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De modo que estamos llegando al final. La parte derecha del libro, todavía no gustada, que durante nuestra deliciosa lectura palpábamos levemente comprobando mecánicamente si todavía quedaban muchas páginas (y su grosor plácido y fiel contentaba siempre a nuestros dedos) de pronto, sin razón alguna, se ha vuelto bien magra: unos pocos minutos de rápida lectura, ya cuesta abajo, y ¡horror! El montón de cerezas, cuyo conjunto nos había parecido de un negro tan lustroso y rojizo, se ha transformado de pronto en discretas drupas: aquella de allí está un poco pasada, y esta de aquí está marchita y seca alrededor de su cuesco (y la última es inevitablemente acida y verde). ¡Horror! Cincinnatus se quitó su chaquetón de seda, vistió su bata y, golpeando un poco los pies para detener el temblor, comenzó a recorrer la celda. Sobre la mesa brillaba una limpia hoja de papel, y, claramente perfilado contra su blancura, yacía un lápiz de punta bien afilada, tan largo como la vida de cualquier hombre excepto Cincinnatus, y con brillo de ébano en cada una de sus seis facetas. Un ilustrado descendiente del dedo índice. Cincinnatus escribrió: «A pesar de todo estoy relativamente. En resumidas cuentas yo tenía presentimientos, tenía presentimientos de este final». Rodion estaba parado del otro lado de la puerta y espiaba a través de la mirilla con la decidida atención del capitán de un barco. Cincinnatus sintió un frío en la nuca. Tachó lo que había escrito y comenzó a sombrearlo suavemente; una decoración embrionaria fue apareciendo gradualmente y tomó forma de cuerno de carnero. ¡Horror! Rodion espiaba por la mirilla azul en el horizonte ora subiendo, ora bajando. ¿Quién se estaba mareando? Cincinnatus. Comenzó a sudar, todo se oscureció y sintió que se le erizaban los cabellos. Un reloj dio las horas —cuatro o cinco— con las vibraciones y revibraciones y reverberaciones propias de una prisión. Ruido de pies, una araña —amiga oficial del preso— bajó por un hilo desde el techo. Sin embargo, nadie golpeó la pared, ya que Cincinnatus era a ese entonces el único prisionero (¡en tan enorme fortaleza!).

Algún tiempo después Rodion el carcelero entró y se ofreció para bailar un vals con él. Cincinnatus aceptó. Comenzaron a girar. Las llaves que colgaban del cinturón de cuero de Rodion tintineaban, él olía a sudor, tabaco y ajo; tarareaba, soplando por entre su roja barba, y crujían sus oxidadas articulaciones (¡ay! ya no era el de antes; ahora estaba gordo y le faltaba el aliento). La danza los llevó hasta el corredor. Cincinnatus era mucho más pequeño que su compañero. Cincinnatus era tan ligero como una hoja. El viento del vals hacía ondear las puntas de su largo pero delgado bigote y sus grandes ojos límpidos miraban de soslayo, como siempre ocurre con los danzarines tímidos. En realidad era muy pequeño para ser ya un hombre. Marthe solía decir que sus zapatos hasta a ella le iban estrechos. En la esquina del corredor estaba apostado otro guardia sin nombre con un rifle y una máscara perruna con boca de gasa. Describieron un círculo cerca de él y se deslizaron de vuelta dentro de la celda. Y entonces Cincinnatus lamentó que el amistoso abrazo del desvanecimiento hubiera sido tan breve.

Con banal tristeza volvió a sonar el reloj. El tiempo avanzaba en progresión aritmética: ahora eran las ocho. La fea ventanica demostró ser accesible al acaso; un llameante paralelogramo apareció sobre la pared lateral. La celda se llenó hasta el techo con los óleos del atardecer, que contenían extraordinarios pigmentos. Así uno podría pensar si allí, a la derecha de la puerta, estaba el cuadro de algún audaz colorista o si se trataba de otra ventana ornada, de ésas que ya no existen. (En realidad era un pergamino que colgaba sobre la pared, con dos columnas de preciáis «reglas de prisioneros»; la esquina doblada, las letras rojas del encabezamiento, las viñetas, el antiguo sello de la ciudad —a saber: un hogar con alas— proveían los materiales necesarios para la iluminación vespertina). La cuota de muebles de la celda, consistía en una mesa, una silla y el catre. La cena (los condenados a muerte tenían derecho a recibir las mismas comidas que los carceleros), hacía largo rato que esperaba y se enfriaba en una bandeja de cinc. Se hizo bastante oscuro. De pronto el lugar se llenó de una dorada y altamente concentrada luz eléctrica.

Cincinnatus bajó los pies del catre. Una bola recorrió su cabeza, de la nuca a la sien, se detuvo y retrocedió. Mientras tanto se abrió la puerta y entró el director de la cárcel.

Como siempre, vestía levita, y se mantenía exquisitamente erguido, una mano sobre el corazón, la otra tras su espalda. Un perfecto tupé negro como la brea que lucía un peinado grasiento, cubría suavemente su cabeza. Su cara, elegida sin amor, con sus mejillas gruesas y cetrinas y su sistema de arrugas un tanto anticuadas, era animada en cierto modo por dos, y solamente por dos, ojos saltones. Moviendo uniformemente las piernas cubiertas por sus pantalones columnarios, caminó desde la pared hasta la mesa, casi hasta el catre —pero, a pesar de su majestuosa solidez, se desvaneció tranquilamente, disolviéndose en el aire. Un minuto después, sin embargo, la puerta s volvió a abrir, esta vez con el chirrido familiar, y, vestid como siempre con su levita, sacando pecho, entró la misma persona.

—Habiendo sabido de fuentes dignas de crédito que su suerte está prácticamente sellada —comenzó a decir con voz baja—, he considerado mi deber, estimado señor...

Cincinnatus dijo:

—Amable. Usted. Mucho. (Esto todavía debía ser mejor dispuesto.).

—Es usted muy amable —dijo un Cincinnatus adicional después de aclararse la voz.

— Merci—exclamó el director sin tener en cuenta la falta de tacto de esa palabra—. ¡ Merci! No piense. El deber. Yo siempre. Pero caramba, puedo atreverme a preguntar, ¿no ha tocado usted su comida?

El director levantó la tapa y alzó hasta su sensitiva nariz el tazón del guiso coagulado. Con dos dedos tomó una papa y comenzó a masticar poderosamente, escogiendo ya con una ceja algo en otro plato.

—No sé qué comida mejor podría usted desear —dijo con disgusto, y, tirándose de los puños, se sentó a la mesa para estar más cómodo mientras comía el budín de arroz.

Cincinnatus dijo:

—Me gustaría saber si habrá para largo.

—¡Excelente sambayon! Me gustaría saber si habrá para largo. Desgraciadamente yo mismo no lo sé. Siempre me informan a último momento; me he quejado muchas veces; puedo mostrarle toda la correspondencia al respecto, si le interesa.

—¿De modo que puede ser mañana por la mañana? —preguntó Cincinnatus.

—Si le interesa... —dijo el director—. Sí, categóricamente delicioso y muy satisfactorio, eso es lo que le diré. Y ahora, pour la digestión, permítame ofrecerle un cigarrillo. No tema, a lo sumo éste sería el penúltimo —añadió ingeniosamente.

—No pregunto por curiosidad —dijo Cincinnatus—. Es verdad que los cobardes son siempre curiosos. Pero le aseguro... Aun cuando no puedo controlar mis escalofríos y cosas por el estilo, eso nada significa. Un jinete no es responsable por los temblores de su caballo. Quiero saberlo por esta razón: la compensación de una pena de muerte es el conocimiento de la hora exacta en que uno ha de morir. U;n gran lujo, pero bien ganado. Sin embargo, me dejan en esa ignorancia que es tolerable sólo para aquellos que viven en libertad. Y, más aún, tengo en mi cabeza muchos proyectos que fueron comenzados e interrumpidos en diversas ocasiones... Simplemente no he de continuarlos si el tiempo que resta hasta mi ejecución no es suficientemente largo para concluirlos con orden. Es por eso que...