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Lisabeth, como me permito llamarla en privado, mide 1,80 metros de altura (los humanos no se miden en «longitud») y pesa 52 kilos. Tiene el pelo dorado («rubio») y lo lleva largo. Su piel, aunque oscurecida por la exposición al sol, es muy pálida. El iris de sus ojos es azul. Por mis conversaciones con los humanos, sé que la consideran bastante hermosa. Y por cuanto he oído estando en la superficie, comprendo que la mayoría de los machos de la estación sientan por ella el deseo sexual. Yo la considero hermosa también, en la medida en que soy capaz de responder a la belleza humana. (Creo que sí puedo.) No estoy seguro de sentir un auténtico deseo sexual de Lisabeth. Probablemente, lo que me turba es un anhelo generalizado de su presencia y proximidad, lo que traduzco a términos sexuales simplemente como un medio para que me resulte comprensible.

Desde luego, no tiene los rasgos que busco normalmente en una compañera (morro prominente, aletas esbeltas). Cualquier intento por hacer el amor con ella, en sentido anatómico, sin duda daría como resultado que Lisabeth sufriera heridas o por lo menos dolor. No es ése mi deseo. Los rasgos físicos que la hacen tan deseable a los machos de su especie (glándulas mamarias muy desarrolladas, pelo brillante, rasgos delicados, largos miembros inferiores o «piernas», etc., etc.) no tienen particular importancia para mí, y en algunos aspectos incluso presentan un valor negativo. Como en el caso de las dos glándulas mamarias de su región pectoral, las cuales sobresalen de su cuerpo de tal modo que sin duda deben pesarle mucho cuando nada. Es un diseño muy imperfecto, y yo soy incapaz de hallar la menor belleza en un mal diseño. Evidentemente, la misma Lisabeth lamenta el tamaño y situación de esas glándulas, ya que tiene mucho cuidado de ocultarlas siempre con una tira de tela. Los demás humanos de la estación, que son todos machos y que, por lo tanto, sólo tienen glándulas rudimentarias, que en ningún modo destruyen la línea de su cuerpo, las dejan desnudas.

Entonces, ¿cuál es la razón de la atracción que siento hacia Lisabeth?

Surge de la necesidad que experimento de su compañía. Creo que ella me comprende como ningún miembro de mi propia especie. Y me siento más feliz en su compañía que lejos de ella. Esta impresión nació ya en nuestro primer encuentro. Lisabeth, que es especialista en relaciones humanocetáceas, vino a St. Croix hace cuatro meses, y se me pidió que llevara a mi grupo de mantenimiento a la superficie para que le fuéramos presentados. Salté a gran altura para poder verla bien, e inmediatamente comprendí que ella era mucho mejor que los otros humanos que yo conocía. Su cuerpo más delicado, con un aire a la vez frágil y poderoso y al mismo tiempo lleno de gracia, suponía un cambio muy favorable en comparación con la torpeza de los machos con quien me trataba. Tampoco estaba cubierta con ese fuerte vello corporal que mi especie encuentra molesto. (Al principio, ignoraba que la diferencia entre Lisabeth y los miembros de la estación se debía a que se trataba de una hembra. Nunca había visto antes una hembra humana. Pero pronto lo supe.)

Me adelanté, establecí contacto con el transmisor acústico y dije:

—Soy el capataz de la escuadra de Mantenimiento del Orificio de Entrada. Tengo la designación uniestructural TT-66.

—¿No tienes un nombre? —preguntó ella.

—¿Qué significa ese término, «nombre»?

—Tu…, tu designación uniestructural…, pero no precisamente TT-66. Quiero decir que eso no me parece correcto. Por ejemplo, mi nombre es Lisabeth Calkins. Y yo… —Meneó la cabeza y se volvió al supervisor de la planta—: ¿Es que estos obreros no tienen nombre?

El supervisor no entendía por qué habían de tener un nombre los delfines. Pero Lisabeth sí —se sentía muy preocupada por ello—. Y como estaba encargada de las relaciones con nosotros, nos dio inmediatamente un nombre a cada uno. A mí me bautizó Ismael. Ella me dijo que así se llamaba un hombre que se había ido al mar, había tenido muchas experiencias maravillosas y las había descrito en una historia que toda persona culta leía. Desde entonces, he tenido acceso a la historia de Ismael —el otro Ismael— y estoy de acuerdo en que resulta notable. Para ser humano, tenía un conocimiento extraordinario de las costumbres de las ballenas, aunque éstas sean criaturas estúpidas por las que siento poco respeto. Estoy orgulloso de llevar el nombre de Ismael.

Después de habernos dado nombre, Lisabeth saltó al mar y nadó con nosotros. Debo confesar que la mayoría de los delfines sienten cierto desprecio por ustedes los humanos, ya que son muy malos nadadores. Tal vez sea una señal de mi inteligencia superior a la normal, o de una mayor compasión, el que yo no sienta ese desprecio. Les admiro por el celo y energía con que se entregan a la natación y, teniendo en cuenta su dificultad, lo hacen bastante bien. Comparándolos con los de mi raza, ustedes se las arreglan mucho mejor en el agua de lo que nosotros haríamos en tierra. De todas formas, Lisabeth nadaba bien para ser humana y, con cierta tolerancia, ajustamos nuestro ritmo al suyo. Jugamos un rato en el agua. De pronto, ella me cogió por la aleta dorsal y dijo:

—¡Llévame a dar un paseo, Ismael!

Tiemblo ahora al recordar el contacto de su cuerpo con el mío. Se sentó sobre mí, con sus piernas apretándome el cuerpo, y yo salí casi a la máxima velocidad, a nivel de superficie. Su risa me revelaba el gozo que sentía mientras yo me lanzaba una y otra vez por el aire. Era una exhibición puramente física, en la que no hacía uso de mi extraordinaria capacidad mental; podríamos decir que sólo me estaba pavoneando como delfín. Y Lizabeth se mostraba extasiada. Incluso cuando me hundía a una profundidad tal que la presión se hacía peligrosa para ella, seguía aferrada a mí y no demostraba alarma. Cuando volvíamos de nuevo a la superficie, gritaba de alegría.

Con mi pura animalidad había logrado un gran impacto sobre ella. Conocía bastante bien a los humanos para interpretar su expresión satisfecha y su sonrojo al volverla a la costa. Ahora, se me planteaba el problema de hacerle ver mis rasgos más elevados, de demostrarle que, incluso entre los delfines, yo era extraordinariamente diestro para aprender y muy capaz de comprender el universo.

Ya entonces estaba enamorado de ella.

Durante las semanas siguientes, mantuvimos muchas conversaciones. No presumo al decirles que pronto comprendió lo extraordinario que yo era. Mi vocabulario, ya notable cuando ella llegó a la estación, aumentó rápidamente con el estímulo de su presencia. Aprendí de Lisabeth, que me dio acceso a cintas de información que nadie creería que un delfín deseara conocer. Desarrollé un conocimiento del medio ambiente que incluso me sorprendió a mí mismo. En muy poco tiempo, alcancé el nivel de realización del que disfruto ahora. Creo que estarán de acuerdo conmigo en que puedo expresarme con más elocuencia que la mayoría de los humanos. Confío en que la computadora grabe estas memorias sin traicionarme con la inserción de una puntuación inadecuada o equivocándose en la buena ortografía de las palabras cuyos sonidos pronuncio.

Mi amor por Lisabeth se hacía más profundo, más rico. Aprendí por primera vez el significado de los celos cuando la vi corriendo por la playa del brazo del doctor Madison, el encargado de la planta de energía. Conocí la cólera cuando oí las observaciones lascivas y groseras de los machos humanos al paso de Lisabeth. Mi fascinación por ella me llevó a explorar muchas vías de la experiencia humana. No me atrevía a hablar de tales cosas con ella, pero, por otras personas de la base, que en ocasiones hablaban conmigo, conocí ciertos aspectos del fenómeno que los humanos llaman «amor». Asimismo, obtuve aclaraciones sobre las palabras groseras que decían los machos a sus espaldas. La mayoría de ellas estaban relacionadas con su deseo de aparearse con Lisabeth (al parecer, sobre una base temporal), pero también había descripciones muy entusiastas de sus glándulas mamarias (¿por qué serán los humanos tan agresivamente aficionados a ellas?), e incluso del área redondeada de la espalda, justo sobre el lugar en que el cuerpo se divide en los dos miembros inferiores. Confieso que también a mí me fascina esa región. ¡Parece tan extraordinario que un cuerpo se divida así a la mitad!