El automóvil se detuvo delante de la casa. Vicary se apeó y, levantando la cartera a guisa de escudo protector contra la lluvia, corrió a meterse en el edificio. La casa parecía un teatro del West End en plena fase de preparativos para una incierta noche de estreno. El ambiente de aquel lugar había llegado a gustarle: el alborotado parloteo de los vigilantes mientras se equipaban para hacer frente al mal tiempo durante toda una noche en la calle, el técnico que comprobaba los aparatos para asegurarse de que se recibía la señalde los micrófonos ocultos instalados en el domicilio de Jordan, el olor de la comida que llegaba desde la cocina.
La aparición de Vicary debía de tener algo que irradiaba tensión, porque nadie le dirigió la palabra mientras atravesaba el caos de la sala de operaciones y emprendía el ascenso de la escalera, rumbo a la biblioteca. Se quitó la gabardina y la colgó de la percha situada detrás de lápuerta. Dejó la cartera encima de la mesa. Luego cruzó el pasillo y encontró a Jordan que, de pie ante el espejo, se ponía su uniforme de la Armada.
Pensó: «Si los vigilantes son mis tramoyistas, Jordan es mi estrella y el uniforme su pieza de vestuario».
Vicary le observó con atención. Parecía un tanto incómodo mientras se vestía el uniforme, lo mismo que le sucedía a Vicary cuando, una década atrás, sacó su corbata negra de lazo y trató de recordar dónde y cómo iba. Vicary carraspeó ligeramente para indicar su presencia. Jordan volvió la cabeza, miró durante un segundo a Vicary y luego volvió a concentrar su atención en la imagen que le devolvía el espejo.
– ¿Cuándo va a acabar esto? -dijo Jordan.
La frase se había convertido en parte ineludible del rito vespertino. Cada noche, antes de que Vicary enviase a Jordan al encuentro de Catherine Blake con una nueva carga de material de Timbal en la cartera, Jordan formulaba la misma pregunta. Vicary siempre se salía por la tangente. Pero en aquella ocasión respondió:
– Lo cierto es que puede ser muy pronto.
Jordan le miró con súbita agudeza; a continuación su vista fue hacia una butaca vacía e invitó:
– Siéntese. Tiene un aspecto de todos los diablos. ¿Cuándo durmió por última vez?
– Creo que fue una noche de mayo de 1940 -repuso Vicary, y se dejó caer en la silla.
– Supongo que no puede aclararme por qué va a acabar pronto todo esto, ¿verdad?
Vicary denegó despacio con la cabeza.
– Me temo que no puedo.
– Me lo imaginaba.
– ¿Representa mucha diferencia para usted?
– En realidad, no, supongo.
Jordan terminó de vestirse. Encendió un cigarrillo y se sentó frente a Vicary.
– ¿Se me permite hacerle unas preguntas?
– Eso depende por completo de las preguntas.
Jordan sonrió amablemente.
– Es evidente para mí que no es usted un oficial de informaciónde carrera. ¿A qué se dedicaba antes de la guerra?
– Era profesor de historia de Europa en el University College de Londres.
A Vicary le sonó a extraño decirlo así, como si estuviera leyendo el currículo de otra persona. Parecía haber transcurrido una vida entera… dos vidas completas.
– ¿Cómo demonios acabó trabajando para el MI-5?
Vicary vaciló, llegó a la conclusión de que contestar a aquello no violaba ningún decreto de seguridad y refirió su historia.
– ¿Disfruta con su trabajo?
– A veces. Pero hay otras en que lo detesto y no veo la hora de volver a verme tras los muros de la academia y atrancar la puerta.
– ¿Como cuándo?
– Como ahora -dijo Vicary llanamente.
Jordan no tuvo reacción alguna. Era como si diera por sentado que ningún funcionario del servicio de inteligencia, por avezado que fuese, pudiera disfrutar con una operación de aquellas características.
– ¿Casado?
– No.
– ¿Ninguna vez?
– Nunca.
– ¿Por qué?
Vicary pensó que en ocasiones las coincidencias divinas eran demasiado vulgares para tenerlas en cuenta. Tres horas antes había contestado a la misma pregunta, formulada entonces por una mujer que conocía la respuesta. Y ahora su agente le planteaba la misma maldita cuestión. Esbozó una tenue sonrisa.
– Supongo que no he encontrado la mujer ideal -dijo.
Jordan le estaba examinando. Vicary se dio cuenta y no acabó de gustarle. Estaba acostumbrado a que las relaciones siguiesen otros derroteros, tanto con Jordan como con los demás espías alemanes que había manejado. Era Vicary quien fisgaba y se entrometía, Vicary quien hurgaba en busca de puntos débiles para, al dar con ellos, hundir la daga. Suponía que ese era uno de los motivos por los que se le consideraba un buen oficial de Doble Cruz. El trabajo le permitía curiosear en las vidas de extraños y explotar sus defectos personales sin tener que afrontar los suyos propios. Pensó en Karl Becker sentado en su celda, vestido con su triste traje de presidiario. Vicary comprendió que le gustaba ser él que llevaba el control, el que se encargaba de manipular y engañar, el que tiraba de los hilos. Vicary se preguntó: «¿Soy así porque Helen me rechazó hace veinticinco años?». Se sacó de la chaqueta un paquete de Players y con aire ausente encendió un cigarrillo.
Jordan puso el codo en el brazo de la butaca y apoyó la barbilla en el puño. Enarcó las cejas mientras miraba a Vicary como sí éste fuera un puente inseguro en peligro de venirse abajo.
– Creo que probablemente encontró usted la mujer ideal en algún punto del camino y que ella no le devolvió el favor.
– Digo que…
– Ah, de modo que tengo razón, después de todo.
Vicary expulsó el humo hacia el techo.
– Es usted un hombre inteligente. Siempre lo he sabido.
– ¿Cómo se llamaba?
– Helen.
– ¿Qué pasó?
– Lo siento, Peter.
– ¿La ha visto últimamente?
Vicary meneó la cabeza.
– No.
– ¿Lamenta algo?
Vicary recordó las palabras de Helen. «No quería que me dijeses que destrocé tu vida.» ¿Había destrozado su vida? Le gustaba decirse que no. Como la mayor parte de los hombres solteros, se complacía en felicitarse por lo afortunado que era al no tener que soportar la carga de una esposa y una familia. Contaba con su intimidad y su trabajo y le encantaba no verse obligado a responder de sus actos a nadie en el mundo. Disponía del dinero suficiente para hacerlo que le viniese en gana. Tenía la casa decorada a su gusto y estaba libre de la preocupación de que alguien revolviera sus papeles o sus cosas. Pero lo cierto es que era un hombre solitario… a veces se sentía terriblemente solo. En realidad deseaba tener a alguien con quien compartir sus triunfos y desilusiones. Deseaba que alguien quisiera compartir con él las satisfacciones y las decepciones de ambos. Cuando volvía la mirada para contemplar su vida objetivamente, echaba de menos algo: risas, ternura, un poco de ruido y desorden en ocasiones. Era media vida, medio hogar y, en última instancia, medio hombre.
– ¿Lamenta algo?
– Sí, lamento algo -reconoció Vicary, y le sorprendió oírse pronunciar aquellas palabras-. Lamento que el fracaso que representa no casarme me haya privado de los hijos. Siempre he creído que sería maravilloso ser padre. Creo que hubiera sido un buen padre, a pesar de mis rarezas y defectos.
En la semioscuridad, una sonrisa revoloteó fugazmente por el semblante de Jordan.
– Mi hijo es todo mi mundo. Es mi vínculo con el pasado y mi vislumbre del futuro. Es todo lo que me queda, lo único que es auténtico. Margaret desapareció, Catherine era una mentira. -Hizo una pausa y contempló el ascua agonizante de su cigarrillo-. Estoy deseando que acabe esto para regresar a casa y reunirme con él. No paro de darle vueltas en la cabeza a lo que voy a decirle cuando me pregunte: «Papá, ¿qué hiciste en la guerra?». ¿Qué infiernos se supone que tengo que decirle?