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– ¿Es cuestión de Debe y Haber? ¿Así es como usted lo mira? ¿Como una gigantesca hoja de contabilidad? ¡Me alegro de estar fuera! ¡No deseo ninguna participación en eso! No, si ello significa hacer cosas de esa clase. Dios, hace mucho tiempo que deberíamos de haber quemado en la pira a las personas como usted.

Coronaron una última colina. La casa de Vicary apareció frente a ellos, a lo lejos. Las florecientes enredaderas se derramaban por encima de la protectora tapia de piedra caliza. Deseaba estar de regreso en la casa, cerrar la puerta de golpe, sentarse junto al fuego y no volver a pensar en nada de aquello. Sabía que eso era imposible ahora. Quería desembarazarse cuanto antes de Boothby. Apretó el paso, pisando fuerte monte abajo, y en un tris estuvo de perder el equilibrio. Con su alto cuerpo y sus piernas atléticas, Boothby tuvo que esforzarse para no quedar rezagado.

– La verdad es que no es eso lo que sientes, ¿eh, Alfred? Te gustaba. Te seducía. Te encantaba la manipulación y el engaño. Tu colegio universitario quiere que vuelvas y tú no estás seguro de desear volver porque comprendes que todo en lo que siempre has creído es mentira y mi mundo, este mundo, es el mundo real.

– Usted no es el mundo real. No estoy seguro de lo que es usted, pero no es real.

– Ahora puedes decir eso, pero me consta que lo echarás de menos desesperadamente. La clase de trabajo que hacemos es más bien como una amante. A veces no te gusta demasiado. A veces tampoco te gusta la cosa cuando estás con ella. Los momentos en los que disfrutas son fugaces. Pero cada vez que intentas dejarla, siempre algo tira de ti y te obliga a volver.

– Me temo que, aplicada a mí, esa es una metáfora perdida, sir Basil.

– Ahí vuelves a estar tú, pretendiendo ser superior, mejor que el resto de nosotros. Hubiera pensado que a estas alturas ya habrías aprendido la lección. Necesitas a las personas como nosotros. El país nos necesita.

Franquearon el portillo de la cerca y avanzaron por el acceso a la casa. La gravilla crujió bajo sus pies. Lo cual recordó a Vicary la tarde en que le convocaron a Chartwell y le dieron el trabajo en el MI-5. Recordó la mañana en las Salas de Guerra del Subsuelo, las palabras de Churchilclass="underline" «Debe desprenderse de los restos de moral y de ética que aún le queden, prescindir de cuantos sentimientos de bondad humana posea todavía y hacer lo que sea necesario para alcanzar la victoria».

Al menos, alguien había sido sincero con él, incluso aunque fuese mentira en aquel momento.

Se detuvieron al llegar al Humber de Boothby.

– Lo comprenderá si no le invito a un refresco -dijo Vicary-. Me gustaría entrar y lavarme la sangre que mancha mis manos.

– Eso es lo bonito, Alfred. -Boothby alzó sus enormes zarpas para que Vicary las observara-. También yo tengo las manos manchadas de sangre. Pero no puedo verla, como tampoco puede verla nadie. Es una mancha secreta.

– ¿Quién es Broome? -preguntó Vicary por última vez.

Se oscureció el semblante de Boothby, como si pasara por él un nubarrón.

– Broome es Brendan Evans, tu viejo amigo de Cambridge. Nos contó el truco que empleaste para ingresar en el Cuerpo de Inteligencia en la Gran Guerra. También nos contó lo que te sucedió en Francia. Sabíamos qué era lo que te impulsaba y lo que te motivaba. Teníamos que… íbamos a manipularte, después de todo.

Vicary notó que empezaba a dolerle la cabeza.

– Tengo una pregunta más.

– Quieres saber si Helen formaba parte de la intriga o si llegó a ti por propia iniciativa.

Vicary se mantuvo muy rígido, a la espera de la respuesta.

– ¿Por qué no vas, la buscas y se lo preguntas tú mismo? Acto seguido, Boothby subió al automóvil y desapareció.

64

Londres, mayo de 1945

A las seis de aquella tarde, Lillian Walford se aclaró la garganta, llamó suavemente con los nudillos a la puerta y entró sin esperar respuesta. El profesor estaba allí, sentado ante la ventana que dominaba la plaza de Gordon, con su cuerpecito inclinado sobre un viejo manuscrito.

– Me voy ya, profesor, si no me necesita para nada más -dijo, e inició el acostumbrado ritual de cerrar libros y ordenar papeles que siempre parecía acompañar sus conversaciones del viernes por la tarde.

– No, estoy bien, gracias.

Ella le contempló, al tiempo que pensaba: «No, eso lo dudo mucho, profesor». Algo en él había cambiado. Nunca había sido parlachín, la verdad; no era de los que pegaban la hebra con la gente, so pena de que fuera absolutamente necesario. Pero ahora parecía más retraído que nunca, pobrecillo. Y había ido empeorando a medida que avanzaba el curso, en vez de mejorar como ella esperó. Las habladurías rondaban por el colegio, ociosas especulaciones. Algunos decían que envió hombres a la muerte o que dio la orden para que los matasen. Resultaba dificil imaginarse al profesor haciendo cosas así, pero no dejaba de resultar lógico, ella no tenía más remedio que reconocerlo. Algo le había impulsado a hacer aquel voto de silencio.

– Debería marcharse en seguida, profesor, si no quiere perder su tren.

– Más bien había pensado quedarme y pasar el fin de semana en Londres -dijo el profesor Vicary, sin levantar la vista de su trabajo-. Tengo cierto interés en ver el aspecto de la ciudad por la noche, ahora que han vuelto a encenderse las luces.

– Desde luego, esa es una cosa que espero no volver a ver, el maldito oscurecimiento.

– Algo me dice que no lo volverá a ver.

Lillian Walford tomó el impermeable del profesor de la percha de detrás de la puerta y lo colocó en la silla contigua al escritorio.

Vicary dejó el lapicero y alzó la mirada hacia la mujer. El acto siguiente de Lillian Walford los cogió a ambos por sorpresa. La mano de ella pareció dirigirse a la mejilla de Vicary por propia voluntad, por reflejo, del modo en que se alargaría para acariciar a unniño que acabase de sufrir algún daño.

– ¿Se encuentra bien, profesor?

Vicary se retiró bruscamente y su mirada volvió a concentrarse en el manuscrito.

– Sí, estoy estupendamente -replicó. Y en su voz había un tono, una arista, que ella nunca había oído antes. El profesor murmuró como para sí algo parecido a «nunca me sentí mejor».

La mujer dio media vuelta y se encaminó a la puerta.

– Feliz fin de semana -deseó.

– Procuraré que así sea, gracias.

– Buenas noches, profesor Vicary.

– Buenas noches, señorita Walford.

La tarde era calurosa y para cuando cruzaba la plaza de Leicester ya se había quitado la gabardina y la llevaba doblada sobre el brazo. El crepúsculo se encontraba en las últimas y las luces de Londres empezaban a encenderse despacio. Imagina, Lillian Walford tocándole la cara de aquella forma. Siempre se había considerado un buen simulador. Se preguntó si era tan evidente.

Atravesó Hyde Park. A su izquierda, un grupo de estadounidenses jugaba a ese minibéisbol llamado sof ball. A su derecha, británicos y canadienses estaban empeñados en un bullanguero partido de rugby. Pasó por un punto donde apenas unos días antes estaba emplazado un cañón antiaéreo. La pieza artillera había desaparecido, sólo quedaban los sacos terreros, como piedras de antiguas ruinas.

Entró en Belgravia e, instintivamente, se dirigió a la casa de Helen.«Espero que cambies de idea, y pronto.»

Las persianas del oscurecimiento estaban levantadas y la casa era un ascua de luz. Los acompañaban otras dos parejas. David vestía su uniforme. Helen se colgaba de su brazo. Vicary se preguntó cuánto tiempo llevaba allí de pie, dedicado a mirarlos, a mirarla a ella. Con gran sorpresa por su parte -o tal vez era alivio-se percató de que no sentía nada por Helen. El fantasma de aquella mujer le había dejado por fin, en aquella ocasión para siempre.

Se alejó. La King ’s Road desembocó en la plaza de Sloane y de la plaza de Sloane pasó a las tranquilas calles laterales de Chelsea.Consultó su reloj; aún tenía tiempo de coger el tren. Encontró un taxi, dijo al conductor que le llevase a la estación de Paddington y subió al vehículo. Bajó el cristal de la ventanilla y sintió en el rostro la caricia cálida del aire. Por primera vez en muchos meses experimentó algo parecido a la satisfacción, algo semejante a la paz.

Desde una cabina de la estación telefoneó a Alice Simpson y ella accedió a ir al campo a la mañana siguiente. Colgó y tuvo que lanzarse a la carrera para coger su tren. El vagón iba bastante lleno, pero encontró un asiento de ventanilla en un compartimento en el que iban dos ancianas y un soldado de rostro juvenil aferrado a un bastón.

Miró al soldado y observó que llevaba la insignia del 2.º Regimiento East York. Vicary supo que el muchacho había estado en Normandía -en Sword Beach, para ser exactos- y que tenía suerte de estar vivo. Los East York sufrieron muchas bajas durante los primeros minutos de la invasión.

El soldado se dio cuenta de que Vicary le miraba y esbozó una breve sonrisa.

– Ocurrió en Normandía. Apenas había saltado de la lancha de desembarco. -Levantó el bastón-. Los médicos dicen que tendré que usar esto durante lo que me quede de vida. ¿Cómo consiguió usted lo suyo? La cojera, quiero decir.

– En la Gran Guerra, en Francia -respondió Vicary, con distante frialdad.

– Lo retiraron para este gremio.

Vicary asintió.

– Un trabajo de mesa en un aburridísimo departamento de la Oficina de Guerra. Nada importante, la verdad.

Al cabo de un rato, el soldado se quedó dormido. Una vez, mientras los campos pasaban veloces, Vicary vio la cara de ella, que le sonreía, sólo un instante. Después vio la de Boothby. Luego, al espesarse la oscuridad, vio su propia imagen, viajando en silencio junto a él, reflejada en el cristal.