Antes de que Colville le golpease de nuevo, Neumann impulsó la rodilla hacia arriba y la hundió brutalmente en la ingle de su antagonista. Colville se dobló por la cintura y un gemido ronco resonó en las profundidades de su garganta. Neumann volvió a levantar la rodilla, esa vez contra el rostro de Colville, donde astilló un hueso; se adelantó, alzó el brazo y hundió el codo, en golpe de arriba abajo, en la parte lateral de la cabeza de Colville.
A Colville se le doblaron las rodillas y se derrumbó, casi inconsciente.
– No te levantes, Martin -aconsejó Neumann-. Si sabes lo que te conviene, quédate donde estás.
Neumann oyó entonces un grito. Al levantar la mirada vio a Jenny que corría hacia él.
Aquella noche, Neumann yacía despierto en la cama. Había dormido un poco, intermitentemente, pero el dolor le despertó. Ahora permanecía tendido, muy quieto, mientras escuchaba el batir del viento contra el muro lateral de la casa. Podía oír también, a lo lejos, la incesante acometida de las olas contra la costa. No sabíaqué hora era. Su reloj de pulsera estaba encima de la mesita de noche lindante con la cabecera de la cama. Se incorporó apoyándose en un codo, alargó la mano hacia el reloj, emitió un gemido de dolor y miró la esfera luminosa. Cerca de medianoche.
Se dejó caer sobre la almohada y contempló el techo. Pelearse con Martin Colville había sido un error estúpido. Había puesto en peligro su cobertura y la seguridad de la operación. Y herido a Jenny. Delante de la taberna, la muchacha le había insultado a gritos y le había golpeado en el pecho con sus puños. Estaba furiosa con él por haber hecho daño a su padre. Él sólo quería dar una lección a aquel cabrón, pero le salió el tiro por la culata. Ahora, tendido en la cama, mientras escuchaba la confusa cadencia de aquel viento continuo, se preguntó si no estaría sentenciada toda la operación. Pensó en el comentario de Catherine en Hampstead Heath. Algo como: «Algunas cosas se han estropeado. No creo que mi tapadera pueda mantenerse durante mucho tiempo más». Pensó en la orden de Vogel, instándole a llevar a cabo la contravigilancia. Se preguntó si todos ellos -Vogel, Catherine, él- habían cometido ya errores fatales.
Neumann hizo inventario de sus heridas. Las lesiones parecían estar por todas partes. Tenía las costillas magulladas y doloridas -respirar era puro sufrimiento-, pero todo indicaba que no había ningún hueso roto. La lengua estaba hinchada y cuando la pasaba por el cielo de la boca notaba el corte que hendía su superficie. Se llevó la mano a la mejilla. Mary se había esmerado al máximo para cerrar la herida sin que le aplicasen puntos… Acudir a un médico era imposible. Comprobó que la venda estaba fija en su sitio. Incluso el roce más leve le arrancaba un respingo de dolor.
Neumann cerró los ojos e intentó dormir. Empezaba a conciliarel sueño cuando oyó el ruido de un paso en el descansillo, al otro lado de la puerta. Instintivamente, alargó la mano hacia la Mauser.Oyó otro paso y luego el crujido del piso bajo el peso de una persona. Levantó la Mauser hasta encañonar la puerta. Percibió el ruidode alguien que accionaba el tirador. Pensó: «Si el MI-5 viniese por mí, desde luego no trataría de deslizarse subrepticiamente en mi habitación por la noche». Se abrió la puerta y una pequeña figura recortó su silueta en el espacio abierto. A la tenue claridad de su lámpara Neumann vio que se trataba de Jenny Colville. Sosegadamente, dejó la Mauser en el suelo, junto a la cama y susurró:
– ¿Qué crees que estás haciendo?
– He venido a ver cómo estás.
– ¿Saben Sean y Mary que estás aquí?
– No. Me he colado. -Se sentó en el borde del camastro-. ¿Cómo te sientes?
– He pasado por cosas peores. Vaya puñetazos que sacude tu padre. Claro que qué te voy a contar a ti, lo sabes mejor que yo. Ella tendió la mano y le tocó la cara.
– Debería verte un médico. Tienes un corte horrible en la cara.
– Mary hizo un trabajo excelente.
Jenny sonrió.
– Tuvo que practicar mucho con Sean. Dice que cuando Sean era joven, la noche del sábado no era noche del sábado si no acababa con un buen zafarrancho fuera de la taberna.
– ¿Cómo está tu padre? Creo que se me fue la mano y le sacudí una más de la cuenta.
– Se repondrá. Bueno, tiene la cara hecha una pena. Pero, de todas formas, nunca fue muy guapo.
– Lo siento, Jenny. Toda la cuestión fue ridícula. Debí ser sensato. No debí hacerle caso.
– El tabernero dijo que la reyerta la provocó mi padre. Merece lo que ha conseguido. Se lo estaba buscando desde hace mucho tiempo.
– ¿Ya no estás enfadada conmigo?
– No. Es la primera vez que alguien sale en mi defensa. Lo que hiciste fue algo muy valiente. Mi padre es fuerte como un buey; Podría haberte matado. -Levantó la mano de encima de su rostro y se la pasó por el pecho-. ¿Dónde aprendiste a pelear así?
– En el ejército.
– Fue espantoso. Dios mío, ¡pero si tienes el cuerpo cubierto de cicatrices!
– He llevado una vida muy rica y satisfactoria.
Jenny se le acercó más.
– ¿Quién eres, James Porter? ¿Y qué estás haciendo en Hampton Sands?
– He venido a protegerle.
– ¿Eres mi caballero de reluciente armadura?
– Algo así.
Jenny se levantó bruscamente y se quitó el jersey pasándolo por encima de la cabeza.
– Jenny, ¿qué crees que estás…?
– Chisssst, vas a despertar a Mary.
– No puedes quedarte aquí.
– Son más de las doce. No pensarás echarme en una noche como esta, ¿verdad?
Antes de que pudiera contestar a la pregunta, Jenny se había quitado las botas altas y los pantalones. Se metió en la cama, y se acurrucó junto a él y bajo su brazo.
– Si Mary te encuentra aquí -dijo Neumann-, me matará.
– No le tendrás miedo a Mary, ¿eh?
– A tu padre le puedo parar los pies. Pero Mary es harina de otro costal.
Ella le besó en la mejilla y dijo:
– Buenas noches.
Al cabo de unos minutos, la respiración de Jenny había adoptado el ritmo del sueño. Neumann inclinó la cabeza contra la de la muchacha, se puso a escuchar el viento e instantes después, también dormía.
45
Berlín
Los Lancaster llegaron a las dos de la madrugada, Vogel, que dormía a ratos en el catre de campaña que tenía en su despacho, se levantó y se acercó a la ventana. Berlín se estremecía bajo el impacto de las bombas. Separó las cortinas impuestas por el oscurecimiento y miró a la calle. El coche seguía allí, un enorme sedán negro, aparcado junto a la acera de enfrente. Llevaba allí toda la noche, como antes estuvo toda la tarde. Vogel sabía que lo ocupaban tres hombres, por lo menos, porque veía las brasas de sus cigarrillos brillando en la oscuridad. Sabía igualmente que el motor estaba en marcha, porque le era posible distinguir el humo que despedía el tubo de escape hacia el helado aire nocturno. Al profesional que llevaba dentro le sorprendía lo chapucero de aquella vigilancia. Fumar, a sabiendas de que el resplandor del ascua sería visible en la oscuridad. Tener el motor en marcha para disfrutar de calor, incluso aunque el aficionado más lerdo sabe lo fácil que resulta así detectar el tubo de escape. Claro que la Gestapo no necesitaba preocuparse mucho de la técnica y el conocimiento del oficio. Se fiaban más del terror y la fuerza bruta. Los martillazos.
Vogel pensó en su conversación con Himmler en la casa de Baviera. Tuvo que reconocer que la teoría de Himmler no dejaba de tener cierta dosis de sentido. El hecho de que la mayoría de las redes de información alemanas establecidas en Gran Bretaña continuasen siendo operativas no demostraba la lealtad de Canaris al Führer. Eran prueba de lo contrario, de su traición. Si el jefe de la Abwehr era un traidor, ¿por qué molestarse en arrestar y ahorcar públicamente a sus espías en Gran Bretaña? ¿Por qué no utilizar esos espías y, junto con Canaris, tratar de engañar al Führer con informaciones falsas y que conduzcan a conclusiones equivocadas?