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– ¿Y el banco? -preguntó Margaret.

– Estamos concluyendo todas nuestras operaciones con intereses alemanes -replicó Hardegen-. Si se desencadena una guerra habrá infinidad de nuevas oportunidades de inversión. Puede que esta guerra sea precisamente lo que nos hacía falta para librar por fin al país de la Depresión.

– Ah, nada como sacarle provecho a la muerte y la destrucción -comentó Jane.

Margaret miró con el ceño fruncido a su hermana menor y pensó: «Típica Jane». Le gustaba presentarse como iconoclasta: una intelectual reflexiva y enigmática, muy crítica con su clase y con lo que representaba. Al mismo tiempo, alternaba en sociedad con entusiasmo implacable y gastaba el dinero de su padre como si el pozo estuviese a punto de secarse. A sus treinta años, Jane no tenía medios de sustento ni perspectivas de matrimonio.

– ¡Oh, Jane! ¿Ya has estado leyendo a Marx otra vez? -preguntó Margaret irónicamente.

– Por favor, Margaret -intervino Dorothy.

– Hace unos años. Jane pasó una temporada en Inglaterra -explicó Margaret como si no hubiera oído la súplica de su madre invocando paz-. Casi se hizo comunista entonces. ¿verdad, Jane?

– Me asiste el derecho a tener una opinión, Margaret -replicó Jane con brusquedad-. Hitler no gobierna esta casa.

– Creo que a mí también me gustaría hacerme comunista -dijo Margaret-. El verano ha resultado más bien aburrido, con tanto hablar de guerra. Convertirme al comunismo seria un sugestivo cambio de ritmo. Los Hutton van a dar una fiesta de disfraces el próximo fin de semana. Podríamos asistir disfrazadas de Lenin y Stalin. Cuando acabase el sarao, nos dirigiríamos a North Fork y colectivizaríamos todas las granjas. Sería una diversión por todo lo alto.

Bratton, Peter y Hardegen estallaron en carcajadas.

– Muchas gracias, Margaret -dijo Dorothy en tono severo-. Ya nos has divertido bastante por hoy.

Dorothy decidió que el tema de conversación de la guerra ya había durado lo suficiente. Alargó la mano y tocó a Hardegen en el brazo.

– Lamento que no pudieras asistir a nuestra fiesta de anoche, Walker. Fue maravillosa. Deja que te cuente todo lo que pasó en ella.

El espléndido piso de la Quinta Avenida que dominaba Central Park había sido un regalo de boda de Bratton Lauterbach. A las siete de aquella tarde, Peter Jordan se encontraba de pie junto a la ventana. Sobre la ciudad se había desplazado una tormenta eléctrica. Los relámpagos centelleaban por encima de las verdes copas de los árboles del parque. El viento lanzaba la lluvia contra los cristales. Peter había vuelto solo a la ciudad porque Dorothy se empeñó en que Margaret asistiese a una fiesta que Edith Blakemore daba en los jardines de su casa. Wiggins, el chófer de los Lauterbach, llevaría después a Margaret a la ciudad. Y ahora el mal tiempo los iba a sorprender por el camino.

Peter estiró el brazo y consultó su reloj de pulsera por quinta vez en el transcurso de los últimos cinco minutos. Estaba previsto que se reuniera para cenar en el Stork Club, a las siete y media, con el director de la comisión encargada de la carretera y el puente de Pennsylvania. Pennsylvania aceptaba los presupuestos y planos que le presentaron del nuevo puente sobre el río Allegheny. El jefe de Peter deseaba cerrar el acuerdo aquella noche. Le convocaban con frecuencia para entretener a los clientes. No sólo era joven e inteligente, sino que además estaba casado con la bonita hija de uno de los banqueros más poderosos del país. Constituían una pareja impresionante.

Peter pensó: «¿Dónde infiernos estará Margaret?».

Telefoneó a la casa de Oyster Bay y habló con Dorothy.

– No sé qué decirte, Peter. Salió de aquí hace mucho rato. Tal vez el mal tiempo haya retrasado a Wiggins. Ya conoces a Wiggins, en cuanto asoma el menor rastro de lluvia pone el coche a paso de tortuga.

– La concederé quince minutos más. Luego tendré que marcharme.

Peter sabía que Dorothy no iba a pedir disculpas, así que colgó antes de que pudiera producirse un incómodo silencio. Se sirvió una tónica con ginebra, que bebió rápidamente mientras esperaba. A las siete y cuarto bajó en el ascensor y se quedó en el vestíbulo en tanto el portero salía a la lluvia y agitaba el brazo llamando a un taxi.

– Cuando llegue mi esposa, dígale que vaya directamente al Stork Club.

– Sí, señor Jordan.

La cena transcurrió con normalidad, pese a que Peter se levantó de la mesa en tres ocasiones para telefonear a su apartamento y a la casa de Oyster Bay. A las ocho y media ya no se sentía contrariado, sino enfermo de preocupación.

A las nueve menos cuarto de la noche, Paul Delano, el jefe de camareros, se acercó a la mesa de Peter.

– Tiene usted una llamada en el bar, señor.

– Gracias, Paul.

Peter se excusó. En el bar se vio obligado a levantar la voz por encima del tintineo de los vasos y el alboroto de las conversaciones.

– Peter, soy Jane.

Peter percibió el temblor que estremecía la voz de la muchacha.

– ¿Qué ocurre?

– Me temo que ha habido un accidente.

– ¿Dónde estás?

– Con la policía del condado de Nassau.

– ¿Qué ha pasado?

– Un coche surgió de pronto frente a ellos en la carretera. La lluvia impidió a Wiggins verlo a tiempo. Cuando lo vio ya era demasiado tarde.

– ¡Oh, Dios!

– Wiggins se encuentra muy grave. Los médicos no tienen muchas esperanzas de que sobreviva.

– ¿Y Margaret, maldita sea?

Los Lauterbach no lloraban en los funerales; el dolor se manifestaba en privado. Las exequias se celebraron en la iglesia episcopaliana de St. James, el mismo templo donde Peter y Margaret se habían casado cuatro años antes. El presidente Roosevelt envió una nota de condolencia y expresó cuánto lamentaba no poder asistir a las honras fúnebres. Sí asistió la mayoría de la alta sociedad de Nueva York. Así como prácticamente todo el mundo financiero, a pesar del desconcierto que imperaba en los mercados bursátiles. Alemania había invadido Polonia y el mundo esperaba la segunda y definitiva parte de la operación.

Billy permaneció junto a Peter durante el servicio religioso. Llevaba pantalones cortos, blazer y corbata. Cuando la familia desfilaba fuera de la iglesia, alzó la mano y dio un tirón a la falda del vestido negro de su tía Jane.

– ¿Mamá no volverá más a casa?

– No, Billy…, no volverá. Nos ha dejado,

Edith Blakemore oyó la pregunta del niño y estalló en lágrimas.

– ¡Qué tragedia! -sollozó-. ¡Qué tragedia más inútil!

Enterraron a Margaret bajo un cielo luminoso en el terreno funerario de la familia en Long Island. Mientras el reverendo Pugh pronunciaba las últimas palabras, un murmullo se elevó y circuló entre los asistentes que se encontraban junto a la tumba, un rumor que se apagó en seguida.

Al concluir el entierro, Pete regresó hacia su limusina, acompañado de su mejor amigo, Shepherd Ramsey. Shepherd era la persona que presentó Peter a Margaret. Incluso ataviado con su traje oscuro de luto parecía que acababa de abandonar la cubierta de su velero.

– ¿De qué se pusieron todos a hablar? -preguntó Peter-. Fue un detalle condenadamente grosero.

– Alguien que llegó tarde había escuchado un boletín de noticias por la radio de su automóvil -explicó Shepherd-. Francia y Gran Bretaña acaban de declarar la guerra a Alemania.

3

Londres, mayo de 1940

El profesor Alfred Vicary desapareció del University College, sin explicación alguna, el tercer viernes de mayo de 1940. Una secretaria llamada Lillian Walford fue el último miembro del personal que vio a Vicary antes de su repentina marcha. La mujer cometió una indiscreción inaudita al revelar a los demás profesores que la última llamada telefónica que recibió Vicary fue del nuevo primer ministro. La verdad es que Lillian Walford había hablado personalmente con el señor Churchill.

– Ha ocurrido lo mismo con Masterman y Cheney en Oxford -dijo Tom Perrington, un egiptólogo, al tiempo que examinaba el registro de comunicaciones telefónicas-. Llamadas misteriosas, hombres con traje oscuro. Sospecho que nuestro apreciado amigo Alfred se ha deslizado detrás del tupido velo. -Luego añadió sotto voce-: En la Acrópolis secreta.

La sonrisa lánguida de Perrington hizo muy poco por disimular su decepción, según comentaría posteriormente la señorita Walford. Mala cosa que Gran Bretaña no estuviese en guerra con los antiguos egipcios, en cuyo caso tal vez Perrington hubiera recibido también una llamada.

Vicary pasó las últimas horas en su desordenadamente abarrotado despacho con vistas a la plaza Gordon, inmerso en la tarea de dar los toques definitivos a un artículo para The Sunday Times. La crisis actual pudo haberse evitado, sugería en él, si Gran Bretaña y Francia se hubiesen decidido a atacar a Alemania en 1939, cuando Hitler aún estaba preocupado por Polonia. Sabía que, dado el clima reinante, iba a recibir críticas contundentes. Una publicación de extrema derecha, pro nazi, había denunciado su ultimo trabajo, calificándolo de «belicismo churchilliano». Vicary esperaba en secreto que su nuevo artículo tuviera una acogida similar.

Era un magnífico día de finales de primavera, radiantemente soleado pero arteramente fresco. Consumado aunque remiso ajedrecista, Vicary sabía apreciar el engaño, la treta. Se levantó, se puso una chaqueta de punto y reanudó la tarea.

El buen tiempo pintaba un cuadro falso. Gran Bretaña era una nación bajo asedio: indefensa, asustada, tambaleante en medio una profunda confusión. Se estaban trazando planes para evacuar a la familia real al Canadá. El gobierno pedía que el otro tesoro nacional, sus hijos, se enviara al campo, donde las criaturas estarían a salvo de los bombarderos de la Luftwaffe.

Mediante el empleo de una hábil propaganda, el gobierno había conseguido que el público en general tuviese plena y aguda conciencia de la amenaza que representaban los espías y quintacolumnistas. Ahora se cosechaban las consecuencias. La policía quedaba sepultada bajo la abrumadora lluvia de informes sobre extranjeros, gente de aspecto extraño o caballeros con aire de alemanes. Los ciudadano aguzaban el oído para escuchar las conversaciones en las tabernas, oían lo que deseaban oír y luego iban a contárselo a las autoridades. Informaban de señales de humo, luces parpadeantes en la costa y espías lanzados en paracaídas. Se extendió por el país el rumor de que agentes alemanes actuaron disfrazados de monjas durante la invasión de los Países Bajos y, de pronto, las monjas se convirtieron en sospechosas. La mayoría de ellas abandonaban las paredes de sus conventos sólo cuando era absolutamente necesario.