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Las órdenes en parte se cumplieron, y en parte no, pues muchos de los criados sabiendo que aquello no sería del gusto de la Reina Católica se mostraron remisos y ahí es cuando la princesa, tomando una fusta, azotó a algunos de ellos, lo cual tampoco era desusado en aquellos tiempos, entre señores y criados. Pero pronto llegó la noticia a Segovia, que distaba del castillo no más de cincuenta leguas, y la Reina Católica, que se hallaba postrada por las fiebres, comenzó a mandar a sus más altos dignatarios para que hicieran entrar en razón a la princesa. Primero envió a don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Córdoba, que decían que tenía ascendiente sobre ella, pero de nada sirvió y lo mismo ocurrió con los siguientes enviados, entre ellos nada menos que el propio arzobispo de Toledo, el cardenal Jiménez de Cisneros. Difícilmente podían hacer entrar en razón a quien tenía la razón de querer reunirse con su esposo y sus hijos, aunque la defendiera con tan malos modos.

Viendo que «no entraba en razones», el obispo de Córdoba ordenó que sacasen del castillo todos los carruajes y caballerías, para que no pudiera servirse de ellos la enfurecida princesa. Ésta pareció calmarse, pero en lugar de amilanarse, le dijo al ilustre prelado:

«Si su majestad la Reina Católica no quiere que disponga de caballerías que no me pertenecen, está en su derecho; pero en mi persona no manda, pues si ella es reina de Castilla, yo lo soy de Flandes y de Borgoña, y aunque como hija me gustaría poder obedecerla en todo, como esposa me debo a mi rey y señor, y en su busca voy, aunque sea andando.»

Y dicho y hecho, y después de acicalarse como corresponde a una reina, más bien ligera de ropas para la estación, se encaminó hacia la poterna de salida, siendo tal la majestad de su figura, que nadie se atrevió a detenerla. Iba la tarde de caída, muy fría, y al obispo Fonseca se le ocurrió ordenar a la tropa que cerrase todas las barbacanas del castillo para que la princesa no pudiera salir al campo abierto. Era este Juan Rodríguez de Fonseca hombre de talento poco común para urdir intrigas en favor de sus señores naturales, los Reyes Católicos, quienes le pagaron nombrándole presidente del Consejo de indias, llegando a ser tan poderoso que se decía que su fortuna, por el negocio de las encomiendas allende los mares, llegó a superar a la de los Medinasidonia.

En esta intriga no estuvo acertado, pues una vez que la princesa había tomado la decisión de partir, su dignidad no le permitía darse la vuelta a la vista de los que estaban llamados a ser sus vasallos. Esto sucedía el 8 de noviembre del 1503, que cuentan que fue la noche más fría de aquel invierno, y cuando doña Juana se encontró las barbacanas cerradas se quedó en una de ellas, la que miraba hacia Francia, y no consintió en moverse de allí en toda la noche y todo el día siguiente. Hierática y con!a mirada perdida, pero sin ceder en un ápice de su dignidad, nadie se atrevió a ponerle la mano encima y, pese a las súplicas de la Beatriz de Bobadilla, no consintió ni siquiera en echarse una manta sobre los hombros. Con lo cual una vez más dio pruebas de su portentosa salud, pues los hielos de aquella noche eran como cuchillos para pulmones menos recios que los de aquella excepcional mujer.

Al segundo día accedió a retirarse de la barbacana, pero dijo que si no se le permitía usar de carros y caballerías, porque no eran suyos, tampoco le pertenecía aquel castillo y, por tanto, se quedó en un chamizo del cuerpo de guardia, con la sola compañía de Beatriz de Bobadilla, única persona a la que soportaba. Esta fidelísima dama recibió su castigo por entrometerse en los negocios reales, y fue desterrada de Castilla en compañía de su esposo, y de un hijo que ya tenían, pero con tanta fortuna que eligieron el otro lado del océano Atlántico para cumplir el castigo, siendo su marido uno de los que participó en la conquista de México, a las órdenes de Hernán Cortés, y llegó a ser virrey de las tierras descubiertas al sur de la Baja California.

La Reina Católica, contra la expresa prohibición de los médicos de cámara, emprendió el camino de Medina del Campo («en jornadas tan prietas que en nada convenían para mi apurada salud», como escribiría más tarde la misma reina al embajador Gómez de Fuensalida), para encontrarse con el cuadro más patético que imaginar pueda una madre.

Su hija más querida, la que estaba llamada a sucederla, calentándose en el mísero fuego de un chamizo del cuerpo de guardia, sucia y desarreglada como corresponde a quien ha descuidado su persona durante más de tres días. Los ojos duros, sin lágrimas, y la cerviz alzada como quien está más dispuesto a pedir cuentas que a rendirlas.

De lo que ocurriera en aquel amargo encuentro se sabe, con fundamento, lo que escribió la Reina Católica a su embajador en los Países Bajos, Gómez de Fuensalida, lamentándose de que su hija le habló «tan reciamente, con palabras de tanto desacato, y tan fuera de lo que una hija debe decir a su madre, que si yo no viera el estado en el que se encontraba, no se las sufriera de ninguna manera».

Y, sin tanto fundamento, se sabe también, quizá por la citada Beatriz de Bobadilla, que ciertamente no le habló como una hija a su madre, sino como una soberana a otra, y vino a decirle a su Majestad Católica que por haber consentido que su marido, el rey don Fernando, anduviera de un lado para otro, tenía ahora que soportar el que sus hijos bastardos se educaran en la corte y que ella no estaba dispuesta a que le ocurriera otro tanto, dejando a su regio esposo a su aire pues «el buey suelto bien se lame». Con lo cual la princesa no sólo agravió a su excelsa madre, sino que también afeó el comportamiento de su no menos augusto padre.

A raíz de aquella triste noche la reina Isabel ya no levantó cabeza; puede decirse que fue el último encuentro con su hija en este mundo, ya que justo un año después entregaba su alma a Dios en el mismo castillo de la Mota en el que padeciera tan acerva afrenta.

Doña Juana salió triunfante del empeño ya que su madre consintió en que emprendiera el viaje a Flandes. Pero había pagado tan alto precio para conseguirlo, que ya nunca fue la misma. Todavía le esperaban días de dicha y gozosa maternidad, pues llegó a tener dos hijos más, pero las sombras de la locura se cernían amenazadoras sobre criatura que podía haber sido más dichosa, de no haberse concitado sobre su testa coronada los intereses contrapuestos de todos los grandes de este mundo.

Salió doña Juana de Medina del Campo, camino de la rada de Laredo, donde tuvo que esperar dos meses para embarcar, por culpa del estado de la mar en el golfo de Vizcaya. Pero estando ya segura de su partida, se mostraba más sosegada, con un punto de melancolía que ya no había de abandonarla.

Cuando la princesa arribó a la tierra de Flandes en la primavera del 1504, tenía veinticinco años y llevaba año y medio separada de su marido. Pese a las penas padecidas y a ser, ya, madre de cuatro hijos, no había perdido un ápice de su natural belleza, ni de su aire juvenil, hasta el extremo que un cronista de la época escribió que más parecía una doncella que venía en busca de su prometido que una madre avezada en tener hijos.

Don Felipe la recibió con mucho gusto y hasta satisfecho de que hubiera recibido agravios en la corte castellana, pues cada vez sus intereses se separaban más de los de su suegro, el Rey Católico, por culpa del dichoso reino de Nápoles, que se lo disputaban todos a una, como si en tan hermosa ciudad estuviera el ombligo del mundo. Y cuando parecía que franceses, españoles y alemanes estaban de acuerdo en que este reino había de ser para don Felipe, al Rey Católico se le ocurrió, dicen que por mor de la justicia, restaurar en aquel trono a un tal don Fadrique, en su condición de hermano y heredero de don Ferrante II, legítimo rey de Nápoles. Don Felipe el Hermoso, dolido de que su suegro prefiriese dar Nápoles a un extraño antes que a él, montó en cólera, y aunque su esposa le daba la razón, más de un disgusto hubo en el matrimonio con este motivo, por el respeto reverencia¡ que doña Juana debía a su padre.