilla. Bueno, bueno, creo que de ésta no te vas a morir.
Di por bien empleado el dolor de la dentellada. Mi pobre gemelo izquierdo mostraba dos hendiduras minúsculas y profundas como la picadura de una víbora, pero a cambio me ahorré tener que dar tontas explicaciones sobre qué hacía en un barrio tan apartado, puesto que nuestra conversación inicial giró exclusivamente alrededor de Heathcliff y sus muchas víctimas. Además, era agradable dejarse atender por alguien de manos tan solícitas. «Mira, ven, siéntate aquí, junto a la ventana, estarás más cómoda. Es una herida superficial y Heathcliff tiene todas sus vacunas, no te preocupes, ya he tenido que socorrer a otro par de damnificados, por eso lo sé. De todas maneras, te voy a hacer una cura. No, no, no es ninguna molestia, en seguida traigo el botiquín. Espera aquí, tengo que subir al tercer piso, que es donde está mi cuarto de baño. Esta casa es pequeña pero muy alta, igual que la torrecita de un cuento de Grimm.»
«Sí, como la de Rapunzel», pensé en responderle alardeando de entendida en literatura popular, pero preferí no levantar innecesarias suspicacias mencionando ese nombre.
Pedro Fuguet se dirigió entonces hacia el hueco de la escalera y calculé que tardaría unos cuantos minutos en volver, lo que me daba oportunidad de echar un buen vistazo a mi alrededor. Creo que, inconscientemente, lo que buscaba eran vestigios del paso de Olivia por aquella casa, su influjo en la vida de Fuguet. Pensaba, que igual que ocurría en casa de Flavio, la personalidad de mi hermana reinaría oculta, tal vez en la elección de los muebles o en el color de las cortinas. Oli era de esas personas que dejan su impronta en la vida de otros. Con un poco de suerte, tal vez podría incluso encontrar alguna foto de ellos dos en los tiempos en los que se veían. Pero nada. Por más que intenté descubrir la sombra de mi hermana en alguna parte, ni los muebles, ni las cortinas, ni uno solo de los enseres la recordaba. La casa de Fuguet era como él mismo. Discreta y solitaria, con cortinas azul grisáceo que entonaban bien con los muebles, sencillos y recios, mientras que las paredes pintadas en ocre invitaban a una cierta melancolía. Me acerqué entonces a una mesa camilla que había al fondo del salón en la que se agolpaba media docena de fotos en marcos de madera. Miré hacia arriba para ver si bajaba Fuguet, pero ningún ruido delataba su regreso, de modo que me permití estudiar las fotos una a una. Eran todas antiguas y de personas mayores. Seguramente se trataba de sus padres, también y posiblemente de sus abuelos u otros allegados vestidos de ese modo tosco pero aseado que hace pensar en una familia de pequeños agricultores. Sin duda el mundo de Pedro Fuguet y el de mi hermana Olivia debían de haber tenido pocos por no decir ningún punto en común.
– La buscas a ella, ¿verdad? No está. No está en ninguna parte.
Me volví, y allí, junto a la escalera, se encontraba Fuguet con el botiquín en la mano. Una vez más me pareció muy alto y desvalido, igual que su torrecita de Rapunzel.
– ¿Cómo dices? -pregunté.
– Lógico, tú eres su hermana y es normal que la busques en lugares en los que sabes que ha estado. Yo lo hago, o mejor dicho, lo hacía. Es difícil acostumbrarse a pensar que ya no volverá. Figúrate que hace un rato, cuando te vi en la calle, me pareció que la estaba viendo a ella.
– Olivia y yo no podíamos parecemos menos -dije asombrada.
– Cierto, pero igual que tú la buscas en esta casa porque sabes que ha estado aquí, yo la busco en ti aunque seáis tan distintas. A lo mejor eso es lo que te ha traído hasta mi puerta, sin darte cuenta, Ágata. Yo no creo en las casualidades.
Preferí, por prudencia, no preguntarle a qué casualidades se refería, y aprovechar su mención a Oli para hablar un poco de ella y de lo que habíamos vivido juntos en el Sparkling Cyanide.