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– Sí. Sé lo que quieres decir.

Helen le miró.

– ¿Aún tienes esa casa de Chelsea?

– Me han dicho que sigue allí. No la he pisado desde 1940 -repuso Vicary, en broma.

Helen apartó la vista del ventanal y miró a Vicary directamente a los ojos. Se inclinó hacia adelante y susurró:

– Quisiera que me llevases ahora allí y me hicieras el amor en tu cama.

– A mí también me gustaría, Helen. Pero me volverías a hacer polvo el corazón. Y, a mi edad, no creo que pudiera superarlo por segunda vez.

El semblante de Helen perdió toda expresión y su voz, cuando por último habló, sonó plana y apagada.

– Dios mío, Alfred, ¿cuándo te has convertido en un hijo de puta tan frío de corazón?

Las palabras le parecieron familiares, Luego se acordó que Boothby, cuando le cogió por un brazo, después del interrogatorio de Peter Jordan, le había hecho la misma pregunta, más o menos.

Una sombra se interpuso entre ellos. Pasó por el semblante deHelen, lo oscureció y luego se desplazó. La mujer estaba sentada muy quieta y rígida. Se le habían humedecido los ojos. Parpadeó a fin de eliminar las lágrimas y recobró la compostura. Vicary se sintió como un idiota. Todo aquello había ido demasiado lejos…, las riendas se les habían escapado de las manos. Fue un necio al ir a verla. Nada bueno podía salir de la entrevista. El silencio era ahora como metal rechinante. Con aire ausente, distraído, se palpó los bolsillos de la pechera en busca de las gafas de media luna y se esforzó en idear alguna excusa para justificar su marcha. Helen percibió su desasosiego. Aún de cara al ventanal, la mujer le facilitó la huida:

– Te he retenido demasiado tiempo. Ya sé que deberías estar devuelta en tu trabajo.

– Sí. Realmente debería estarlo. Lo siento.

Helen seguía mirando por el ventanal.

– No te dejes seducir por ellos. Cuando acabe la guerra, desembarázate de esos horribles trajes grises y vuelve a casa con tus libros. Me gustabas más entonces. -Vicary guardó silencio, sólo se la quedó mirando. Se inclinó con intención de besarla en la mejilla, pero ella le sostuvo la nuca con los dedos y le dio un leve beso en la boca. Luego le sonrió y dijo-: Confío en que cambies de idea… y pronto.

– Puede que lo haga, la verdad.

– Bueno.

– Adiós, Helen.

– Adiós, Alfred.

Helen le cogió la mano.

– Tengo que decirte una cosa más. Hagas lo que hagas, no te fíes de Basil Boothby, cariño. Es veneno. Nunca, jamás, le des la espalda.

Y Vicary recordó lo que Helen había dicho acerca de su único amante adúltero: «Era David vestido con otra ropa».

«No, Helen -pensó Vicary-. Era Boothby.»

Iba a pie. De haber podido, hubiera echado a correr. Anduvo sin rumbo, sin destino. Anduvo hasta que el tejido cicatrizado de su rodilla le abrasó como un hierro de marcar. Anduvo hasta que su tos de fumador sonó como la de un tísico. Los árboles desnudos del Creen Park se retorcían a impulsos del viento. Las ráfagas de aire sonaban como las aguas de un rápido. El ventarrón que se había levantado agitó los faldones de la gabardina, sin abotonar, y a punto estuvo de arrancársela del cuerpo. Se la sostuvo agarrando el cuello a la alturade la garganta y la prenda onduló sobre sus hombros como si fuera una capa. El oscurecimiento descendió como un velo. En la penumbra tropezó con un insolente norteamericano. «¡Eh, mira por donde vas, chaval!» Vicary murmuró una disculpa: «Lo siento mucho, perdone». En seguida se arrepintió. Estamos en nuestro maldito país aún.

Tuvo la sensación de que lo estaban trasladando, de que sus movimientos habían dejado de ser suyos. Recordó de pronto el hospital de Sussex donde se recuperó de las heridas. El muchacho que había recibido un balazo en la columna vertebral y ya no movería más los brazos y las piernas. El modo en que describió a Vicary el flotante entumecimiento que sentía cuando los médicos le movían las extremidades. «¡Por Dios, Helen! ¿Cómo pudiste…?

«¡Boothby! ¡Dios santo, Helen!» Centellearon por su mente indignas escenas de su única relación sexual con Helen. Cerró los ojos y trató de alejar aquellas imágenes. «¡Por todos los infiernos! ¡Por todoslos infiernos! ¡Con cualquiera menos con Basil Boothby!» Le maravilló la absurda forma en que una parte de su vida se doblaba e iba a tocar a la otra. Helen y Boothby…, qué disparate. Demasiadoabsurdo para imaginárselo. Pero era cierto, lo sabía.

¿Dónde estaba en aquel momento? Olfateó la cercanía del río y se encaminó hacia él. Victoria Embankment. Remolcadores atoando barcazas río arriba, luces sofocadas, el alarido de una lejana sirena de niebla. Oyó el gemido de placer de un hombre y pensó que, de nuevo, la imaginación le jugaba una mala pasada. Miró a su izquierda y, en la penumbra, distinguió la figura de una buscona con las manos dentro de la bragueta de un soldado. «¡Oh, buen Dios! ¡Perdón!»

Había echado a andar de nuevo. Le dominaba el apremiante impulso de llegarse al despacho de Boothby y propinarle un puñetazo en la cara. Pero recordó la talla física de Boothby y lo que se comentaba acerca de sus hazañas en la disciplina de las artes marciales, por lo que se dijo que lanzarse a tal designio equivaldría a un intento de suicidio. Le asaltó entonces el vivo deseo de regresar al Duke’s, reunirse con Helen, llevarla a casa consigo y al diablo las consecuencias. Entonces las imágenes del caso que tenía entre manos empezaron a estallar en su cerebro, como ocurría siempre. El expediente de Vogel vacío. Karl Becker en su viscosa celda… «Se lo dije a Boothby.» El rostro reventado de Rose Morely. La huida lacrimógena de Grace Clarendon abandonando el cubil de Boothby. Pelícano. Gavilán, el espía oxoniense de Boothby. Tuvo la incómoda impresión de que le estaban manipulando. Pensó: «¿Soy yo también un Gavilán?».

¿Dónde estaba ahora? En la avenida de Northumberland. Redujo el ritmo de marcha y escuchó el agradable zumbido del tráfico de última hora de la tarde. Al levantar la mirada vio a una joven atractiva que escudriñaba con impaciencia los automóviles que pasaban. Era Grace Clarendon: era imposible confundir su melena rubia platino y sus labios rojo sangre. Un gran Humber azul se detuvo junto al bordillo. El de Boothby. Se abrió la portezuela y Grace subió al coche. El Humber se integró en el tráfico. Vicary volvió la cabeza y miró hacia otra parte mientras el vehículo pasaba por su lado.

Vicary avanzó hacia West Halkin Street. Había caído la noche, acompañada de un chaparrón como una tormenta de primavera de esas que lo dejan todo empapado. Vicary limpió el vaho de un trozo de la ventanilla y echó un vistazo al exterior. Muchos londinenses caminaban por las aceras como refugiados que huyesen ante el avance de un ejército enemigo, encogidos bajo sus impermeables y paraguas, a la tela de algunos de los cuales había dado la vuelta el viento. Las linternas del oscurecimiento titilaban débilmente entre la húmeda negrura. Vicary pensó en el extraño sesgo del destino que le había acomodado en el asiento trasero de un coche del gobierno y no en la calle, con el resto de la gente. Helen surgió de pronto en su imaginación y se preguntó dónde estaría… En algún sitio, seca y a salvo, confiaba. Pensó en Grace Clarendon, que había subido a la parte trasera del coche de Boothby, y se preguntó qué diablos estaba haciendo allí. ¿La respuesta era simple? ¿Se acostaba con Boothby y con Harry al mismo tiempo? ¿O era algo más siniestro? Recordó las palabras gritadas rabiosamente al otro lado de las puertas cerradas del despacho de Boothby: «¡No puedes hacerme esto! ¡Cabrón! ¡Maldito hijo de puta!» Vicary pensó: «Dime qué te hizo, Grace, porque te juro por mi vida que soy incapaz de imaginarlo por mi cuenta».