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– ¿Puedo dejar esto aquí, Ágata? No me gustaría descolocar tus cosas.

Vlad me miraba ahora como un escolar aplicado. Llevaba bajo el brazo un par de libros, y de su hombro derecho colgaba la funda de lo que parecía un antiguo y voluminoso ordenador portátil. Yo ya había trasladado mi querido Hewlett Packard de su habitación a la mía, pero me faltaba aún despejar el resto de los objetos del escritorio.

– Verás lo que voy a hacer -dije-. Cogeré dos o tres cosas y el resto se puede quedar aquí mismo, en esta esquina. Así tú puedes instalar tu ordenador.

Acto seguido, aparté varias carpetas con facturas, cartas de bancos, cosas así. Lo único que había de mayor volumen sobre mi mesa de trabajo era aquella caja que me había dado Flavio Viccenzo con las pertenencias de Oli y, antes de retirarla, volví a guardar dentro la carta del registro para que no se traspapelara. «En cuanto se vaya Vlad, mañana lunes, iré a ver qué me ha dejado Oli», pensé, y al hacerlo no pude evitar sentir un ahogo de profunda pena por mi hermana muerta. Pero fue sólo un segundo. En seguida volví a la deliciosa colonización de la que hablaba antes, a ver cómo Vlad iba colocando sus pertenencias sobre mi vieja mesa de trabajo.

– Ven, deja el maletín del ordenador en aquel estante. ¿Y estos libros, de qué son, Vlad?

– Espero que sean mi futuro -dijo él, y acto seguido rompió a reír, supongo que para que su declaración no pareciera exagerada-. Son recetarios de cocina; se acabó el mar, bienvenidos sean los fogones.

Entonces me explicó algo de su vida inmediatamente anterior a su empleo en el Sparkling Cyanide y que había trabajado en Sorrento en una cantina regentada por su madre, «que, por si no lo sabías, es una de los muchos parientes pobres de mi querido Primo Flavio, por lo que me será facilísimo el downshifiing», dijo, así, en inglés y yo tuve que esperar que continuara con su relato para deducir el significado de aquel «palabro» por su sentido dentro de la frase, pero por fin creo que lo entendí. Douwshifting debe ser algo así como descender en la escala laboral y decantarse por un trabajo menos glamouroso que el que a uno le corresponde por sus aptitudes, pero que tiene, en cambio, más compensaciones emocionales.

– Antes incluso de que tuviera lugar el accidente de tu hermana y la ruina de mí querido primo ya tenía pensado mandarlo todo a paseo, de modo que no importa. Sólo habrá que seguir bajando aún más, a las entrañas del monstruo, eso es todo.

– ¿De qué monstruo?

– Del círculo de los ricos, de esa sociedad figurona y estúpida de la que todos dicen querer escapar pero que, al final, los tiene cogidos por los huevos. Sin embargo, yo ya he entendido cómo son las cosas en ese particular y selecto círculo del infierno: Lasciate ogni speranza voi ch 'éntrate: Abandonad toda esperanza vosotros que entráis aquí. No, no hay escapatoria. No se puede salir del infierno. Sólo ascender o descender, y la gente piensa que subir es lo acertado, por eso el mundo está lleno de gilipollas matándose por asomar la jeta y figurar. Pero no, la única manera de huir es bajar y cuanto más profundo, mejor.

Me desconcertó absolutamente este pequeño discurso de Vlad. No me esperaba un razonamiento así de sus labios. Tal vez estaba condicionada por los comentarios de Olivia sobre el muchacho. De ellos había sacado la impresión de que mi hermana no tenía buen concepto de las dotes intelectuales de Vlad y menos aún de las culturales.

– ¿Y hasta dónde piensas descender en los infiernos, Vlad?

– Hasta las calderas, hasta los fogones -rió una vez más-. Las dos entrevistas de mañana son para ayudante de cocina, para pinche ilustrado, pero qué más da a estas alturas. Lo único importante es que, ahora, gracias a mi paso por aquel infierno glamouroso, tengo unas inmejorables referencias «domésticas». Soy un siervo, sí, pero de lujo. Es lo que tiene haber trabajado en un megayate, impresiona a todo el mundo.

A mí me habría gustado preguntarle qué tenía que ver el ser capitán de barco con convertirse en ayudante de cocina, y si eso, más que downshifting no era un desbarrancadero, pero no me atreví. Además, lo próximo que dijo de alguna manera daba respuesta a mi pregunta:

– Da igual lo que hayas sido en el pasado -dijo-. Lo importante es lo que estés dispuesto a hacer en el futuro. Algo así le gustaba sentenciar a tu querida hermana que, como sabes, era muy práctica además de muy hija de puta.

Era lógico que se nos apareciera. El espectro de Olivia, me refiero, o el de su recuerdo, al menos. Por eso vi materializarse a continuación una oscura sombra. En concreto, la del triángulo amoroso formado por ella, Flavio y el muchacho. También la del recuerdo de cómo Olivia se las había arreglado para acabar humillando a Vlad, lo que explicaría su odio y quién sabe si también la muerte de mi hermana. «Pero no -me dije de pronto-. Esta vez no iba a dejar que Oli se saliera con la suya.» No iba a permitir que me estropeara, como tantas veces mientras estuvo viva, un pequeño paréntesis de felicidad junto a un hombre, como el que estaba disfrutando ahora mismo. Ya habría tiempo más adelante, mañana por ejemplo, de regresar a mi particular círculo del infierno, el de las dudas, el de las conjeturas. De ahí que lo que hice fue cambiar bruscamente de tema. Y para ello aproveché que estábamos hablando de calderas y fogones y que era casi la hora de la cena para fingir que miraba el reloj y me sorprendía muchísimo de lo tarde que era.

– ¡Pero bueno, aquí estoy dándote palique cuando seguro que tendrás ganas de comer algo! -dije, y estoy convencida de que él me agradeció el cambio de tercio-. ¿Qué tal si cenamos mientras sigues contándome tus planes de futuro? Lo malo es que vamos a tener que bajar a la calle a pillar bocado. En la despensa de alguien que está a régimen por los siglos de los siglos como yo no hay más que conservas, verduritas, pastas dietéticas y cosas así. ¿Te hace un chino, o prefieres la tasca fusión de la esquina? Yo invito.

Durmiendo con un asesino

¿Cómo acabamos Vlad Romescu y yo en la cama esa misma noche? ¿De qué modo pasamos de los duelos y quebrantos de una despensa vacía a un divino (y de lo más inesperado) revolcón? Por increíble que parezca, la culpa de todo la tuvo el general Bonaparte.

Nos habíamos quedado en el momento en que yo, para cambiar de tercio, le pregunté a Vlad si tenía hambre, y luego añadí que tendríamos que bajar a la calle a tomar algo porque en casa no había más que conservas y alimentos dietéticos. No lo he comentado hasta ahora pero me apresuro a decir que, a diferencia de los días anteriores, aquella noche de julio madrileño era misericordiosamente fresca, supongo que gracias a las extravagancias del cambio climático. Tampoco he mencionado que mi casa es pequeña y no muy agraciada pero tiene en cambio un balcón que no está nada mal, lleno de las plantas que tanto me gustan. Digo todo esto porque, a mi propuesta de bajar a la calle, Vlad interpuso otro plan. Él lo llamó «Operación fondo de despensa».

Le pregunté qué demonios era eso y entonces me dijo que ya lo iba a ver, que no fuera impaciente, que el mejor cocinero es el que consigue improvisar, y que la susodicha operación era algo parecido a la anécdota de Napoleón con el «pollo a la Marengo». Como yo cada vez estaba más in albis, me preguntó si no conocía la historia del famoso cocinero Dunand en tierras de Italia. Dije que no, claro, y Vlad me contó cómo, durante una de las muchas batallas napoleónicas ocurrió que los austríacos llegaron a cortar los suministros franceses y dejaron a las tropas gabachas completamente desprovistas. «Napoleón -explicó entonces- era de los que no perdonan una buena comida, de modo que mandó recado a su cocinero a través de uno de sus ayudantes: "Apáñeselas Dunand, usted es el chef y yo a las siete, ceno." El pobre Dunand, que le tenía bastante miedo a Napoleón, mandó entonces a varios soldados para que buscaran por los alrededores cualquier tipo de alimento y, al final reunieron estos ingredientes: dos pollos, unos cuantos cangrejos, tomates, cebollas, aceite, huevos y un par de ajos. Dunand, por su parte, tenía guardada media botella de coñac, y con todo esto hizo el milagro, por lo que, desde ese momento, el pollo a la Marengo, que así se llama en honor a la batalla de aquel día, pasó a ser uno de los platos más conocidos de la cocina francesa. Supongo que Dunand no llamaría a lo suyo "operación fondo de despensa" -continuó diciendo Vlad-, pero viene a ser lo mismo que me dispongo a hacer hoy en tu cocina. A ver qué hay por aquí, Ágata, y seguro que también nosotros podremos obrar algún milagrito.»