Dicho esto empezó, como si tal cosa, a tararear Fina estampa; luego me plantó dos besos a modo de despedida y la vi partir. Corría una tenue brisa muy impropia del mes de julio y esa túnica amarillenta suya la hacía parecer envuelta en una nube sulfurosa. Ya me disponía a hacer algún comentario sarcástico sobre esta última particularidad cuando sonó mi móvil, sobresaltándome. El nombre que figuraba en la pantalla era el último que yo había incorporado a la lista de mis contactos, apenas unos días atrás. «¡Pedro Fuguet!», exclamé sin poder evitar una gran sonrisa, y es que estaba casi segura de que llamaba para concertar una cita tal como habíamos quedado.
– … Síííí, ¿dígame? ¡Pero qué ilusión!
A quien pueda interesar
Éste es el (pen)último capítulo de la historia de mi hermana Olivia que comencé a escribir en aquel hotelucho de Magaluf poco después de su muerte, y mi deseo es esmerarme para que sea lo más fiel posible a su recuerdo, también a los acontecimientos que lo componen. He pensado mucho en cómo darle forma al final de esta larga confesión que lleva por título «Invitación a un asesinato», y por fin he elegido esta fórmula burocrática de «a quien pueda interesar» por ser la más desapasionada de todas. No quiero que se trasluzcan mis sentimientos, creo que Oli lo hubiera preferido así, ella odiaba los sentimentalismos.
Ocurre a veces que un problema que parece irresoluble cambia de signo al aparecer un mínimo dato, una piececita del puzle que aunque pequeña e incluso obvia es la que confiere sentido a todo lo demás. Dicha pieza obraba en mi poder desde hacía tiempo, sólo que yo la había encajado equivocadamente en otra esquina del rompecabezas, y allí no hacía más que emborronar el paisaje. Me refiero a ese famoso volante para el Ministerio de Justicia que recogí en casa de Flavio junto con otras y muy escasas pertenencias de mi hermana. He repetido a menudo a lo largo de esta extensa confesión que Oli nunca hacía nada a humo de pajas. Por eso, yo tenía que haber comprendido desde el principio que no era casual que el volante se encontrara junto a las fotos de sus hijas muertas. Sin embargo, no caí en ello. Tampoco me precipité a averiguar qué diablos me había dejado Oli, primero porque hubo un fin de semana por medio, y segundo porque siempre pensé que, si dicho volante obraba en mi poder, significaba que yo era la beneficiara. Cósima Kovatchev. He ahí el nombre de la verdadera beneficiaría. Reconozco que tuve que releerlo un par de veces, porque no me lo esperaba en absoluto. Y sin embargo, en cuanto lo hice, todo el resto de las piececitas a las que antes he hecho mención se colocaron en su sitio como por ensalmo. La primera de todas corresponde al hecho de que esta muchacha es hermana de Kardam Kovatchev, el vengativo novio de Sonia San Cristóbal. Pero, mucho más importante para nuestra historia, Cósima es, además, aquella niña de trece años a la que arrebataron a su hija recién nacida. Por lo que yo había podido averiguar, ella nunca logró recuperarse de tan desdichado parto y desde entonces entraba y salía de distintas instituciones mentales a cual más sórdida Una vez encajada esta pieza fundamental, el resto de lo que yo había ido averiguando en conversaciones con cada uno de los pasajeros del Sparkling Cyanide cobró de pronto un nuevo y revelador sentido. ¡Claro!, me dije, ahora lo comprendo todo, es muy sencillo. Tal como declaró a la Guarda Civil el médico de mi hermana, el doctor Pedralbes, Oli sabía desde tiempo atrás que estaba mortalmente enferma. Posiblemente fue entonces cuando lo urdió todo. Tengo que comprobar los datos con Gutiérrez Müller o con alguien que entienda de seguros, pero por lo que dice la propaganda que a veces leo en los periódicos, contratar una póliza de vida no requiere un examen médico demasiado exhaustivo si uno es aún joven. Lo único que se requiere es no morir por una enfermedad que se estime contraída antes de la firma de dicho seguro. Supongo además, y usando el más elemental sentido común, que las compañías aseguradoras no pagarán lo mismo en caso de que la muerte se deba a un suicidio, por lo que ella necesitaba que pareciera un accidente… o un asesinato.
«¡Dios mío!», exclamé, porque ahora cobraban sentido para mí las ocurrencias de Oli a bordo del Sparkling Cyanide, todas sus bromas extravagantes. La primera, reunimos tras la cena para explicar las razones por las que cada uno deseábamos su muerte. Aquel particular aquelarre tenía sin duda como finalidad poner en evidencia nuestros ocultos motivos y crear un clima de incertidumbre. El truco funcionó. De hecho, mientras yo peleaba en mi camarote con mi muy poco glamourosa colitis, todos ellos fueron desfilando ante Olivia para suplicar su silencio. Y aquí es donde adquiere de pronto sentido la hasta ahora absurda teoría de Miranda de Winter. Ésa de que, igual que Rebeca, la protagonista de la novela de Daphne du Maurier, Olivia, al saberse desahuciada, intentó poner fin a su vida con un sufrimiento menor que la agonía que conlleva un cáncer. Siempre según Miranda, mi hermana habría tratado de incitarla, de provocarla a ella, y es de suponer que también a todos los demás, llevarlos hasta el límite de su paciencia. He aquí, por cierto, donde encaja otra de las piececitas del puzle. Me refiero a esa conversación que yo recordaba haber oído desde mi camarote, aquel «Hazlo, Vlad», seguida de una extraña risa por parte de Vlad Romescu. Desde luego sonaba como una petición extemporánea y completamente absurda por parte de Olivia. Pero ¿y si uno de nosotros no se había reído tal como hizo él? ¿Y si Olivia había conseguido su propósito? ¿Qué argumentos esgrimiría para lograrlo? ¿Qué le había dicho a cada uno de ellos? Mi hermana podía ser tan elocuente como cruel cuando se lo proponía.
Un nombre se me vino entonces a la cabeza, el de Kardam Kovatchev, seguido de un latinajo, uno muy elemental cuando se trata de descubrir la autoría de un asesinato: qui prodes?, ¿a quién beneficia? A pesar de lo que puede leerse en la mayoría de las novelas de detectives, la resolución de un enigma, uno de la vida real me refiero, suele estar siempre en la explicación más sencilla. ¿Qué pasaría, me pregunté a continuación, si Olivia de alguna manera hubiera hecho saber a Kardam que su muerte beneficiaba directamente a su hermana?
La-explicación-más-sencilla… repetí, porque llegado a este punto estaba segura de tener mi candidato perfecto a asesino. KK, me dije con una pequeña sensación de triunfo, él era quien más te odiaba, ¿verdad Oli? Pero ¿qué dijiste para convencerle? ¿Cómo utilizaste tu muy afilada lengua? ¿Le explicaste lo de tu enfermedad, también lo de la póliza de seguros y que ésta sólo podría cobrarse si la muerte se debía a un accidente?
Me quedé callada a la espera de la respuesta de mi hermana. Y es que, mirando hacia atrás, es fácil darse cuenta de que, desde el principio, ella se las había arreglado para dirigir todo este extraño juego desde su tumba. ¿Y qué otras pistas has dejado por ahí para que yo pueda seguir adelante, Oli? ¿De veras lo planeaste todo para beneficiar a la persona a la que más daño habías causado y después se lo hiciste saber a su hermano para que te ayudara a morir? ¿Fue así como sucedió todo?
Había en esta hipótesis muchos elementos que encajaban con la extravagante personalidad de mi hermana y también con la forma de ser de Kardam. Pero ¿cómo comprobar si era cierta o no?
En este estado de ánimo me encontraba cuando salí del Registro. No sabía bien qué hacer ni a quién dirigirme. Era evidente que tendría que entrevistarme con Kardam y ver qué podía averiguar para redondear mi tesis. Tal vez necesitara confrontarlo con las nuevas evidencias que acababa de descubrir. Sin embargo, me dije, lo mejor era ir en compañía de alguien que pudiera ayudarme en situación tan delicada, hacerlo con Gutiérrez Müller, por ejemplo. «Sí, es mucho más prudente -resolví-. Además -añadí con una sonrisa entre triste y orgullosa-, apuesto que cuando le cuente todo lo que acabo de descubrir, Müller no podrá por menos que admirar el temple de Oli y el modo en que lo dispuso todo.» Qué extraña era realmente esta hermana mía.