Ella alzó la mirada, con la alarma reflejada en el rostro. Neumann la cogió por un brazo.
– Tenemos que hablar -dijo-. Busquemos un sitio donde podamos tomar un poco de té y cambiar impresiones.
La inesperada maniobra de Neumann cayó sobre el puesto de mando de la calle West Halkin con el impacto de una bomba de cuatrocientos cincuenta kilos. Basil Boothby paseaba y mantenía una tensa conversación telefónica con el director general. El director general estaba en contacto con la Comisión Veinte y con el estado mayor del primer ministro, en las Salas de Guerra Subterráneas. Vicary había creado un cerco de silencio en torno suyo y permanecía con la vista clavada en la pared y las manos entrelazadas debajo de la barbilla. Boothby colgó el teléfono de golpe y manifestó:
– La Comisión Veinte dice que los dejemos circular.
– No me gusta -repuso Vicary, sin apartar la mirada de la pared-. Evidentemente, se han percatado de la vigilancia. Están sentaditos, estudiando un plan de acción.
– Eso no lo sabes con seguridad.
Vicary alzó la cabeza.
– Es la primera vez que la vemos reunirse con otro agente. ¿Y ahora está en un bar de Mayfair tomando té con tostadas en compañía de Rudolf?
– Sólo la hemos tenido vigilada muy poco tiempo. Que sepamos, ella y Rudolf han podido reunirse así con regularidad.
– Algo no funciona. Creo que han detectado el seguimiento. Es más, creo que Rudolf estaba tratando de localizar al vigilante. Por eso siguió a Catherine después de su encuentro en el Strand.
– La Comisión Veinte ha tomado su decisión. Dicen que los dejemos circular, de modo que los dejaremos circular.
– Si han detectado la vigilancia, no tiene sentido dejarlos que sigan sueltos. Rudolf se abstendrá de entregar el material y se mantendrá a distancia de los demás agentes de la red. Seguirles no nos servirá de nada en absoluto. Se ha acabado, sir Basil.
– ¿Qué propones?
– Actuar ya. Detenerlos en el momento en que salgan del bar. Boothby miró a Vicary como si hubiera cometido un sacrilegio.
– Se te quedaron los pies helados, ¿no es cierto, Vicary?
– ¿Qué significa eso?
– Quiero decir que esa era tu idea inicial.
La concebiste y se la vendiste al primer ministro. El director general puso su firma, la Comisión Veinte la aprobó. Durante semanas, un grupo de oficiales se ha dejado la piel afanándose día y noche aportando el material para esa cartera. Y ahora vas tú y quieres cancelarlo todo, así, por las buenas… -sir Basil chasqueó sus gruesos dedos tan ruidosamente que sonó como un disparo-, sólo porque tienes una corazonada.
– Es más que una corazonada, sir Basil. Lea los puñeteros informes de vigilancia. Está todo ahí.
Boothby reanudó sus paseos, con las manos entrelazadas a la espalda y la cabeza ligeramente alzada como si tratase de oír algo molesto que sonaba a lo lejos.
– Dirán que era bueno en el juego inalámbrico, pero que carecía del valor suficiente para entendérselas con agentes vivos… Cuando todo esto haya terminado, aquí tienes lo que dirán de ti; «La verdad es que no es sorprendente. Después de todo, no era más que un aficionado. Un brillante muchacho universitario que aportó su granito de arena durante la guerra y luego se volvió al polvo cuando la cosa concluyó. Era bueno, muy bueno, pero no tenía pelotas para entrar en el juego de las apuestas altas». ¿Eso es lo que quieres que digan de ti? Porque si es así, coge el teléfono y dile al director general que opinas que deberíamos enrollado todo y dar carpetazo.
Vicary contempló a Boothby. Boothby, el enlace de agentes; Boothby, el patricio frío bajo el fuego. Se preguntó por qué Boothby trataba de avergonzarle para que se sintiese obligado a seguir, cuando hasta un ciego podía ver que estaban al final de un callejón sin salida.
– Esto ha terminado -insistió en tono apagado y monótono-. Han descubierto que se les vigila. Están planeando su próxima acción. Catherine Blake sabe que la hemos embaucado y va a contárselo a Kurt Vogel. Vogel llegará a la conclusión de que Mulberry es exactamente lo contrario de lo que le dijimos. Y entonces estaremos muertos.
– Están por todas partes -dijo Neumann-. El individuo de la gabardina, la muchacha que espera el autobús, el hombre que entra en la farmacia abierta al otro lado de la plaza. Emplean caras distintas, combinaciones distintas, ropas distintas. Pero nos han estado siguiendo desde el instante en que abandonamos el Strand.
Una camarera les llevó té. Catherine aguardó a que se retirara, antes de hablar.
– ¿Te ordenó Vogel que me siguieras?
– Sí.
– Supongo que no te dijo por qué.
Neumann denegó con la cabeza.
Catherine cogió la taza de té; le temblaba la mano. Utilizó la otra mano para sostener la taza y se obligó a tomar un sorbo.
– ¿Qué le ha pasado a tu cara?
– Tuve un pequeño altercado en el pueblo. Nada grave.
Catherine le miró con aire dubitativo y dijo:
¿Por qué no nos han detenido?
Hay cierto número de razones. Probablemente saben quién eres desde hace bastante tiempo. Probablemente llevan mucho tiempo siguiéndote. De ser así, toda la información que has recibido del capitán de fragata Jordan es falsa, una cortina de humo tendida por los británicos. Y nosotros se la hemos estado largando a Berlín por ellos.
Catherine dejó la taza. Miró hacia la calle y luego a Neumann, tras procurar no posar la vista en los vigilantes.
Si Jordan está trabajando para la Inteligencia británica, podemos dar por sentado que todo lo que llevaba en la cartera es falso, información que deseaban que yo viera, información preparada para despistar a la Abwehr respecto a los planes aliados para la invasión. Es preciso que Vogel se entere de ello. -Consiguió esbozar una sonrisa-. Es posible que esos cabrones nos hayan facilitado el secreto del desembarco.
– Sospecho que tienes razón. Pero hay un solo problema. Necesitamos decírselo a Vogel en persona. Hemos de asumir que la ruta de la embajada portuguesa está ahora comprometida. Y también hemos de dar por supuesto que no podemos usar nuestras radios. Vogel cree que todas las claves de la Abwehr están descodificadas. Por eso recurre a la radio con tan escasa frecuencia. Si transmitimos a Vogel por las ondas lo que sabemos, los británicos también se enterarán.
Catherine encendió un cigarrillo; todavía le temblaban las manos. Más que cualquier otra cosa, lo que sentía era indignación contra sí misma. Durante años, se había pegado unas caminatas terribles para cerciorarse de que el otro bando no la vigilaba. Luego, cuando por último sucedió, fue incapaz de detectarlo.
– ¿Cómo nos las arreglaremos para salir de Londres? -dijo.
– Tengo un par de cosas que podemos aprovechar en nuestro beneficio. -Neumann se golpeó con los dedos el bolsillo en el que guardaba la película-. Puedo equivocarme, pero creo que a mí no me han seguido. Vogel me entrenó bien y siempre me he movido con mucho cuidado. Me parece que ignoran cómo hago la entrega de la película a los portugueses: dónde se efectúa esa entrega y si hay una contraseña o algún otro signo de reconocimiento. Y también estoy seguro de que no me han seguido hasta Hampton Sands. Es un pueblo tan pequeño que si me hubieran estado vigilando me habría dado cuenta. No saben dónde vivo ni si trabajo con otros agentes. El procedimiento tipo consiste en identificar a los integrantes de una red y luego detenerlos a todos inmediatamente. Así es como actúa la Gestapo con la Resistencia en Francia y así es como lo haría la MI-5 en Londres.
– Eso parece lógico. ¿Qué sugieres?
– ¿Tienes que ver a Jordan esta noche?
– Sí.
– ¿A qué hora?
– He quedado con él a las siete para cenar.
– Perfecto -dijo Neumann-. Esto es lo que quiero que hagas…
Neumann dedicó los siguientes cinco minutos a explicar con todo detalle su plan de huida. Catherine le escuchó atentamente, sin apartar los ojos de él, sin caer en la tentación de mirar a los vigilantes que acechaban fuera del café. Cuando terminó de exponer el plan, Neumann recomendó: