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Un millón de hombres demasiado jóvenes, demasiado viejos o demasiado débiles para ingresar en las fuerzas armadas se precipitaron a unirse a las milicias locales de la Home Guard. La Home Guard no disponía de fusiles para todos, de forma que los voluntarios tuvieron que armarse con lo que pudieron: escopetas, espadas, palos de escoba, cachiporras medievales, cuchillos de gurkja e incluso palos de golf. A los que no consiguieron encontrar armas más o menos aprovechables se les indicó que llevasen encima una provisión de pimienta y se les aleccionó para que la arrojasen a los ojos de los soldados alemanes que sorprendieran merodeando por sus lares.

Renombrado historiador, Vicary observó con una mezcla de inmenso orgullo y sosegada depresión los nerviosos preparativos para la acción bélica que realizaba su país. A lo largo de los años treinta, en los artículos que publicaba periódicamente en la prensa, así como en las conferencias que pronunció, había advertido profusamente que Hitler representaba una seria amenaza para Inglaterra y para el resto del mundo. Pero, exhausta tras el último conflicto bélico con los germanos, malditas las ganas que tenía Gran Bretaña de prestar oídos a la posibilidad de otra guerra. Ahora, el ejército alemán atravesaba Francia como el que da un paseo motorizado de fin de semana. Adolf Hitler no tardaría de erguirse en la cima de un imperio que se extendería desde el Círculo Polar Ártico hasta el Mediterráneo. Y Gran Bretaña, escasamente armada y peor preparada, sería la única dispuesta a plantarle cara.

Vicary acabó el artículo, soltó el lápiz y leyó de punta a cabo todo lo escrito. Fuera, el sol poniente derramaba sobre Londres un mar de color naranja. El aroma de los narcisos y azafranes de primavera reventaba en los jardines de la plaza Gordon y ascendía hasta la ventana de Vicary. La tarde había refrescado y era harto probable que las flores le provocaran estornudos. Sin embargo, la brisa era una maravillosa caricia sobre su rostro que hasta incluso lograba que el té tuviera mejor sabor. Dejó abierta la ventana y disfrutó de aquel ambiente.

La guerra estaba consiguiendo que cambiase su forma de pensary de actuar. Hacía que contemplase con más afecto a sus compatriotas, a los que solía ver con algo muy cercano a la desesperanza. Le maravillaba que bromeasen mientras se dirigían al refugio que les brindaba el metro y el modo en que cantaban en las tabernas para disimular el miedo. Vicary tardó algún tiempo en reconocer la verdadera naturaleza de sus sentimientos: patriotismo. Durante suvida de estudio había llegado a la conclusión de que era la fuerza más destructiva del planeta. Pero ahora sentía el rebullir del patriotismo en su pecho y no se avergonzaba. Nosotros somos buenos y ellos son malos. Nuestro nacionalismo tiene justificación.

Vicary decidió que deseaba contribuir. Quería hacer algo, en vez de contemplar el mundo a través de su bien protegida ventana.

A las seis, Lillian Walford entró sin llamar. Era alta, con piernas de lanzadora de peso y gafas redondas que parecían ampliar su resuelta mirada. Empezó a ordenar papeles y a cerrar libros con la silenciosa eficiencia de una enfermera de noche.

Oficialmente, la señorita Walford estaba asignada a todos los profesores del departamento. Pero ella creía que Dios, en su infinita sabiduría, confiaba a cada uno de nosotros un alma de la que cuidar. Y si existía una pobre alma que necesitaba que la cuidarán, esa era el profesor Vicary. Durante diez años la señorita Walford había supervisado con precisión castrense todos los detalles de la en absoluto complicada existencia del profesor Vicary. Se había asegurado de que hubiese provisiones de comida en su domicilio de Draycott Place, de Chelsea, de que se le entregasen las camisas a tiempo y de que éstas tuvieran la exacta cantidad de almidón: no demasiado, para evitar que se irritase la delicada piel de su cuello. Le revisó las facturas y repasó con regularidad el estado de su mal administrada cuenta bancaria. Se encargó de contratar todas las temporadas a las nuevas doncellas, ya que los arrebatos de mal genio de Vicary impulsaban a las antiguas a despedirse. A pesar de la estrechez de su relación laboral, nunca se tutearon, nunca emplearon el nombre de pila al dirigirse el uno al otro. Ella era la señorita Walford y él era el profesor Vicary. Ella prefería que la denominasen asistente personal e, inusitadamente, Vicary se lo permitió.

La señorita Walford pasó junto a Vicary y cerró la ventana, no sin dirigirle una mirada ceñuda.

– Si no tiene inconveniente, profesor Vicary, me marcharé a casa ya.

– Claro, señorita Walford.

Alzó la mirada hacia ella. Era un hombre bajito y quisquilloso, un ratón de biblioteca, calvo a excepción de unas cuantas hebras de pelo gris, tan escasas como incontrolables. Las gafas de media luna que durante largos años sufrieron las lecturas de su dueño descansaban sobre la punta de la nariz. Los cristales lucían las marcas borrosas de huellas digitales, resultado de la costumbre del profesor Vicary de quitárselas y volvérselas a poner siempre que estaba nervioso. Llevaba una chaqueta de tweed bastante maltratada por las inclemencias del tiempo y una corbata cuidadosamente elegida y manchada de té. Su forma de andar era un número humorístico muy celebrado en la universidad; sin que él lo supiera, algunos estudiantes se habían especializado en imitarlo. Una rodilla destrozada en el curso de la última guerra le había dejado rígida la articulación y, como consecuencia, una cojera mecánica… Era un soldado de juguete cuya maquinaria ya no funcionaba como debiera, pensaba la señorita Walford. Tenía tendencia a agachar la cabeza para mirar por encima de las gafas de leer y parecía estar siempre corriendo hacia un punto al que prefería no llegar.

– El señor Ashworth dejó hace un momento en su casa un par de estupendas chuletas de cordero -informó la señorita Walford, a la vez que fruncía el ceño al ver el montón de papeles desordenados que cubría la mesa, como si el profesor Vicary fuese un niño revoltoso-. Dijo que es posible que sea el último cordero que pueda conseguir en mucho tiempo.

– Eso debo creer -repuso Vicary-. En el menú del Connaught hace semanas que no aparece la carne.

– Esto ya empieza a resultar un poco absurdo, ¿no le parece, profesor Vicary? El gobierno ha decretado hoy que se pinten de color gris camuflaje los techos de todos los autobuses de Londres -dijo la señorita Walford-. Creen que a la Luftwaffe le será así más difícil bombardearlos.

– Los alemanes son implacables, señorita Walford, pero ni siquiera ellos perderán el tiempo tratando de alcanzar con sus bombas a los autobuses de pasajeros.

– También ha ordenado el gobierno que nos abstengamos de disparar a las palomas mensajeras. Por favor, ¿podría explicarme cómo se supone que puedo distinguir una paloma mensajera de una paloma sin más?

– Lo que no puedo decirle es la cantidad de veces que he sentido la tentación de disparar a las palomas -respondió Vicary.

– Por cierto, me he tomado la libertad de pedir un poco de salsa de menta -explicó la señorita Walford-. Sé muy bien que comer chuletas de cordero sin salsa de menta puede estropearle la semana.

– Gracias, señorita Walford.

– Ha llamado su editor para decir que ya están listas, para que las corrija usted, las pruebas de su último libro.

– Y sólo con cuatro semanas de retraso. Toda una plusmarca para Cagley. Recuérdeme que debo buscar un nuevo editor, señorita Walford.

– Sí, profesor Vicary. Ha llamado también la señorita Simpson y ha dicho que le es imposible de todo punto cenar con usted esta noche. Su madre se ha puesto enferma. Me ha encargado que le diga que no se trata de nada grave.

– ¡Maldita sea! -murmuró Vicary. Había soñado con aquella cita con Alice Simpson. Era la relación más seria que tenía con una mujer en mucho tiempo.

– ¿Nada más?

– Sí… Telefoneó el primer ministro.

– ¿Cómo? ¿Por qué diablos no me avisó?

– Usted dejó estrictas instrucciones de que no se le molestase. Cuando se lo expresé al señor Churchill se mostró comprensivo deveras. Asegura que a él nada le incomoda tanto como que le interrumpan cuando está escribiendo.

Vicary arrugó el ceño.

– A partir de ahora, señorita Waldorf, cuenta usted con mi expreso permiso para interrumpirme cuando telefonee el señor Churchill.

– Sí, profesor Vicary -replicó la señorita Waldord, impertérrita en su convencimiento de que había actuado apropiadamente.

– ¿Qué dijo el primer ministro?

– Se le espera a usted mañana en Chartwell para almorzar.

Vicary variaba el itinerario de sus paseos de vuelta a casa, de acuerdo con el talante en que se encontraba. A veces prefería avanzar a codazos por una ajetreada calle comercial o a través de los ronroneantes gentíos del Soho. En otras ocasiones abandonaba las principales y concurridas arterias y vagaba por las tranquilas calles residenciales, donde de vez en cuando hacía un breve alto para contemplar algún espléndido ejemplo de arquitectura georgiana aflojaba el paso para escuchar unos acordes musicales, un estallido de risas o el tintineo de unas copas que se servían en alguna feliz fiesta de cóctel.

Aquella noche avanzó como flotando por una tranquila calle mientras agonizaba el crepúsculo.

Antes de la guerra había pasado la mayor parte de las noche investigando en la biblioteca, yendo como un fantasma de un rimero de libros a otro hasta la madrugada. Algunas noches se quedaba dormido. La señorita Walford tenía dadas instrucciones precisas a los bedeles nocturnos: cuando lo encontrasen así, debían despertarlo, ponerle su impermeable y enviarlo a casa.

La orden de apagar todas las luces había cambiado esa norma. Cada noche, la ciudad quedaba sumida en una absoluta oscuridad. Los vecinos de Londres se desorientaban al circular por calles que habían recorrido durante años y años. Para Vicary, que padecía ceguera nocturna, el oscurecimiento convirtió en prácticamente imposible el regreso a casa. Imaginaba que aquello debía de ser como dos milenios antes, cuando Londres no era más que un puñado chozas levantadas a lo largo de las cenagosas orillas del río Támesis. El tiempo se había diluido, los siglos se retiraron, el innegable progreso del hombre tuvo que hacer un alto obligado por la amenaza de los bombarderos de Goering. Todas las tardes Vicary salía huyendo de la universidad y corría a casa antes de quedarse varado en la oscura zona de las calles de Chelsea. Una vez a salvo en su domicilio, se tomaba los dos vasos de borgoña estatuidos y se comía el plato de chuletas y guisantes que le había dejado su doncella en el horno. De no tener preparadas sus comidas, se hubiera muerto de hambre, porque aún seguía bregando inútilmente con las complejidades de la moderna cocina inglesa.