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Antes de que amanezca

Escribo estas líneas finales de mi relato en mi viejo Hewlett Packard. Son las cinco de la mañana y está oscuro. Apenas una mínima línea gris anuncia que alumbra por el este una nueva y posiblemente muy calurosa mañana de julio. Cuento las páginas que llevo escritas. 353 en total desde que comencé a hacerlo en aquel hotelucho de Magaluf, y trece desde el capítulo anterior que encabecé con un «A quien pueda interesar» como una carta burocrática, como una confesión de parte, también. Calculo que necesitaré aún otras seis o siete para narrar cómo acabó todo. No debo extenderme más. No dispongo de tiempo, él podría despertar y entonces…

Por eso no voy a detenerme en contar cómo llegó Pedro Fuguet a mi casa y lo que yo pensaba en el momento de abrir la puerta. Baste decir que me debatía entre dos posibilidades. Olvidarlo todo y tener una cita romántica con alguien que había llevado a cabo lo que yo consideraba un gran acto de amor, o hacerle caso a la prudencia. Y ésta me recordaba que por mucho que me gustara Pedro, cara a la Justicia, las razones por las que había actuado no servían en absoluto para absolver a alguien de asesinato. Me agradase o no, él había matado a mi hermana. «¿Qué te parece que haga, Oli?», le pregunté entonces porque, a pesar de los pesares, me he acostumbrado a hablar con ella como si estuviera aquí, igual que cuando éramos niñas.

Por supuesto no me contestó, ella nunca lo hace, de ahí que, a la espera de alguna nueva indicación suya, continué ante mi viejo Hewlett Packard escribiendo lo sucedido desde que Pedro Fuguet entró en mi casa.

Y lo que pasó fue que la velada resultó maravillosa. Los espaguetis a la Ágata me quedaron deliciosos, porque últimamente hasta mis dotes culinarias han mejorado y una cosa fue llevando a otra y una copa a otra (todas ellas de aquel brebaje llamado Sparkling Cyanide). Pero ya se sabe el efecto que dicho mejunje tiene sobre las conciencias y más aún sobre las voluntades. Por tanto, creo que bien puedo poner como excusa el alcohol para explicar cómo por segunda vez en el lapso de tres días acabé en la cama en una primera cita. Y fue una experiencia aún más tierna y completa que la vivida con Vlad, pero aún así y lamentablemente, no puedo permitirme recrear sus extraordinarios pormenores. Lo más urgente ahora es decidir qué diablos voy a hacer con el texto que tengo delante de mi pantalla. Si estoy ante ella a horas tan peregrinas es porque poner una duda negro sobre blanco ayuda mucho a aclarar las ideas. Escribir es ordenar el caos, dicen los clásicos, y qué razón tienen. Por eso ahora sé que existen dos soluciones posibles para mí. O hago lo que es deber de todo buen ciudadano y denuncio un asesinato, o si no, selecciono las 354 páginas que llevo escritas con tanto esfuerzo y luego le doy a la tecla supr. ¿Por qué no? Tiene algo de divino esa potestad de borrar la parte de la vida que a uno menos le gusta con sólo un movimiento de los dedos sobre el teclado. Además, nadie tiene por qué saberlo. Ni siquiera ese hombre que ahora duerme confiado en mi cama como un niño grande.

«¿Qué haces, Ágata?» Es la voz de Pedro que me interrumpe. Puedo verlo a la luz del ordenador. Está apoyado en uno de sus codos, su largo cuerpo medio erguido entre las sábanas.

– Nada, no podía dormir y me he puesto a contestar correos.

– ¿A estas horas?

– Tontas costumbres de personas solitarias como yo -le digo riendo-. Para nosotros no hay horas buenas ni malas.

– Ven, vuelve a la cama, amor.

Lo hago despacio. Regreso a su cuerpo suave y desnudo entre mis mejores sábanas, esas que heredé de mamá. Las mismas que ella guardaba en el armario de la ropa blanca sin usar y entre las que solía ocultarse mi hermana Olivia, cuando jugábamos al escondite hace tantos años. Pero no. No quiero pensar ahora en Oli. Tampoco en lo que voy a hacer dentro de unas horas, cuanto amanezca. La noche tiene al menos esa ventaja, es una tregua, un santuario. Ya lo he decidido. Por la mañana iré a la policía. Es lo que haría cualquier ciudadano responsable, entregar al asesino de su propia hermana. Si al menos Pedro me confesara lo sucedido, si se sincerase conmigo… Pero sé que nunca lo hará, no es posible porque, ¿cómo puede contar que sus manos están manchadas de mi misma sangre? Y -como él escribió en su correo- esa sombra, esa gran mentira estará siempre entre nosotros. Porque las mentiras tienen ese terrible poder, crean agujeros negros en las relaciones, zonas oscuras que se hacen cada vez más grandes e insalvables a medida que trascurre el tiempo. Así, tarde o temprano, el fantasma de Olivia se acabará imponiendo entre Pedro y yo: Olivia, siempre Olivia. ¿Por qué me hiciste averiguarlo todo, Oli? Tengo la terrible sospecha de que lo que tú en realidad deseabas era que yo hiciese exactamente lo que estaba haciendo hace unos minutos. Escribir tu historia para que todos vieran lo lista que eras, lo bien que encajan las piececitas del puzle que ideaste, cada una de las cuentas de ese collar de abalorios que fuiste engarzando poco a poco desde antes de tu muerte. Sí, creo que por fin lo voy comprendiendo. Siempre fuiste terriblemente exhibicionista. Por eso querías que yo, tu hermana menor, la tonta, el ratón de biblioteca, la profe de literatura, escribiera tu historia y luego la diera a conocer. Sabías que lo haría, me conoces bien, estabas por tanto segura de que no podría vivir con esa gran mentira. ¿Y tú, que todo lo preveías, no pensaste ni por un momento que Pedro y yo tal vez pudiéramos acabar juntos? No, claro que no. Porque en nuestras vidas tú eras la brillante que se casó cinco veces y yo la rara, la solterona. Sin embargo, ahora que lo pienso, se me ocurre una posibilidad aún peor: tal vez lo previste, pero no te importó en absoluto. Sigues siendo la misma Oli, la misma grandísima egoísta de siempre, hermanita.

– ¿Qué escribías antes, amor? -me pregunta él.

– Nada -le digo-, tonterías de alguien que se ha acostumbrado a verter sobre un papel o una pantalla todo lo que le pasa por la cabeza, como hacen las almas solitarias.

– ¿Escribías, a lo mejor, al Club de los Corazones Solitarios? -me pregunta, y yo me sobresalto al oír el nombre de mi blog, pero se trata de una coincidencia, claro. Tampoco es tan original como apelativo.

Me río para despistar y luego dudo si abrazarme a él.

¿Pero por qué no hacerlo por última vez? Son nuestros postreros minutos juntos, pronto llegará el día.

– Sí -le digo entonces, buscando refugio en el cuenco de su cuerpo.

Él está tumbado frente a mí y yo me vuelvo para acomodar mi espalda contra su pecho y acurrucarme ahí, «Como cucharitas guardadas juntas en un cajón», dice él, y me dejo acunar de este modo; me hace sentir protegida.

– No has contestado a mi pregunta, Ágata.

– ¿A cuál, vida mía?

– A la del Club de los Corazones Solitarios.

Sus brazos rodean ahora mi cuerpo y yo me aferró a ellos como una niña que al buscar el abrazo de su padre busca también absolución previa antes de que se descubra su última travesura.

– Supongo que te refieres a esa fantástica canción de los Beatles, Sargent Pepper's Lonely Hearts Club Band, así se llamaba aquel álbum, era uno de mis favoritos.

– No me refiero ahora a los Beatles precisamente, sino a tu blog, mi querida madame Poubelle.

Nuestros cuerpos parecen uno solo, de geografía variable. Lleno de curvas y valles el mío, largo y rocoso el suyo. Prefiero no moverme ni un centímetro de donde estoy por si esto es un espejismo y se desvanece.

– ¿Cómo has dicho? ¿Tú sabías entonces que era yo? ¿Por eso me escribiste ayer ese correo antes de venir?

– No se me ocurrió otra forma de contártelo todo, Ágata. Tenía que hacerlo. No como te decía en mi correo para descargar mi conciencia, precisamente, sino para que lo supieras. Tenía que evitar que la sombra de tu hermana viviera siempre entre nosotros.