Estaba llegando al final de mi lista. Ya sólo me quedaba el último de los pasajeros del Sparkling Cyanide, el doctor Pedro Fuguet. ¿Cuál era el detalle más interesante de su testimonio? Sin duda el relacionado con la hora y el momento de la muerte. Según sus palabras, él se encontraba sentado en el salón interior del Sparkling Cyanide cuando sucedió todo. Por lo visto, desde allí oyó la conversación de Olivia con su médico y el momento en que ella dijo: «No hay tiempo.» La hora de la conversación telefónica había quedado grabada, por tanto he ahí un dato inapelable: exactamente las cuatro treinta y cinco.
Entonces fue cuando empecé a pensar que necesitaba a alguien con quien compartir y discutir sospechas. Es un clásico de las novelas de detectives, ¿no? Ellos suelen tener siempre a otra persona con quien comentar e intercambiar información. Poirot tiene al capitán Hastings, por ejemplo; mi alter ego, la señorita Marple, utiliza a su apuesto sobrino Raymond West. Incluso algunos personajes como Sherlock Holmes cuentan con dos ayudantes: el doctor Watson y el hermano mayor de Sherlock, Mr. Mycroft, para los casos que parecen irresolubles. Sin embargo, y una vez más, me temo, tampoco en esto se parece la vida a las novelas de misterio: yo no tenía a nadie a quien confiarle mis dudas.
Por un momento se me ocurrió una posibilidad. ¿Qué tal si le pedía ayuda al abogado de Olivia, al multicultural y bien parecido Nelson Gutiérrez Müller? Lo pensé pero en seguida deseché la idea. Como ya he dicho, me da la impresión de que pertenece a la estirpe de abogados que tienen un cuentaeuros o taxímetro adosado a sus chaquetas de Prada y yo carezco de medios para consultar tan gravoso oráculo. O al menos carecía de ellos hasta que llegó a mi poder aquel volante del ministerio de Justicia y su registro de seguros. Es verdad, ahora, gracias a Oli, era potencialmente más rica que antes, me repetí. Sin embargo, bien mirado, ese volante (que hoy mismo tenía pensado ir a comprobar) presagiaba posibles caudales. Pero escondía además otro mensaje de mi hermana y era el siguiente: si ella, tal como me había señalado el propio Gutiérrez Müller, decidió llevar a cabo toda la gestión con la compañía aseguradora a espaldas de él, alguna razón tenía que haber para ello, lo que sin duda me inhabilitaba para utilizar sus servicios.
¿Qué rumbo tomar entonces? Bueno, concluí cansada de tanta cábala, si todo continúa como hasta ahora, lo más probable es que Olivia se ocupe de poner algún Mycroft en mi camino.
La vida no sigue igual
Todo lo que voy a contar sucedió como un rosario de acontecimientos aislados pero a la vez con una evidente ilación, igual que si fueran cuentas de un collar de abalorios. Lo primero que ocurrió fue que, al entrar a mi dormitorio para vestirme e ir al Registro, me detuve delante de la apagada pantalla de mi ordenador. Pertenezco a esa nueva estirpe de criaturas que comparte dos tics irrefrenables, uno es consultar a cada rato el teléfono móvil por si hay mensajes (en el mío no demasiados); el otro, mantener encendido el ordenador a todas horas a la espera del sonido que acompaña el pop-up de «tienes un e-mail». Delicioso cascabeleo de fondo porque en mi caso (o mejor dicho, en el de madame Poubelle) suele ser bastante frecuente. Como ya he señalado, madame llevaba fuera de servicio varias semanas, por lo que muchos de sus corazones solitarios la daban, supongo, por desaparecida en el ciberespacio. Sin embargo, aún así, seguían llegando algunos despistados mails que yo archivaba sin tomarme siquiera la molestia de abrir, a la espera de noticias del único de los corazones solitarios que podía interesarme. Hablo, naturalmente, de mi viejo amigo Rapunzel, que tan olvidada me tenía de un tiempo a esta parte.
Y sin embargo, de pronto ahí estaba. Sí, sí, era él.
«Gracias Rapunzel -le dije mientras me apresuraba a abrir su correo-, gracias Pedro, por permitirme acceder de nuevo a tu torrecita tan alta y aislada y, con un poco de suerte, también a algo nuevo para mis investigaciones.»
Abrí a toda prisa el mail (lo que me hizo ignorar sin querer a otros dos o tres corazones solitarios y desesperados, pobres almas) y leí con avidez:
Querida madame Poubelle:
Lamento no haberme comunicado antes con usted, pero lo cierto es que me ha pasado algo muy extraordinario que me gustaría contarle. Qué bien -me dije al leer esto-. Así tengo acceso a lo que piensa no sólo uno de mis sospechosos, sino también un hombre al que encuentro cada vez más interesante …Se dice siempre que el mayor problema de nosotros, los corazones solitarios, es que nos gusta más el mundo virtual que el real y por eso somos incapaces de vivir… Igual que me pasa a mí, pensé entonces, y una vez más reparé en cuánto nos parecemos Pedro Fuguet y yo. Pero no había que dejarse llevar por sentimientos romanticones y atolondrados… en realidad -continué leyendo- todo es más simple de lo que parece, madame, y yo por fin lo he descubierto. Vivir consiste, sencillamente, en tener la suerte de encontrar en el mundo no-virtual una persona con la que compartir… ¿Te refieres a mí? -pensé recordando aquella rosa sin espinas que él me había regalado en nuestro último encuentro-. ¿Es posible? Una persona en la que nunca pensé hasta este momento, puesto que ya ha fallecido… Claro tonta, no podías ser tú, una vez más es Olivia, siempre Olivia… aunque vive en otra. ¿Cree usted en la transmigración de las almas, madame Poubelle?… Desde luego que no creo. Un giro esotérico no, por favor, qué desilusión… Yo no, por eso me inclino a pensar que se trata de otro fenómeno que no alcanzo a comprender del todo. Verá usted, madame, todo empezó hace unas cuantas semanas cuando acudía la llamada de una antigua amiga que me convocó a pasar unos días en un barco.…
A continuación Rapunzel, o lo que es lo mismo, el doctor Pedro Fuguet, hacía un relato de lo que había sido nuestra llegada a bordo del Sparkling Cyanide; también un esbozo de cada uno de nosotros (-apenas unos datos básicos, edad aproximada, relación con Olivia y poco más-). Luego, contaba lo sucedido la noche en que Olivia expuso las razones que cada uno tenía para desear su muerte. Y más tarde, después de relatar por encima lo ocurrido al día siguiente, daba cuenta de que ella había sufrido una caída mortal. Eso era todo. ¡Nada más! Ni un dato nuevo para mis pesquisas y menos aún (y de esto no pude más que congratularme) una confesión de culpabilidad por su parte.
Todo lo dicho suponía un jarro de agua fría para la señorita Marple y sus pesquisas detectivescas, es cierto, pero en cambio, no puedo decir que lo fuera también para mí, Ágata Uriarte. Y es que si el correo de Pedro Fuguet no revelaba nada nuevo sobre la muerte de Olivia, contenía una agradable sorpresa. Hela aquí en sus propias palabras:
…si usted recuerda los lamentables episodios de mi vida que le he relatado en correos anteriores, sabrá que esa persona fallecida de la que le hablo es la misma a la que tanto amé y por la que hice cosas terribles que -puesto que usted las conoce- prefiero no tener que repetir. Sin embargo, como la vida a veces nos complace con algún regalo inesperado, ahora que esa persona ha muerto me parece haberla encontrado en otra. Sí, sí, ya sé que suena extraño, madame, pero tengo la corazonada de que lo que sentí por ella, de alguna manera lo puedo reencontrar en alguien de su familia y en este caso, de forma menos doloroso para mí.