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Capítulo 17

Me dirigía al oeste por la carretera principal e intentaba leer el manual del coche mientras conducía. Pulsé algunos botones en el salpicadero y, voilá, todas las pantallas pasaron del sistema métrico al sistema ciento por ciento estadounidense. Ésa es la máxima diversión que uno puede alcanzar desde el asiento del conductor.

Con la sensación de haberme enriquecido tecnológicamente, conecté con mi contestador automático mediante mi teléfono móvil. Imagínense si aquellos primeros colonos pudieran vernos ahora, circulando por sus campos y aldeas…

– Tiene tres mensajes -respondió el contestador.

Uno debía de ser de Beth. Escuché, pero el primero era de Max, para reiterar que se me había retirado del caso y pedirme que lo llamara, cosa que no tenía intención de hacer. El segundo era de Dom Fanelli y decía: «Hola JC. He recibido tu mensaje. Si necesitas ayuda, no tienes más que pegar un grito. Entretanto, estoy consiguiendo algunas pistas sobre los que te utilizaron como diana y no quiero dejarlas en el aire, a no ser que realmente me necesites. ¿Por qué hay tanta gente decidida a eliminar a mi buen compañero? Por cierto, he hablado personalmente con Wolfe y no se traga que no fueras tú el de la televisión. Dice que dispone de información que lo confirma. Quiere hacerte algunas preguntas. Te aconsejo que controles tus llamadas. Eso es todo por ahora. No te metas en líos.»

– Gracias.

El último mensaje tampoco era de Beth, sino de mi jefe, el teniente de detectives Andrew Wolfe. No decía mucho, salvo «quiero que me llames cuanto antes». Algo serio.

Me pregunté si Nash y Wolfe realmente se conocían. Pero la cuestión era que Nash le había contado a Wolfe que John Corey era el de la televisión y que John Corey trabajaba en un caso de homicidio, cuando se le suponía de baja por convalecencia. Era todo cierto y supongo que Andrew Wolfe quería una explicación. Sabía que podía justificar cómo me había involucrado en el caso, pero sería difícil hacerle comprender al teniente Wolfe que era un cretino.

Dadas las circunstancias, era preferible no devolver la llamada. Tal vez debería hablar con mi abogado. Ninguna buena obra permanece impune. Lo único que pretendía era ser un buen ciudadano y el individuo que me había metido en ese lío, mi compinche Max, después de estrujarme el cerebro y de crearme un molesto enfrentamiento con los federales, me retiraba la placa. A decir verdad, nunca había llegado a dármela. Además, Beth no había llamado.

No dejé de recordarme que yo era un héroe, aunque no estoy tan seguro de que el hecho de que le disparen a uno sea un acto heroico. Cuando era niño, sólo los que disparaban a los malos eran héroes. Ahora, todo el que contrae una enfermedad o es secuestrado o le disparan es un héroe. Pero si pudiera sacrificar esa heroicidad a cambio de librarme de mis problemas, ciertamente lo haría. El problema con los héroes fabricados por los medios de comunicación es que caducan a los noventa días. Me dispararon a mediados de abril. Tal vez debería llamar a mi abogado.

Ahora estaba en el poblado de Cutchogue, cerca del centro, que puede pasarle a uno inadvertido si no presta atención. Cutchogue es un pequeño lugar pulcro, curioso y próspero, como la mayoría de estos pueblos, creo que debido en parte al negocio del vino. Había varias pancartas de lado a lado de la calle mayor que anunciaban diversos acontecimientos, como el festival marítimo anual del puerto de East End y un concierto de los Isotope Stompers [3] -sin comentarios- en el faro de Horton.

Oficialmente, el verano había terminado, pero el otoño era muy agradable para los residentes y un reducido número de turistas. Siempre había sospechado que en noviembre celebraban una gran fiesta, sólo para los habitantes de la zona, llamada «Los residentes del norte de Long Island despiden la maldita temporada turística».

Conducía muy despacio, en busca del edificio de la Sociedad Histórica Peconic, situado, según recordaba, cerca de la calle mayor. Al lado sur de la calle se encontraba la zona verde del pueblo de Cutchogue, con la casa más antigua del Estado de Nueva York, construida, según el cartel, alrededor de 1.649. El lugar parecía prometedor y giré por un camino que dividía el parque. Había algunos edificios de tablas de madera, afortunadamente desprovistos de picotas, cepos, retretes al aire libre y demás implementos públicos de los primeros colonos norteamericanos.

Por último, a poca distancia del parque, vi una gran casa de madera blanca, en realidad una mansión, con unas enormes columnas blancas en la fachada. En el césped había un letrero de madera estilo Chippendale en el que se leía «Sociedad Histórica Peconic», seguido de la palabra «Museo» y, luego, «Gift shoppe» -Tienda de regalos-, con dos P y una E. En una ocasión gané una partida de scrabble con esa palabra.

Otro letrero colgaba de dos cortas cadenas con el horario del museo y de la tienda. A partir del Día del Trabajo, abrían sólo los fines de semana y días de feria.

Había también un número de teléfono y llamé. Escuché un mensaje grabado de una mujer, que parecía del siglo XVII que hablaba de horarios, actos, etcétera.

Yo nunca estaba dispuesto a dejarme llevar por la conveniencia de los demás, así que me apeé del coche, subí los peldaños del pórtico y llamé a la puerta con un antiguo picaporte de latón. Di realmente unos buenos golpes, pero el lugar parecía estar desierto y no había ningún coche en el pequeño aparcamiento junto al edificio.

Regresé al coche y llamé a mi nueva amiga, Margaret Wiley.

– Buenos días, señora Wiley, llama el detective Corey.

– Dígame.

– Ayer mencionó la posibilidad de visitar el museo de la Sociedad Histórica Peconic y estuve pensando en ello todo el día. ¿Cree que sería posible visitarlo hoy y tal vez hablar con alguno de sus conservadores? ¿Cómo se llama la directora?, ¿Witherspoon?

– Whitestone. Emma Whitestone.

– Exactamente. ¿Es posible?

– No lo sé…

– ¿Qué le parece si llamo a Emma Whitestone…?

– Yo la llamaré. Puede que acceda a reunirse con usted en el museo.

– Estupendo. Muy agradecido…

– ¿Dónde puedo localizarle?

– Le diré lo que voy a hacer, la llamaré de nuevo dentro de diez o quince minutos. Estoy en el coche y debo parar para comprarle un regalo a mi madre. A propósito, supongo que en el museo hay una tienda de regalos.

– Sí, hay una.

– Magnífico. Por cierto, he hablado con mi tío Harry y le manda recuerdos.

– Gracias.

– Me ha dicho que la saludara en su nombre y que la llamaría cuando estuviera por aquí -dije sin mencionar el desinterés del tío Harry.

– Será muy agradable.

– Maravilloso. Agradecería muchísimo que la señora Whitestone o alguna otra persona del museo se reuniera conmigo esta mañana.

– Haré lo que pueda. Tal vez deba ir yo personalmente.

– Me sabe mal que se moleste. Por cierto, muchas gracias por su ayuda de ayer.

– No merece la pena mencionarlo.

Casi no lo hice.

– Volveré a llamarla dentro de quince minutos.

– ¿Está hoy su amiga con usted?

– ¿Mi compañera?

– Sí, la joven que le acompañaba.

– No tardará mucho en llegar.

– Es una mujer encantadora. Me gustó hablar con ella.

– Vamos a casarnos.

– Qué pena -exclamó antes de colgar.

Qué le vamos a hacer. Puse el vehículo en marcha y apareció de nuevo la voz femenina que decía «Suelte el freno de mano» y obedecí. Manipulé un rato el ordenador con la esperanza de eliminar aquella opción pero temí que respondiera: «¿Por qué intentas matarme? ¿No te gusto? Sólo intentó ayudarte.»¿Y si se atrancaran las puertas y el motor acelerara por cuenta propia? Arrojé el manual a la guantera.

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[3] Isotope Stompers significa «los destructores de isótopos». (N. del t.)