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«Su Majestad Católica supo mostrarse muy compungido con aquel mal que aquejaba a don Felipe, como corresponde a un príncipe cristiano, lo que habla en su favor, pues más le iba que se lo llevara el Señor a su seno, ya que así doña Juana se hubiera quedado de regenta de los Países Bajos, en nombre de su hijo don Carlos, a quien los Reyes Católicos hubieran podido educar a su conveniencia.»

Sanó don Felipe y, por fin, las Cortes castellanas juraron el 22 de mayo del 1502 a los archiduques de Borgoña como herederos del trono y sucesores de Isabel la Católica; a don Felipe, por ser extranjero, le tocó a su vez jurar a las Cortes que había de respetar los fueros, costumbres y privilegios de Castilla. Lo hizo con gusto pues era mucho lo que ganaba con ello. Pero no tanto como para quedarse a vivir en España, como era la intención de sus regios suegros, y por ahí comenzaron los piques entre unos y otros, y quién sabe si no fue por esa trocha por donde le entró la locura a doña Juana.

La princesa heredera más ufana no podía estar; a su marido le tenía muy sujeto, pues al no conocer la lengua castellana, y valerse mal del latín, en todo dependía de ella para comunicarse con los reyes y los nobles castellanos. A eso se unía el que, de nuevo, se encontraba en estado de buena esperanza, en esta ocasión del infante don Fernando, que con el tiempo llegaría a ser emperador de Alemania, y tan insólita fecundidad en un enlace real se entendía como bendición muy señalada del cielo. No podía caber mayor dicha para una reina joven y enamorada.

Una vez más dio muestras de su privilegiada salud y, pese al embarazo ya bastante avanzado, viajó para atender a las obligaciones propias de una princesa heredera de Castilla y Aragón, bien en carruaje, bien a lomos de mula cuando los caminos estaban poco transitables, lo cual ocurrió con frecuencia en aquel año de gracia, pero que para España lo fue de desgracias, pues llovió y nevó a destiempo, esquilmando los campos y anegando las cosechas. Pero la princesa cumplió y hasta presidió Cortes en Aragón, que se mostraban más reacias a admitir como príncipe heredero a un extranjero; pero al fin se logró con algunas condiciones que no son del caso.

Cuenta el cronista Raimundo de Brancafort que si bien el suegro y el yerno se trataban con gran deferencia, ambos se miraban con un punto de desconfianza, ya que el Rey Católico tenía a don Felipe por un mal yerno por no querer quedarse a vivir en España y traerse a sus hijos consigo. Que don Felipe añoraba Flandes parece ser cierto y no se recataba de reconocerlo, por entender que los negocios que allí le aguardaban eran más importantes que los de España, amén de que éstos estaban muy bien cuidados por reyes tan excelsos como doña Isabel y don Fernando. Y en esto no le faltaba razón. En cualquier caso, si mal yerno era por no quedarse en España, mal hijo hubiera sido para su padre, el emperador Maximiliano, si no retornara a los Países Bajos para cuidar de los intereses de flamencos y alemanes. Bien es cierto que, estando Francia por medio, según soplaran los vientos, lo que convenía a unos no convenía a los otros. Y aquel año soplaron del aquilón para los Reyes Católicos, pues la cosecha fue tan mala por las razones dichas que la sombra del hambre se cernió sobre la Península; a eso se añadía el quebranto económico por los gastos de guerra, en Italia, que aumentaban de día en día para evitar el repliegue de las tropas del Gran Capitán ante la superioridad de las lanzas francesas; y, por último, la deseada alianza con Inglaterra había quedado en suspenso como consecuencia del prematuro fallecimiento del príncipe de Gales, Arturo, casado con la excelsa Catalina de Aragón. Habrían de pasar muchos años para que se reanudase la alianza mediante el nuevo matrimonio de Catalina con Enrique VIII, que la historia nos enseña que ojalá no se hubieran casado nunca, por el gran daño que se derivó para toda la cristiandad.

Un acontecimiento luctuoso, del que apenas hacen mención los cronistas de la época, influyó en la firme decisión del archiduque de volver a Flandes. Se atribuye a don Felipe una cierta abulia para los negocios de estado, ya que consentía que fueran sus consejeros los que decidieran por él, lo cual no es mala virtud en un monarca si tiene acierto en elegir a los que deben de aconsejarle. En el caso de don Felipe los dos más señalados fueron los ya citados arzobispo de Besançon y el señor don Filiberto de Vere. El primero había venido a España muy gozoso para hacerse cargo del obispado de Coria que le concediera el Rey Católico, no porque pensara atender la sede, sino por sus rentas y beneficios eclesiásticos, que eran cuantiosos. Pero salvada esta obsesión por las sinecuras, de las que pocos se salvaban, en lo demás era hombre de buena doctrina y prudente consejo, y don Felipe hizo cosas buenas por su orientación. Como hombre consagrado a Dios cuidaba mucho de no participar en tercerías que facilitaran la pasión carnal de su señor y, siempre que estaba en su mano, se oponía y le hacía ver cómo debía respetar el sagrado vínculo del matrimonio, espejo en el que debían mirarse sus súbditos.

Pero quiso el destino que encontrándose a las puertas de Coria le entrara un mal de corazón y muriera sin llegar a conocer la sede por la que tanto había suspirado. Cuenta Raimundo de Brancafort que, tomando conciencia dé que estaba en las últimas, se encomendó con mucha devoción a dom Íñigo Navarrón, primer prelado de la diócesis de Coria-Cáceres, famoso por su santidad, y dijo:

«Si me hubiera acercado a esta sede con el desprendimiento de aquel santo varón, no habría ahora de purgar tanto como he de hacerlo en la otra vida, siempre salvada la misericordia de Dios, que no me reserve una suerte aún peor.»

Fallecido el arzobispo quedó como único y omnímodo consejero Filiberto de Vere, señor de Berghen, que no tenía más escrúpulos que estar a bien con el rey de Francia y de él se decía que era «más francés que los propios franceses». De tercerías y otras malicias se le daba poco con tal de tener contento a su señor, al tiempo que se contentaba él pues también era hombre dado a pasiones carnales.

Lo primero que dispuso fue que los negocios de Flandes no podían esperar más y que debían de emprender viaje, de inmediato, pero atravesando Francia, para cerrar el trato sobre el matrimonio entre el futuro Carlos V y la princesa Claudia de Francia. En esto no puso dificultades el propio Rey Católico, pensando que de ese compromiso habría de obtener alguna ventaja, que buena falta le hacía, ya que las cosas en Italia no le iban bien y por la parte del Rosellón un ejército francés se disponía a atacar Cataluña.

Tratado hubo en Lyon entre el rey de Francia y don Felipe el Hermoso, pero pese a lo mucho que se concertaron sobre la boda entre los príncipes y consiguientes acuerdos de paz, la historia nos muestra que ni Carlos casó con Claudia, ni Claudia con Carlos, y que las guerras no por eso cesaron. El cronista contemporáneo saca la impresión de que los reyes, según firmaban el acuerdo comenzaban a discurrir sobre cómo incumplirlo.

CAPÍTULO VI

DOÑA JUANA, PRISIONERA DE CASTILLA

El 19 de diciembre del 1502 don Felipe el Hermoso atravesó la frontera francesa dejando a su esposa a dos meses de dar a luz. Fue una despedida tormentosa, según testigos de presente; el archiduque razonó a la princesa que en tan avanzado estado de gestación no convenía que emprendiera un largo viaje, a lo que doña Juana le replicó: