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—Muy bien. En el próximo turno haré lo que me piden…

—¿Y el resto de la escuadra de mantenimiento?

—Les ordenaré que dejen desatendidas las válvulas por el bien de nuestra especie.

Salieron de la estación aparentemente muy satisfechos de sí mismos. Una vez que se hubieron ido, apreté el botón que llamaba a Lisabeth. Ella salió rápidamente de su habitación. Le mostré la cinta en la grabadora.

—Ponla —le dije con aire pomposo—. ¡Y luego avisa a la policía de la isla!

Apartado 5: La recompensa del heroísmo

Hubo detenciones. Aquellos tres hombres no tenían el menor interés por la explotación de los delfines. Eran miembros de un grupo disidente («revolucionarios»), que intentaban engañar a un delfín ingenuo para que les ayudara a originar el caos en la isla. Gracias a mi lealtad, valor e inteligencia, les había vencido.

Más tarde, Lisabeth vino a mí, en el tanque de descanso, y me dijo:

—Estuviste maravilloso, Ismael. Jugar así con ellos, obligarles a grabar su propia confesión… ¡Maravilloso! Eres único entre los delfines, Ismael.

Me sentí transportado de gozo. Había llegado el momento.

—¡Lisabeth, te amo! —estallé.

Mis palabras resonaron en los muros del tanque al brotar precipitadamente de los altavoces. Los ecos las amplificaron y las modularon en unos sonidos grotescos como ladridos, dignos de una miserable foca.

—Te amo…, te amo…, te amo.

—¡Caramba, Ismael!

—No sé decirte lo mucho que significas para mí. Ven a vivir conmigo y sé mi amada. ¡Lisabeth, Lisabeth, Lisabeth!

Torrentes de poesía desbordaron de mis labios. Ríos de retórica apasionada escaparon de mi boca. Le rogué que entrara en el tanque y me permitiera abrazarla. Se echó a reír y dijo que no iba vestida para nadar. Era cierto. Acababa de llegar de la ciudad después de los arrestos. Le imploré. Le supliqué. Cedió al fin. Estábamos solos. Se quitó las ropas y entró en el tanque. Por un instante, contemplé su belleza desnuda. Aquella visión me dejó estupefacto: el horrible balanceo de las glándulas mamarias, por lo general prudentemente ocultas; las zonas de piel blanca y enfermiza allí donde el sol no había llegado; aquella mancha inesperada de vello corporal adicional… Sin embargo, una vez en el agua, olvidé las imperfecciones de mi amada y corrí hacia ella.

—¡Amor mío! —grité—. ¡Mi amada!

La envolví con mis aletas en lo que supuse corresponde al abrazo humano.

—¡Lisabeth, Lisabeth!

Nos deslizamos bajo la superficie. Por primera vez en la vida conocí la pasión auténtica, del tipo que describen los poetas y que abruma incluso la mente más fría. La estreché contra mí. Me daba cuenta de que los extremos de sus miembros superiores («puños») me golpeaban en la zona pectoral y, al principio, lo tomé por una señal de que correspondía a mi pasión, si bien mi cerebro confuso captó en seguida que tal vez se estuviera ahogando. Apresuradamente, subí a la superficie. Mi querida Lisabeth, sofocándose, jadeando, aspiraba el aire a bocanadas y luchaba por escapar de mí. La solté aterrado. Salió corriendo del tanque y cayó junto al borde, exhausta, con el cuerpo pálido y tembloroso.

—¡Perdóname! —le grité—. ¡Te amo, Lisabeth! ¡Salvé la estación por amor a ti!

Consiguió abrir los labios en una señal de que no se sentía furiosa conmigo («una sonrisa») y dijo con voz débiclass="underline"

—Casi me ahogaste, Ismael.

—Me dejé arrastrar por la emoción. Vuelve al tanque. Seré más gentil, te lo prometo. Tenerte cerca de mí…

—¡Oh, Ismael! ¿Qué dices?

—¡Te amo! ¡Te amo!

Oí pasos. El jefe de la estación generadora, el doctor Madison, entró corriendo. Lisabeth se cubrió apresuradamente con las manos las glándulas mamarias y se echó las ropas sobre la parte inferior de su cuerpo. Lo cual me apenó. El hecho de ocultarle tales cosas, aquellas partes feas de su cuerpo, ¿no sería una indicación de su amor por él?

—¿Estás bien, Liz? —preguntó—. Oí gritos…

—No es nada, Jeff. Sólo Ismael. Empezó a abrazarme en el tanque. Está enamorado de mí, Jeff. ¿Te lo imaginas? ¡Enamorado de mí!

Y se rieron juntos de la locura de un delfín desfallecido de amor.

Antes de que amaneciera, ya estaba en alta mar. Nadé allí donde nadan los delfines, lejos del hombre y de sus cosas. La risa burlona de Lisabeth seguía resonando en mi cabeza. No pretendía ser cruel. Ella, que me conoce mejor que nadie, no había podido por menos de reír ante lo absurdo de mi caso. Me quedé varios días en el mar lamiéndome las heridas, descuidando mis deberes en la estación. Lentamente, lo mismo que el dolor dio paso a una triste melancolía, emprendí el regreso hacia la isla. Al pasar, conocí a una hembra de mi propia especie. Era la primera vez que estaba en celo y se me ofreció. Le dije que me siguiera y así lo hizo. Varias veces me vi forzado a apartar a otros machos que querían utilizarla. La llevé a la estación, a la laguna que usan los delfines para sus juegos. Un miembro de mi escuadra, Mordred, vino a investigar. Le ordené que llamara a Lisabeth y le comunicara que yo había vuelto.

Lisabeth apareció en la orilla. Me hizo un gesto de saludo, sonrió, pronunció mi nombre.

Ante sus ojos, jugueteé con la hembra. Celebramos la parada nupcial, cortando la superficie con nuestras aletas, saltando, hundiéndonos, gritando.

Lisabeth nos observaba. Y yo oraba en mi interior: ¡Que se sienta celosa!

Cogí a mi compañera, llevándomela a lo más profundo, la poseí rápidamente y la dejé libre para que se llevara mi cría adonde quisiera. Hablé de nuevo a Mordred.

—Dile a Lisabeth —le indiqué— que he encontrado otro amor. Tal vez algún día la perdone.

Mordred me lanzó una mirada vidriosa y corrió a la costa. Falló mi táctica. Lisabeth me envió un recado. Se alegraba de verme de nuevo en el trabajo y lamentaba haberme ofendido. No había la menor sombra de celos en su mensaje. Fue como si el alma se me pudriera en mi interior. Ahora limpio de nuevo las válvulas del orificio de entrada del agua como la buena bestia que soy, yo, Ismael, que he leído a Keats y Donne. ¡Lisabeth, Lisabeth! ¿Es que no sientes mi dolor?

Esta noche, en la oscuridad, he contado mi historia. Ustedes que me han oído, sean quienes sean, ayuden a un organismo solitario, mamífero y acuático, que desea un contacto más íntimo con una hembra de especie humana. Háblenle favorablemente de mí a Lisabeth. Alaben mi inteligencia, mi lealtad y mi devoción.

Díganle que le doy una oportunidad más. Le ofrezco una experiencia única y apasionante. La esperaré mañana por la noche al borde del arrecife. Que venga nadando hacia mí. Que abrace al pobre y solitario Ismael. Que le diga las palabras del amor.

Desde la profundidad de mi alma…, desde lo más profundo…, Lisabeth, este animal estúpido te da las buenas noches, en un susurro ronco del más profundo amor.