«Obsérvame bien y recuerda esto la próxima vez que estés con tu esposa.»
Vogel pensó: «Dios mío, ¿por qué estoy pensando en ella ahora?». Se las había arreglado para evitar que Gertrude se percatase de esos sentimientos, de la misma manera que se las había arreglado para ocultarle otras cosas. No era un embustero nato, pero había aprendido a ser un buen mentiroso. Gertrude aún creía que Vogel era consejero jurídico personal del círculo interno de Canaris. Ignoraba por completo que era oficial controlador de la más secreta red de espionaje de la Abwehr en Gran Bretaña. Como de costumbre, también le había mentido acerca de lo que estaba haciendo por allí aquel día. Trude le creía en Baviera, en una gestión rutinaria para Canaris, y no subiendo el monte Kehlstein al objeto de informar al Führer respecto a los planes del enemigo para invadir Francia. Vogel temía que Gertrude le abandonara, caso de enterarse de la verdad. La había mentido demasiadas veces, llevaba engañándola demasiado tiempo. No volvería a confiar en él nunca más. Vogel pensaba a menudo que le sería más fácil hablarle de su aventura con Anna que confesarle que había sido maestro de espías para Hitler.
Canaris daba de comer galletas a los perros. Vogel lanzó una ojeada a la escena y luego desvió la vista. ¿Era realmente posible? ¿Era un traidor el hombre que le había arrancado del ejercicio de la carrera de Derecho para transformarle en uno de los espías supremos de la Abwehr? Desde luego, Canaris no se esforzaba lo más mínimo en disimular el desprecio que le producían los nazis, demostrado a través de su negativa a ingresar en el partido y de la constante riada de comentarios sarcásticos relativos a Hitler. ¿Pero su desdén había desembocado en traición? Si Canaris resultaba ser un traidor, las consecuencias para la red de la Abwehr en Gran Bretaña serían desastrosas; Canaris se encontraba en situación de revelarlo todo. Vogel pensó: «Si Canaris es un traidor, ¿cómo es que la mayoría de las redes de la Abwehr en Inglaterra aún siguen funcionando?». Eso carecía de sentido. Si Canaris hubiese traicionado a las redes, los británicos los habrían arrollado a todos en un santiamén. El mero hecho de que la inmensa mayoría de los agentes alemanes enviados a Inglaterra continuasen en sus puestos podía tomarse como prueba de que Canaris no era un traidor.
La propia red de Vogel era teóricamente inmune a la traición. Dada su disposición, Canaris sólo conocía los detalles más inciertos de la Cadena-V. Los caminos de los agentes de Vogel no se cruzaban con los de los otros agentes, y viceversa. Tenían sus propios códigos de radio, procedimientos de encuentro y sistemas de financiación independientes. Y Vogel se mantenía al margen de Hamburgo, centro de control de las redes inglesas. Recordaba a algunos de los idiotas que Canaris y otros oficiales de control enviaron a Inglaterra, especialmente en el verano de 1940. cuando la invasión de Gran Bretaña parecía encontrarse a la vuelta de la esquina y Canaris arrojó por la ventana toda precaución. Sus agentes estaban mal entrenados y mal financiados. Vogel sabía que a algunos de ellos sólo les dieron doscientas libras -una miseria- porque la Abwehr y el Estado Mayor estaban convencidos de que Gran Bretaña caería con la misma facilidad que Polonia y Francia. La mayoría de los nuevos agentes eran unos majaderos, como aquel idiota de Karl Becker, un pervertido, un glotón, que estaba en el juego del espionaje sólo por el dinero y la aventura. Vogel se preguntaba cómo era posible que un tipo como aquel se las hubiera ingeniado para evitar que lo capturasen. A Vogel no le gustaban los aventureros. Desconfiaba de todo aquel que deseara de verdad ir al otro lado de las líneas enemigas para trabajar de espía; sólo un tonto podía desear tal cosa. Y los tontos resultaban malos agentes. Vogel sólo deseaba personas con la inteligencia y los atributos suficientes para ser un buen espía. Lo demás -la motivación, la cualificación y la voluntad de emplear la violencia cuando fuera necesario.- se lo podía proporcionar él.
En el exterior, la temperatura descendía gradualmente mientras rodaban por la serpenteante Kehlsteinstrasse arriba. El motor del coche se esforzaba, los neumáticos patinaban sobre el hielo que cubría la superficie de la carretera. Al cabo de unos momentos, el chófer detuvo el vehículo ante dos inmensas puertas de bronce en la base del monte Kehlstein. Un equipo de hombres de las SS efectuó una rápida inspección, después abrieron las puértas y oprimieron un solo botón. El automóvil dejó la nieve arremolinada de la Kehlsteinstrasse y penetró en un largo túnel. Las paredes de mármol relucían a la luz de los ornamentados faroles de bronce.
El famoso elevador de Hitler los esperaba. Se parecía mucho a una pequeña habitación de hotel, con su alfombra de felpa, sus sillas tapizadas de cuero y su batería de teléfonos. Vogel y Canaris entraron los primeros. Canaris se sentó al instante y encendió un cigarrillo, de forma que la cabina estaba llena de humo cuando llegaron Himmler y Schellenberg. Los cuatro hombres permanecieron sentados en silencio, cada uno de ellos mirando al frente, mientras el elevador los trasladaba hacia el Obersalzberg, mil ochocientos metros por encima de Berchtesgaden. Molesto por la humareda, Himmler se llevó la enguantada mano a la boca y tosió suavemente.
A Vogel le zumbaban los oídos a causa del rápido cambio de altitud. Miró a los tres hombres que ascendían con él, los tres oficiales de información más poderosos del Tercer Reich: un avicultor, un pervertido y un quisquilloso pequeño almirante que muy bien podía ser un traidor. En las manos de aquellos hombres descansaba el futuro de Alemania.
«Que Dios nos ayude a todos, pensó Vogel.
El gigante nórdico que ejercía de jefe de la escolta personal SS de Hitler les acompañó al interior del salón. Vogel, por regla general indiferente a los escenarios naturales, se quedó atónito ante la belleza de la vista panorámica. Contempló a sus pies las torres y las colinas de Salzburgo, lugar de nacimiento de Mozart. Cerca de Salzburgo se alzaba la Unterberg, la montaña donde el emperador Federico Barbarroja esperó la legendaria llamada para levantarse yrestaurar la gloria de Alemania. La propia habitación tenía quince por dieciocho metros, y cuando Vogel llegó a la zona donde estaban los asientos cercanos al fuego la cabeza se le iba por culpa de la altitud. Se sentó en la esquina de un sofá rústico y sus ojos exploraron las paredes. Las cubrían enormes óleos y tapices. Vogel admiró la colección del Führer: un desnudo que creyó pintado por Tiziano, un paisaje obra de Spitzwg, ruinas romanas de Pannini. Había un busto de Wagner y un reloj enorme coronado por un águila de bronce. Un criado sirvió silenciosamente café a los invitados y té a Hitler. Las puertas se abrieron segundos después y Hitler irrumpió en la estancia con paso más que firme. Como de costumbre, Canaris fue el último en levantarse. El Führer hizo un gesto con la mano para indicarles que volvieran a sus asientos y él permaneció de pie, para poder así pasear por la habitación.
– Capitán Vogel -empezó Hitler sin preámbulos-. Tengo entendido que su agente en Londres se ha marcado otro tanto.
– Así lo creo, mi Führer.
– Por favor, no lo mantenga en secreto por más tiempo.
Bajo la vigilante mirada de los hombres de las SS, Vogel abrió la cartera.