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Después de la cena, un poco de música, una obra radiofónica o incluso una novela de detectives, obsesión particular que no compartía con nadie. A Vicary le gustaban los misterios; le encantaban los enigmas. Disfrutaba utilizando su capacidad razonadora y deductiva para resolver los casos mucho antes de que el autor lo hiciera para por él. También le gustaba estudiar los personajes de los relatos de misterio y a menudo encontraba paralelismos relacionados con propia tarea: por qué las buenas personas cometían actos infames. El sueño era una cuestión progresiva. Empezaba en su silla preferida, con la lámpara de lectura aún encendida. Luego Vicary se trasladaba al sofá. Después, por regla general durante las horas en que ya se anunciaba el alba, subía las escaleras rumbo al dormitorio. A veces, la concentración que requería desnudarse le despabilaba demasiado como para que el sueño volviera luego a presentarse, así que permanecía despierto en la cama, sin hacer otra cosa que pensar y esperar las claridades grisáceas del amanecer y el cotorreo burlón de la vieja urraca que acudía todas las mañanas a chapotear en la pila para pájaros del jardín.

Dudaba mucho de que aquella noche le fuera posible pegar ojo; iba a serle difícil después de la convocatoria de Churchill.

No era extraño que Churchill le llamase al despacho; se trataba justamente del momento oportuno.

Vicary y Churchill eran amigos desde el otoño de 1935, cuando Vicary asistió a una conferencia que pronunciaba Churchill en Londres. Confinado en el páramo del último banco, Churchill era una de las pocas voces que se alzaban en Gran Bretaña para advertir de la amenaza que representaban los nazis. Aquella noche anunció que Alemania se estaba rearmando a ritmo febril, que Hitler pretendía lanzarse a la lucha en cuanto se considerase en condiciones de hacerlo. Inglaterra debía rearmarse, argumentó, o afrontar la esclavitud a que la someterían los nazis. El auditorio pensaba que Churchill había perdido la razón y le interrumpieron y acosaron implacablemente. Churchill tuvo que guardarse sus comentarios y regresar a Chartwell, mortificado.

Vicary contempló el espectáculo de aquella noche, de pie en el fondo de la sala de conferencias. También él había estado observando atentamente a Alemania desde la subida de Hitler al poder. De un modo discreto no había dejado de vaticinar a sus colegas que Inglaterra y Alemania no tardarían en estar en guerra, tal vez al final del decenio. Nadie le hizo caso. Muchos opinaban que Hitler era una estupenda contrapartida que equilibraba el poder de la Unión Soviética y al que por tanto había que apoyar. Vicary pensaba que eso era una enorme tontería. Como el resto del país, consideraba que Churchill resultaba un tanto aventurero, excesivamente belicoso. Pero en lo concerniente a los nazis, Vicary creía que Churchill daba justo en el clavo.

Cuando llegó a casa, Vicary se sentó a su escritorio y escribió la siguiente nota de una sola frase: «He asistido a la conferencia que ha dado usted en Londres y estoy de acuerdo con todas y cada una de las palabras que ha pronunciado». Al cabo de cinco días llegaba al domicilio de Vicary la respuesta de Churchilclass="underline" «Dios mío, no estoy sólo después de todo. ¡El gran Vicary está a mi lado! Tenga la bondad de hacerme el honor de venir a Chartwell a almorzar conmigo el próximo domingo».

Aquel primer encuentro fue un éxito. Vicary se vio atraído de inmediato al interior del círculo de académicos, periodistas, funcionarios civiles y oficiales militares que durante el resto de la década proporcionarían a Churchill consejo e información sobre Alemania. Churchill obligaba a Vicary a escuchar mientras recorría de un lado a otro el antiguo suelo entarimado de su biblioteca y explayaba sus teorías acerca de las intenciones alemanas. En ocasiones, Vicary se mostraba en desacuerdo y obligaba a Churchill a clarificar sus posiciones. A veces, Churchill perdía los nervios y se negaba a rectificar. No obstante, Vicary se mantenía en sus trece. Así fue cimentándose su amistad.

Ahora, mientras caminaba a través de la creciente penumbra del anochecer, Vicary iba pensando en la convocatoria de Churchill para que acudiese a Chartwell. Desde luego, no iba a tratarse de una simple charla amistosa.

Vicary torció por una calle flanqueada por blancas terrazas georgianas que los postreros minutos del ocaso pintaban de rosa. Caminaba despacio, como si se hubiera perdido, aferrando con una mano la pesada cartera, mientras la otra se hundía en el bolsillo del impermeable. Una mujer atractiva, aproximadamente de su edad, salió de un portal. La seguía un hombre bien parecido, con expresión de aburrimiento en la cara. Incluso a aquella distancia, incluso a pesar de su vista deficiente, Vicary observó que se trataba de Helen. La hubiera reconocido en cualquier sitio: el porte erguido, el largo cuello, los andares desdeñosos, como si estuviera a punto de tropezar con algo desagradable. Vicary la vio subir a la parte posterior de un automóvil con chófer. El coche se apartó del bordillo de la acera y rodó en dirección a Vicary. «¡Apártate, maldito idiota! ¡No la mires!» Pero fue incapaz de atender su propia advertencia. Al pasar el vehículo por su lado, volvió la cabeza y echó una mirada al asiento trasero. Ella le vio, sólo durante unos segundos, pero fue el tiempo suficiente: Violenta, desvió rápidamente la vista. A través del cristal de la ventanilla posterior, Vicary observó que la mujer apartaba la mirada y dirigía un cuchicheo a su esposo, el cual echó la cabeza hacia atrás a la vez que soltaba una carcajada.

«¡Imbécil! ¡Maldito imbécil atontado!»

Vicary reanudó la marcha. Levantó la cabeza y vio al coche desaparecer al doblar una esquina. Le hubiera gustado saber a dónde se dirigían; a otra fiesta, al teatro tal vez. «¿Por qué no puedes quitártela de la cabeza? Han pasado veinticinco años, por el amor de Dios. -Y luego pensó también-: ¿Y por qué tu corazón acelera sus latidos como ocurrió la primera vez que viste su cara?»

Apretó el paso cuanto pudo, hasta que el cansancio le dominó y se quedó sin aliento. En su cerebro no podía entrar ningún pensamiento, nada que no fuese ella. Llegó a un patio de recreo y se detuvo ante la verja de hierro forjado, desde donde contempló a través de los barrotes a los niños que jugaban allí. Iban demasiado abrigadospara el mes de mayo y corrían y saltaban por el patio como pequeños pingüinos regordetes. Cualquier espía alemán que anduviese al acecho se daría cuenta seguramente de que la mayor parte de los londinenses habían hecho oídos sordos al aviso del gobierno y conservaban a sus hijos con ellos en la ciudad. Aunque en circunstancias normales los niños le eran indiferentes por completo, Vicary continuó de pie ante la verja y escuchó fascinado los gritos de aquellos pequeños, mientras pensaba que no había nada tan reconfortante como las voces de los chiquillos disfrutando de sus juegos.

El automóvil de Churchill le estaba esperando en la estación. Rodó velozmente, con la capota sin desplegar, a través de la verde y ondulante campiña del sureste de Inglaterra. El día era fresco y ventoso, y todo parecía encontrarse en plena floración. Sentado en la parte de atrás, Vicary mantenía cerradas sobre el cuello, con una mano, las solapas del abrigo, y con la otra apretaba el sombrero contra la cabeza. El viento sacudía el interior del coche descubierto como un vendaval que se precipitase por encima de la proa de un buque. Vicary debatió consigo mismo la conveniencia de decirle al conductor que se detuviera para levantar la capota. Comenzó el inevitable acceso de estornudos, al principio como el simple fuego esporádico de un francotirador, para ir aumentando después en intensidad y convertirse en una continua descarga graneada. A Vicary le era imposible decidir qué mano debía destinar a cubrirse la boca. Giraba repetidamente la cabeza para estornudar, a fin de que el viento se llevase las nubecillas de humedad y gérmenes.

Por el espejo retrovisor, el chófer observó las rotaciones de Vicary y se alarmó.

– ¿Quiere que frene, profesor Vicary? -preguntó, a la vez que levantaba el pie del acelerador.

El ataque de estornudos amainó y Vicary pudo entonces disfrutar del viaje. Lo cierto era que el paisaje rural le tenía sin cuidado. Él era londinense. Le gustaban las multitudes, el ruido y el tráfico, y tendía a sentirse desorientado en los espacios abiertos. También aborrecía la quietud de las noches. Sumido en ella su mente deambulaba a la deriva y no tardaba en tener la convicción de que la oscuridad hervía de vigilantes al acecho. Pero ahora se arrellanó en el asiento del automóvil y se maravilló ante la belleza natural de la campiña de Inglaterra.

El automóvil entró en el paseo de acceso a Chartwell. Al apearse Vicary, su pulso avivó el ritmo. Cuando se acercaba a la puerta, ésta se abrió y un asistente de Churchill, Inches, apareció en el umbral para darle la bienvenida.

– Buenos días, profesor Vicary. El primer ministro espera su llegada con gran impaciencia.

Vicary le entregó el abrigo y el sombrero y entró en la casa. En el salón, alrededor de una docena de hombres y un par de muchachas estaban entregados al trabajo, algunos de uniforme, otros, como Vicary, de paisano. Hablaban en tono apagado, de confesionario, como si las noticias fuesen malas. Repiqueteó un teléfono, y, luego otro. Descolgaron ambos aparatos tras el primer timbrazo,