El taxi se detuvo. El taxista volvió la cabeza y preguntó: -¿Está segura de que este es el lugar?
Catherine miró por la ventanilla. Estaban parados delante de una hilera de almacenes bombardeados y abandonados. Las calles aparecían desiertas. Si alguien la hubiera seguido era imposible no detectarlo allí. Catherine pagó la carrera y se apeó. El taxi se alejó. Segundos después se aproximó una furgoneta de color negro, con dos hombres en el asiento delantero. Pasó por delante de Catherine y continuó calle abajo. La estación del metro de Stockwell se encontraba a corta distancia. Catherine abrió el paraguas para protegerse de la lluvia, anduvo con paso rápido hasta la estación y sacó un billete para Leicester Square. El tren estaba a punto de salir en el instante en que ella llegaba al andén. Cruzó las puertas antes de que pudieran cerrarse y encontró asiento.
De pie en el quicio de un portal cerca de la plaza de Leicester, Horst Neumann comía pescado y patatas fritas del envoltorio de papel de periódico que sostenía con una mano. Acabó con el último trozo de pescado y automáticamente sintió náuseas. Divisó a Catherine, que entraba en la plaza entre un grupito de peatones. Neumann hizo una bola con la aceitosa hoja de periódico, la arrojó a una papelera y echó a andar en pos de la mujer. Al cabo de un minuto se puso a su altura. Catherine siguió con la vista al frente, como si no supiese que Neumann caminaba a su lado. Alargó la mano y puso la película en la de Neumann. Sin pronunciar palabra, él dejó en la mano de Catherine un trocito de papel. Se separaron. Neumann se sentó en un banco de la plaza y la observó alejarse.
Alfred Vicary preguntó:
– ¿Y qué pasó luego?
– Se metió en la estación de metro de Stockwell -dijo Harry-. Enviamos un hombre para que hiciera lo propio, pero cuando llegó al andén ella acababa de subir a un vagón y el tren se alejaba.
– ¡Maldita sea! -murmuró Vicary.
– En Waterloo, pusimos un hombre en el tren y recuperamos la pista.
– ¿Cuánto tiempo anduvo sola?
– Alrededor de cinco minutos.
– Tiempo de sobra para conectar con otro agente.
– Eso me temo, Alfred.
– ¿Y después qué?
– La rutina de costumbre. Llevó a su estela a los vigilantes porel West End durante cosa de hora y media. Al final, entró en un café y nos concedió un descanso de treinta minutos. Luego, a Leicester Square. Un cruce de la plaza y regreso a Earl’s Court.
– ¿Ningun contacto con nadie?
– Ninguno que detectáramos.
– ¿Qué me dices de Leicester Square?
– Los vigilantes no vieron nada.
– ¿El buzón de Bayswater Road?
– Confiscamos su contenido. Encima del montón de correspondencia encontramos un sobre vacío sin sello ni dirección. Un truco para comprobar si la seguían.
– Maldita sea, pero es buena.
– Una profesional.
Vicary formó con los dedos de ambas manos la aguja de un campanario.
– No creo que ande dando vueltas por ahí simplemente porque le guste tomar el aire fresco, Harry. De modo que ha dejado caer algo o se ha encontrado con un agente.
– Debe de haber sido en el vagón del metro -opinó Harry.
– Puede haber sido en cualquier puñetera parte -profirió Vicary. Dejó caer el brazo violentamente contra el costado de la silla-. ¡Maldita sea!
– Tenemos que continuar siguiéndola. Tarde o temprano, cometerá un error.
– Yo no contaría con eso, Harry. Y cuanto más tiempo sigamos pisándole los talones, más probabilidades hay de que se dé cuenta de que la siguen. Y si detecta la cola…
– …estamos listos -dijo Harry, rematando el pensamiento de Vicary.
– Exacto, Harry. Estamos listos.
Vicary deshizo la aguja de templo para tener las manos libres y poder cubrir el prolongado bostezo.
– ¿Hablaste con Grace?
– Sí. Buscó los nombres por todos los medios que se le ocurrieron. Pero no encontró nada.
– ¿Qué hay de Broome?
– Lo mismo. No es el nombre en clave de ningún agente. Harry contempló a Vicary durante largo rato.
– ¿Te importaría explicarme ahora por qué pedir a Grace que buscara esos nombres?
Vicary levantó la cabeza y afrontó la mirada de Harry.
– Si te lo explicara, me tendrías cogido. No es nada, sólo que mis ojos me juegan malas pasadas. -Vicary echó un vistazo a su reloj de pulsera y volvió a bostezar-. Tengo que despachar con Boothby y recoger la próxima remesa de material de Timbal.
– ¿Vamos avanzando, pues?
– A menos que Boothby diga lo contrario, nos movemos hacia adelante.
– ¿Qué planes tienes para esta noche?
Vicary se puso laboriosamente en pie y se embutió en la gabardina.
– Se me ha ocurrido que cenar un poco e ir a bailar al club Cuatrocientos seria un bonito cambio de ritmo. Necesitaré que haya alguien allí dentro para vigilarlos. ¿Por qué no le pides a Grace que te acompañe? Pasa una buena velada por cuenta del departamento.
42
Berchtesgaden
– Me sentiría mejor si esos hijos de mala madre estuviesen delante de nosotros en vez de llevarlos detrás -comentó Wilhelm Canaris malhumoradamente mientras el Mercedes oficial se deslizaba veloz por la blanca calzada de hormigón de la autopista, rumbo al pueblecito del siglo xvi de Berchtesgaden.
Vogel volvió la cabeza para mirar por la ventanilla trasera. Tras ellos, en un segundo coche oficial, iban el Reichsführer Heinrich Himmler y el Brigadeführer Walter Schellenberg.
Vogel apartó la vista y miró por la ventanilla lateral. La nieve caía mansamente sobre el pintoresco pueblecito. A su nada poético modo pensó que el lugar parecía una postal barata. «¡Venid a la hermosa aldea de Berchtesgaden! ¡Hogar del Führer!». Le fastidiaba enormemente verse arrastrado tan lejos de Tirpitz Ufer en un momento crítico como aquel. Pensó: «¿Por qué no puede quedarse en Berlín como todos nosotros?». O permanecía enterrado en su Wolfschanze de Rastenberg o encaramado en su Adlerhorst de Baviera.
Vogel había decidido sacarle provecho a aquel viaje; tenía intención de cenar-y pasar la noche con Gertrude y las niñas. Estaban con la madre de Trude, en un pueblo a dos horas de coche de Berchtesgaden. Dios, ¿cuánto tiempo había pasado? Un día por Navidades; dos días en octubre, antes de eso. Con aquella traviesa voz suya, Trude le había prometido asado de cerdo con patatas y coles, como también prometió hacerle trabajitos maravillosos para alegrarle el cuerpo, delante de la chimenea, cuando sus padres y las niñas se hubiesen ído a la cama. A Trude le encantaba hacer el amor así, en algún sitio inseguro, donde corrieran el riesgo de que los sorprendiesen. A ella siempre le resultaban más excitantes esos números, como lo fueron veinte años atrás, cuando él era estudiante en Leipzig. Para Vogel, la excitación llevaba mucho tiempo ausente en el acto sexual. Ella la eliminó -lo hizo adrede como castigo por haberla enviado a Inglaterra.