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Fuguet no daba ningún nombre, pero el resto de la carta hasta despedirse estaba dedicada a consideraciones varias sobre si era posible que dos personas que no se parecen en nada, ni física, ni espiritualmente, aunque pertenecieran a la misma familia, puedan llegar a «fundirse» (ésa era su expresión) cuando una de ellas muere. También hablaba de la posibilidad de que, una vez fallecida esa persona, pudiese, de alguna manera, trasladar lo mejor de ella a otra.

Todo lo que decía era un poco paranormal y los hombres con un cote esotérico no son los que más me fascinan y, sin embargo, lo cierto es que el corazón se me aceleró al descubrir que yo le interesaba mucho más de lo que podía siquiera soñar al silencioso y reservado doctor Fuguet. Y, más aún, enterarme de que lo que le atraía de mí era que yo parecía tener sólo las cualidades positivas de mi hermana. Dicho esto, lo más curioso de todo era algo que notaba de un tiempo a esta parte y que de alguna manera encajaba también con las palabras de Pedro. Me refiero a lo mucho que había aumentado mi… sex appeal, digamos, desde la muerte de Olivia, hasta el punto de que empezaba a parecerse un poco al de ella. Pero claro, un cambio de este tipo no es algo que le preocupe a una, al contrario. Tampoco parecía inquietar en lo más mínimo a madame Poubelle, que ya había cogido carrerilla y estaba contestándole a Rapunzel con su habitual prudencia.

Carámbanos, Rapunzel, el destino es un gran bromista y siempre le han gustado estas pequeñas paradojas como las que relatas en tu carta. Además, esa segunda persona que mencionas suena de lo más interesante, ¿por qué no quedas con ella y a ver qué pasa?

Escribí esto y no me sentí muy orgullosa que digamos. Me parecía mal por mi parte utilizar a madame Poubelle como alcahueta cuando lo que tendría que estar haciendo es usarla para averiguar algo más sobre la muerte de Oli. ¿Pero bueno, a quién podía perjudicar que la señorita Marple se tomara unas pequeñas vacaciones forzosas? Además, a lo mejor así se le aclaraban las ideas, andaba un poco perdida últimamente.

Un encuentro inesperado

Antes he comparado los acontecimientos de aquellos últimos días con las distintas cuentas de un collar de abalorios. Y si la primera cuenta era el doctor Fuguet y su carta, la segunda y la tercera llevaban también el nombre de pasajeros del Sparkling Cyanide. Hablo de Vlad Romescu y de doña Cristina San Cristóbal. Uno y otra irrumpieron de pronto en mi vida, el primero sólo por teléfono (llamaba para decir que no había habido suerte con las entrevistas, que se volvía a Mallorca, que sentía no haber pasado por casa a despedirse de mí, que me mandaba un besito muy fuerte); la segunda, en carne y hueso (más de lo primero que de lo segundo, dada su particular fisonomía).

– ¡Doña Cristina! -exclamé al verla avanzar hacia mí envuelta en una de esas veraniegas túnicas que tanto parecen gustarle (color naranja y amarillo canario en esta ocasión)-. ¡Qué casualidad tan grande verla por aquí!

Y en verdad lo era. Porque si todos los encuentros «casuales» de los que se habla en esta historia habían sido provocados por mí, juro que no tuve nada que ver en que, esa mañana, al doblar la esquina camino del Registro, allí estuviera ella, brazos enjarra.

– A ver si miramos un poco por dónde vamos -dijo con su habitual aire de malas pulgas, y las dos nos quedamos mirándonos, en la acera.

Me habría gustado preguntarle qué hacía por este barrio tan lejano al suyo y a esas horas de la mañana, pero doña Cristina no es de las personas que incitan a que uno indague en sus actos. Más bien al contrario, es ella la que suele hacer las preguntas.

– ¿Cómo van las pesquisas? -inquirió irónica-. ¿Algún descubrimiento interesante? ¿El nudo se aprieta alrededor de los sospechosos?

Le dije que no había nada nuevo, y seguramente ahí habría acabado nuestra casual conversación si ella no me hubiera hecho una pregunta sarcástica.

– ¿Y no se le ha aparecido a usted la finada tal como temía? La vez que me vino a ver para jalarme de la lengua dijo que la razón de su visita era pedirme consejo para esquivar el peligro de que grandísima víbora se materializara como fantasma. La veo a usted de lo más contenta, incluso relinda diría yo, por lo que imagino que no ha habido apariciones molestas.

Se rió como sólo ella sabe hacer, dejándome ver esa dentadura perfecta que yo recordaba de otros encuentros y que debió de costarle un platal.

– No, no se me ha aparecido -reconocí-, al menos de momento.

– No lo descarte, del todo, niña. Aunque quién sabe, los finados tienen formas muy diversas de comunicarse con nosotros, pobres mortales.

(Otra con ideas esotéricas pensé.)

– No creo demasiado en los espíritus -dije a continuación, tratando de poner fin a una charla que empezaba a resultar un poco cansina-. Tampoco creo en los mensajes que se mandan desde el Más Allá.

– Es que a lo mejor el mensaje no viene del más allá sino que ya está en el más acá.

– ¿En el más acá?

– Desde luego no es una conversación para tener en mitad de la calle, pero ¿no me diga que su hermana de usted no le dejó alguna cartita, un sobre con últimas voluntades o algo así? Era más mala que el curare, pero muy ordenadita y organizadora la doña. Seguro que le dejó algo escrito, qué se yo, una encomienda.

– En efecto, lo hizo -respondí, cada vez más molesta por tener que darle explicaciones a madame Serpent sobre cosas que no eran de su incumbencia.

Además, ahora que conocía la generosidad póstuma de Olivia para conmigo, me molestaba su modo de referirse a ella. Por eso le conté lo del volante que obraba en mi poder y mi conversación con Gutiérrez Müller el viernes explicándole de qué se trataba.

– … Da la casualidad de que ahora mismo voy a pasarme por ese registro del Ministerio de Justicia y averiguar qué me ha dejado. Así que ya ve, mi hermana se acordó de mí después de todo. Un seguro a mi favor, algo completamente inesperado y muy generoso por su parte, de modo que preferiría que no continuara hablando mal de ella.

– ¿Y cómo sabe que es al suyo?

– ¿A mí qué? -respondí ya al límite de mi paciencia.

– A su favor, tontita mía.

– ¿A favor de quién va a ser si no? El resguardo lo tengo yo.

– Los mensajes del más allá -o los del más acá, como este caso- son muy interesantes, pero es menester saberlos leer de forma correcta. Que usted tenga ese volante no quiere decir, necesariamente, que sea la beneficiaría, ¿no'scierto?

– Bobadas. ¿Por qué me lo deja a mí entonces?

– Ahí tiene otro misterio curioso a cargo de su querida hermana, pero uno muy fácil de resolver, sólo tiene que ir a ese registro y averiguar. También debe de haber alguna razón por la que decidió dejarle a usted ese papelito y no a otra persona, como a un abogado, por ejemplo. ¿Sabe una cosa? Estoy empezando a pensar que necesitaba usted un coach, ¿no es así como ahora los llaman? O dicho en palabras llanas, alguien con las ideas claras que le diera una manito. Dos cabezas piensan mejor que una y lo que no ven dos ojos lo ven cuatro -rió-. Por cierto -dijo-, es curioso que nos hayamos encontrado aquí, no más, en la calle, ¿no'scierto? Si no creyera firmemente que su hermana de usted está friéndose como un anticucho en las calderas de Pedro Botero, estaría por asegurar que se las ha arreglado para que coincidamos en esta veredita alegre con luz de luna o de sol.