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Durante el trayecto a casa volvía la cabeza una y otra vez. «Soy una tonta si me hago ilusiones de que vendrá corriendo detrás de mí. Seguro que acompañará a Gertrud a casa del maestro.»

Ingmar salió de la iglesia un par de minutos después que Barbro. Pensaba darle alcance por el camino; sin embargo, de pronto se vio rodeado de gente que quería saber de sus parientes en Jerusalén y le pareció que era su obligación quedarse y atenderlos. Habían corrido muchos rumores acerca de cómo iban las cosas en Tierra Santa y también las preocupaciones y las preguntas habían sido muchas. La gente no se había atrevido a creer lo que relataban las cartas enviadas por los emigrantes. Ya se sabe que a los que abandonan su terruño no les gusta reconocer que lo pasan mal. En cambio, cuando ahora Ingmar, que no pertenecía a su misma confesión, les explicaba cómo vivían, podían fiarse de que no les decía otra cosa que la pura verdad.

Justo en medio de una frase, Ingmar vio que el maestro Storm y la señora Stina venían hacia él. Ingmar sabía que nunca habían demostrado ninguna ira contra Gertrud por haberse fugado a Jerusalén, pero Ingmar no había ido a visitarlos, así que no habían cruzado una palabra con él desde ese día. Ahora, sin embargo, ambos se le acercaron con la mano extendida. Ingmar estrechó primero la de la señora Stina y después la del maestro Storm. Nadie hizo mención del pasado. No querían tener una riña en presencia de tanta gente.

– Mi Stina dice si te apetece venir a casa a tomar un bocado -dijo Storm.

– Si la señora Stina quiere recibir a un forastero así sin avisar, iré con mucho gusto -respondió Ingmar, alegrándose tanto de su reconciliación con la familia del maestro que por un momento casi se olvidó de Barbro.

– No recibiría a cualquiera -dijo la señora Stina-, pero tú eres como de la familia y te conformarás con lo poco que tengo.

Así pues, Ingmar se fue con el maestro Storm y su familia rumbo a la escuela, donde, como es fácil suponer, el regocijo fue inmenso. La gente se acercaba continuamente para dar la bienvenida a los recién llegados. Y se habló de todo lo que había sucedido, y, en medio de tanta euforia, también hubo alguna lágrima por los que habían muerto. Gertrud se apresuró a sacar del baúl todos los regalos que traían consigo. Los puso en hilera sobre dos mesas del aula y los fue entregando a sus destinatarios junto con todos los recuerdos y saludos que le habían encargado. No fue fácil para Ingmar marcharse de allí, especialmente cuando los Storm parecían casi igual de felices por haberle recuperado a él como a su Gertrud.

– ¿No te irás ya? -dijo la señora Stina cuando él se puso en pie.

– Tendría que ir a ver cómo anda todo por casa.

– Allí ya llegarás a su debida hora.

Entonces le llegó el recado de que fuera corriendo a Ingmarsgården porque Stark Ingmar había caído enfermo y estaba agonizante. De ese modo pudo marcharse.

Tocando al camino, a un trecho de la finca de los Ingmarsson, había una mísera [59] cabaña. Cuando Ingmar se acercaba, vio a un hombre y una mujer saliendo por la puerta. El hombre ofrecía un aspecto desharrapado y sórdido y a Ingmar le pareció observar que la mujer le entregaba algo. A continuación, la mujer se apresuró a dirigirse a paso ligero hacia la finca, llevando un fardo en la mano.

Cuando Ingmar pasó por delante de la cabaña el hombre todavía estaba en la puerta, examinando un par de monedas de plata que tenía en la mano. Ahora Ingmar le reconoció: era Stig Börjesson. Éste no levantó la vista hasta que Ingmar hubo pasado de largo.

– ¡Espera un momento, Ingmar, espera! -le gritó corriendo tras él por el camino-. No creas nada de lo que Barbro te diga. Se injuria a sí misma.

– Eso lo sabré yo sin necesidad de que tú me lo digas -le espetó Ingmar sin detenerse.

Al cabo de unos instantes, Ingmar le pisaba los talones a la mujer que acababa de despedirse de Stig Börjesson. Al parecer tenía mucha prisa e iba lo más veloz posible. Al oír que alguien la seguía, pensó que se trataba de Stig y dijo sin girarse:

– Tienes que conformarte con lo que te he dado. Ahora no me queda dinero. Otro día te daré más. -Ingmar no dijo nada pero apretó el paso-. Otro día te daré más con tal que no le digas nada a Ingmar -insistió ella.

En ese instante, Ingmar la alcanzó y le tocó el hombro. Ella se desasió y se giró hacia él con una expresión furiosa, sin detenerse. Pero cuando vio que se trataba de Ingmar y no de Stig, su ira se esfumó dando paso a una alegría conmovedora. Y entonces notó en el rostro de Ingmar la misma expresión que había visto antes: «Ya te tengo, ahora no te me escaparás», decían sus ojos.

«¿Por qué me mira así? -se preguntó apartándose de él-. Si ha vuelto con Gertrud y va a casarse con ella.»

La primera pregunta de Ingmar se refería a Stark Ingmar.

– Vino a mi encuentro tan pronto volví de la iglesia -dijo Barbro-, y me contó que la noche pasada le anunciaron que hoy moriría.

– ¿Está enfermo? -preguntó Ingmar.

– Lleva todo lo que va de año aquejado de reuma, y no ha dejado de lamentarse de que nunca volvieras para que pudiera morir en paz. Decía que no podía irse de este mundo hasta que volvieses de la peregrinación.

– ¿Quieres decir que hoy no tiene nada de particular?

– No, no está peor que de costumbre, pero lo que sí es verdad es que él cree que va a morir, así que se ha acostado en la alcoba. Se le ha metido en la cabeza que quiere que todo sea igual que cuando murió tu padre, y hemos tenido que mandar a buscar al párroco y el médico, ya que ellos también asistieron a don Ingmar. También ha pedido el magnífico tapiz que cubría a don Ingmar, pero ya no está en la finca porque fue vendido en la subasta.

– Sí, se vendieron muchas cosas en aquella subasta -dijo Ingmar.

– Una criada creyó saber que Stig Börjesson se quedó con ese tapiz y he pensado que debía intentar recuperarlo para que Stark Ingmar lo tuviera todo a su gusto. He tenido suerte y lo he comprado. Aquí está -dijo mostrando el fardo que llevaba.

– Siempre has sido buena con los viejos de la casa -dijo Ingmar con voz algo quebrada, al tiempo que se situaba al costado de Barbro, que en ningún momento había dejado de andar. Su respiración era pesada y a ella se le ocurrió que sólo con que ella se hubiese detenido un instante, él la habría estrechado entre sus brazos.

Y sin duda era lo que Ingmar habría querido hacer; pero el recuerdo de Stark Ingmar le contuvo. «No es momento para hablar de esas cosas», pensó.

– No me has dado la bienvenida a casa -dijo.

– No -respondió ella, procurando dar a su voz un tono más alegre-, pero como comprenderás, estoy contenta de que hayas vuelto y de que traigas a Gertrud contigo.

– La tarea que me encomendaste no ha sido nada fácil.

– No, ya lo imagino. Sin embargo, me pareció que Gertrud estaba muy contenta de estar de vuelta en casa.

– Creo que está satisfecha con la nueva situación -dijo Ingmar escuetamente, y mientras se arrimaba a Barbro volvió a dibujársele una pequeña sonrisa en los labios.

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[59] Sión y Moria son dos de las colinas sobre las que se edificó la Jerusalén antigua. Sobre los montes Ofel y Sión construyó el rey David su ciudad mientras que su hijo Salomón construyó el famoso templo en el monte Moría, posteriormente reedificado por Herodes. La roca idolatrada a la que Ingmar despectivamente hace referencia es la que se encuentra en el interior de la mezquita de Omar, sobre la cual la tradición islámica dice que Mahoma rezó antes de ascender al Cielo. La mezquita se construyó sobre el tabernáculo del antiguo Templo judío, que a su vez, según la tradición hebrea, se construyó sobre el lugar donde Abraham iba a sacrificar a Isaac. (N. de la T.)