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– Cada uno de nosotros es en verdad una idea de la Gran Gaviota, una idea ilimitada de la libertad -diría Juan por las tardes, en la playa -, y el vuelo de alta precisión es un paso hacia la expresión de nuestra verdadera naturaleza. Tenemos que rechazar todo lo que nos limite. Esta es la causa de todas estas prácticas a alta y baja velocidad, de estas acrobacias…

… y sus alumnos se dormirían, rendidos después de un día de volar. Les gustaba practicar porque era rápido y excitante y les satisfacía esa hambre por aprender que crecía con cada lección. Pero ni uno de ellos, ni siquiera Pedro Pablo Gaviota, había llegado a creer que el vuelo de las ideas podía ser tan real como el vuelo del viento y las plumas.

– Tu cuerpo entero, de extremo a extremo del ala -diría Juan en otras ocasiones-, no es más que tu propio pensamiento, en una forma que puedes ver. Rompe las cadenas de tu pensamiento, y romperás también las cadenas de tu cuerpo. -Pero dijéralo como lo dijera, siempre sonaba como una agradable ficción, y ellos necesitaban más que nada dormir.

Capitulo IX

Había pasado un mes tan sólo cuando Juan dijo que había llegado la hora de volver a la Bandada.

– ¡No estamos preparados! -dijo Enrique Calvino Gaviota-. ¡Ni seremos bienvenidos! ¡Somos Exilados! No podemos meternos donde no seremos bienvenidos, ¿verdad?

– Somos libres de ir donde queramos y de ser lo que somos -contestó Juan, y se elevó de la arena y giró hacia el Este, hacia el país de la Bandada.

Hubo una breve angustia entre sus alumnos, puesto que es Ley de la Bandada que un Exilado nunca retorne, y no se había violado la Ley ni una sola vez en diez mil años. La Ley decía quédate, Juan decía partid; y ya volaba a un kilómetro mar adentro. Si seguían allí esperando, él encararía por si solo a la hostil Bandada.

– Bueno, no tenemos por qué obedecer la Ley si no formamos parte de la Bandada, ¿verdad? -dijo Pedro, algo turbado-. Además, si hay una pelea, es allá donde se nos necesita.

Y así ocurrió que, aquella mañana, aparecieron desde el Oeste ocho de ellos en formación de doble-diamante, casi tocándose los extremos de las alas. Sobrevolaron la Playa del Consejo de la Bandada a doscientos cinco kilómetros por hora, Juan a la cabeza, Pedro volando con suavidad a su ala derecha, Enrique Calvino luchando valientemente a su izquierda. Entonces la formación entera giró lentamente hacia la derecha, como si fuese un solo pájaro… de horizontal… a… invertido… a… horizontal, con el viento rugiendo sobre sus cuerpos.

Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se cortaron como si la formación hubiese sido un gigantesco cuchillo, y ocho mil ojos de gaviota les observaron, sin un solo parpadeo. Uno tras otro, cada uno de los ocho pájaros ascendió agudamente hasta completar un rizo y luego realizó un amplio giro que terminó en un estático aterrizaje sobre la arena. Entonces, como si este tipo de cosas ocurriera todos los días, Juan Gaviota dio comienzo a su crítica de vuelo.

– Para comenzar -dijo, con un sonrisa seca-, llegasteis todos un poco tarde al momento de juntaros…

Cayó como un relámpago en la Bandada. ¡Esos pájaros son Exilados! ¡Y han vuelto! ¡Y eso… eso no puede ser!

Las predicciones de Pedro acerca de un combate se desvanecieron ante la confusión de la Bandada.

– Bueno, de acuerdo: son Exilados -dijeron algunos de los jóvenes-, pero, oye, ¿dónde aprendieron a volar asi?

Pasó casi una hora antes de que la Palabra del Mayor lograra repartirse por la Bandada: Ignoradlos. Quien hable a un Exilado será también un Exilado. Quien mire a un Exilado viola la Ley de la Bandada.

Espaldas y espaldas de grises plumas rodearon desde ese momento a Juan, quien no dio muestras de darse por aludido. Organizó sus sesiones de prácticas exactamente encima de la Playa del Consejo, y, por primera vez, forzó a sus alumnos hasta el límite de sus habilidades.

– ¡Martín Gaviota -gritó en pleno vuelo-, dices conocer el vuelo lento! Pruébalo primero y alardea después! ¡VUELA!

Y de esta manera, nuestro callado y pequeño Martín Alonso Gaviota, paralizado al verse el blanco de los disparos de su instructor, se sorpendió a sí mismo al convertirse en un mago del vuelo lento. En la más ligera brisa, llegó a curvar sus plumas hasta elevarse sin el menor aleteo, desde la arena hasta las nubes y abajo otra vez.

Lo mismo le ocurrió a Carlos Rolando Gaviota, quien voló sobre el Gran Viento de la Montana a ocho mil doscientos metros de altura y volvió, maravillado y feliz y azul de frío, y decidido a llegar aún más alto al otro día.

Pedro Gaviota, que amaba como nadie las acrobacias, logró superar su caida "en hoja muerta", de dieciséis puntos, y al día siguiente, con sus plumas refulgentes de soleada blancura, llegó a su culminación ejecutando un tonel triple que fue observado por más de un ojo furtivo.

A toda hora Juan estaba allí junto a sus alumnos, enseñando, sugiriendo, presionando, guiando. Voló con ellos contra noche y nube y tormenta, por el puro gozo de volar, mientras la Bandada se apelotonoba miserablemente en tierra.

Terminado el vuelo, los alumnos descansaban en la playa y llegado el momento escuchaban de cerca a Juan. Tenía él ciertas ideas locas que no llegaban a entender, pero también las tenía buenas y comprensibles.

Poco a poco, por la noche, se formó otro círculo alrededor de los alumnos; un círculo de curiosos que escuchaban allí, en la oscuridad, hora tras hora, sin deseo de ver ni de ser vistos, y que desaparecían antes del amanecer.

Capitulo X

Un mes después del Retorno, la primera gaviota de la Bandada cruzó la línea y pidió que se le enseñara a volar. Al preguntar, Terrence Lowell Gaviota se convirtió en un pájaro condenado, marcado como Exiliado y como el octavo alumno de Juan.

La noche siguiente vino de la Bandada Esteban Lorenzo Gaviota, vacilante por la arena, arrastrando su ala izquierda hasta desplomarse a los pies de Juan.

– Ayúdame -dijo apenas, hablando como los que van a morir-. Más que nada en el mundo, quiero volar…

– Ven entonces -dijo Juan-. Subamos, dejemos atras la tierra y empecemos.

– No me entiendes. Mi ala. No puedo mover mi ala.

– Esteban Gaviota, tienes la libertad de ser tú mismo, tu verdadero ser, aquí y ahora, y no hay nada que te lo pueda impedir. Es la Ley de la Gran Gaviota, la Ley que Es.

– ¿Estás diciendo que puedo volar?

– Digo que eres libre.

Y sin más, Esteban Lorenzo Gaviota extendió sus alas, sin el menor esfuerzo, y se alzó hacia la oscura noche. Su grito, al tope de sus fuerzas y desde doscientos metros de altura, sacó a la Bandada de su sueño:

– ¡Puedo volar! ¡Escuchen! ¡PUEDO VOLAR!

Al amanecer había cerca de mil pájaros en torno al círculo de alumnos, mirando con curiosidad a Esteban. No les importaba si eran o no vistos, y escuchaban, tratando de comprender a Juan Gaviota.

Habló de cosas muy sencillas: que está bien que una gaviota vuele; que la libertad es la misma escencia de su ser; que todo aquello que le impida esa libertad debe ser eliminado, fuera ritual o superstición o limitación en cualquier forma.

– Eliminado -dijo una voz en la multitud-, ¿aunque sea Ley de la Bandada?

– La única Ley verdadera es aquella que conduce a la libertad -dijo Juan-. No hay otra.

– ¿Cómo quieres que volemos como vuelas tú? -intervino otra voz-. Tú eres especial y dotado y divino, superior a cualquier pájaro.

– ¡Mirad a Pedro, a Terrence, a Carlos Rolando, a Maria Antonio! ¿Son también ellos especiales y dotados y divinos? No más que vosotros, no más que yo. La única diferencia, realmente la única, es que ellos han empezado a comprender lo que de verdad son y han empezado a ponerlo en práctica.

Sus alumnos, salvo Pedro, se revolvían intranquilos. No se habían dado cuenta de que era eso lo que habían estado haciendo.