– Hagas lo que hagas, no tienes que salirte de lo normal. Has decomportarte de forma que nada les induzca a sospechar que sabes que te vigilan. Ahora sigue como si tal cosa hasta que sea la hora. Ve de compras, entra en un cine, mantente a la vista. Mientras no deposite la película, estarás a salvo. Cuando se acerque la hora, te vas a tu piso y coges la radio. Estaré allí a las cinco, a las cinco en punto, y entraré por la puerta de atrás, ¿entiendes?
Catherine asintió.
– Sólo hay un problema -dijo Neumann-. ¿Tienes idea de dónde puedo echarle el guante a un coche y un poco de gasolina extra?
Catherine soltó la carcajada a pesar de sí misma.
– La verdad es que conozco precisamente el sitio que buscas. Pero te aconsejaría que no utiligaras mi nombre.
Neumann fue el primero en salir del café. Vagó por Mayfair durante media hora, seguido por lo menos de dos hombres, el del impermeable y el de la gabardina.
Llovía con más fuerza y se había levantado viento. Estaba helado, calado y cansado. Necesitaba ir a alguna parte a descansar, a alguna parte donde pudiera calentarse durante un rato, sentarse y observar a sus amigos Gabardina e Impermeable. Se encaminó a Portman Square. Sentía remordimientos por involucrarla, pero cuando aquello hubiese acabado la interrogarían y determinarían que ella no sabía nada.
Se detuvo fuera de la librería y miró por el cristal. Sarah estaba subida a la escalera de mano, con el pelo echado austeramente hacía atrás. Golpeó el cristal suavemente, para no sobresaltarla. Sarah volvió la cabeza y su rostro se iluminó automáticamente con una sonrisa. Dejó los libros y movió la mano indicándole entusiásticamente que entrase. Al lanzarle una mirada exclamó:
– Dios mío, tienes un aspecto terrible. ¿Qué le ha pasado a tu cara?
Neumann titubeó; se daba cuenta de que no había explicación para la venda adhesiva que llevaba en el pómulo. Murmuró algo acerca de una caída durante el oscurecimiento y ella pareció aceptar la historia. Le ayudó a quitarse el abrigo y lo colgó sobre el radiador para que fuera secándose. Neumann permaneció con ella dos horas, haciéndole compañía y ayudándola a poner nuevos libros en los estantes. Cuando llegó la hora de cerrar, tomó té con ella en el bar de al lado. Notó que nuevos vigilantes habían relevado a los antiguos. Observó la presencia de una furgoneta negra en la esquina y supuso que los hombres que ocupaban los asientos delanteros eran agentes del otro bando.
A las cuatro y media, cuando la última luz se extinguió y el oscurecimiento se enseñoreó de todo, Neumann cogió el abrigo de encima del radiador y se lo puso. Sarah hizo un puchero, en broma, y a continuación le tomó de la mano y le llevó al almacén de la trastienda. Allí, apoyó la espalda en la pared, atrajo el cuerpo de Neumann contra el suyo y le besó.
– No sé nada de ti, James Porter, pero me gustas mucho. Hay algo que te entristece. Y eso me encanta.
Neumann salió de la librería, sabedor de que no iba a volver a verla. Desde la plaza de Portman se dirigió, hacia el norte, a la estación de metro de la calle Baker, seguido al menos por dos hombres a pie, aparte los que fueran en la furgoneta negra. Entró en la estación, sacó billete para Charing Cross y cogió el primer tren hacia allí. En Charing Cross hizo transbordo y se dirigió a la estación de Euston. Siempre con los dos vigilantes tras él, recorrió el túnel que enlaza la estación de metro con la terminal del ferrocarril. Neumann aguardó quince minutos ante una taquilla y adquirió un billete para Liverpool. Cuando llegó al andén, el tren ya estaba formado. Y un buen número de pasajeros ocupaban los vagones. Buscó un compartimento con una plaza libre. Lo encontró por fin, abrió la puerta, entró y se sentó.
Consultó su reloj de pulsera: tres minutos para la salida. Fuera del compartimento, el pasillo se estaba llenando rápidamente de viajeros. No tenía nada de insólito que algunos pasajeros desafortunados tuvieran que pasarse todo el trayecto de pie o sentados en los pasillos. Neumann se levantó y salió del compartimento, al tiempo que murmuraba algo acerca de una urgencia fisiológica. Se encaminó al lavabo del extremo del vagón. Llamó con los nudillos a la puerta. No obtuvo respuesta. Llamó por segunda vez y miró por encima del hombro; el vigilante que había subido al vagón, siguiéndole, en aquel momento no podía verle porque los pasajeros que estaban de pie en el pasillo se interponían entre ellos.
Perfecto. El tren arrancaba ya. Neumann esperó en la plataforma, fuera del lavabo, a que el convoy cobrase velocidad. Rodaba ya más deprisa de lo que la mayor parte de la gente consideraría seguro para apearse en marcha. Neumann aguardó unos segundos más y entonces se acercó a la puerta, la abrió y saltó al andén.
Aterrizó con bastante suavidad, trotó unas cuantas zancadas y redujo la inercia hasta adoptar un paso vivo. Levantó la cabeza a tiempo de ver que el revisor, con cara de fastidio, cerraba la puerta. Neumann se encaminó rápidamente a la salida, dispuesto a fundirse en el oscurecimiento.
La riada de tránsito vespertino inundaba Euston Road. Llamó a un taxi y subió. Dio al conductor unas señas del East End y se arrellanó en el asiento.
48
Hampton Sands (Norfolk)
Mary Dogherty esperaba a solas en la casa. Siempre había pensado que era una vivienda encantadora -cálida, espaciosa, alegre-pero ahora le parecía claustrofóbica y angosta como una catacumba. Paseó inquieta. Afuera, la gran tormenta anunciada por los servicios meteorológicos había llegado por fin a la costa de Norfolk. La lluvia azotaba las ventanas y sacudía los cristales. El viento soplaba implacable y gemía a través de los aleros. Oyó el chirrido de una de las tejas que cedía en el tejado.
Sean estaba ausente, había ido a Hunstanton para recoger a Neumann en la estación. Mary se apartó de la ventana y reanudó su paseo. Fragmentos de la conversación de aquella mañana se repetían una y otra vez en su cabeza como un disco rayado que girase enel gramófono: «en un submarino a Francia… estaré en Berlín una temporada… pasaje a un tercer país… viajaré de regreso a Irlanda…te reunirás allí conmigo cuando la guerra haya terminado…».
Era como una pesadilla, como si estuviera escuchando la conversación de otras personas, viendo una película o leyendo un libro. La idea era ridícula: Sean Dogherty, desamparado granjero de la costa de Norfolk y simpatizante del IRA, iba a trasladarse a Alemania en un submarino. Mary supuso que era la culminación lógica del espionaje de Sean. Había sido una ilusa al esperar que las cosas volvieran a la normalidad cuando terminase la guerra. Se había engañado a sí misma.
Sean iba a huir y a dejarla allí para que afrontara sola las consecuencias. ¿Qué harían las autoridades? «Lo único que tienes que decirles es que no sabías nada del asunto, Mary.» ¿Y si no la creían? ¿Qué harían entonces con ella? ¿Cómo iba a seguir en el pueblo si todo el mundo estaba enterado de que Sean había sido espía? La expulsarían de la costa de Norfolk. La echarían de todos los pueblos ingleses donde intentara afincarse. Tendría que abandonar Hampton Sands. Tendría que dejar a Jenny Colville. Tendría que volver a Irlanda, regresar a la estéril aldea de la que huyó treinta años antes. Aún tenía familia allí, familia que podría acogerla. La idea era profundamente espantosa, pero no le quedaba más alternativa…, ninguna opción cuando todo el mundo supiese que Sean había espiado para los alemanes.
Rompió a llorar. Pensó: «¡Maldito seas, Sean Dogherty! ¿Cómo has podido ser tan condenadamente imbécil?».
Mary volvió a la ventana. En el camino, por la parte del pueblo, vislumbró un puntito de luz que oscilaba bajo el diluvio. Al cabo de un momento distinguió el brillo de un impermeable mojado y el débil contorno de alguien montado en una bicicleta, el cuerpo inclinado hacia adelante para ofrecer menos resistencia al viento, los codos en punta, las rodillas subiendo y bajando. Era Jenny Colville. Se bajó al llegar al portillo y empujó la bicicleta por el sendero. Mary le abrió la puerta. Una ráfaga de viento impulsó la lluvia al interior de la casa. Mary tiró de Jenny y, una vez la muchacha dentro, la ayudó a quitarse el impermeable y el gorro.