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– Dios mío, Jenny… ¿qué haces por ahí con un tiempecito como éste?

– ¡Oh, Mary, es maravilloso! Tanto viento. Una delicia.

– No cabe duda de que has perdido un tornillo. Siéntate cerca de la lumbre, anda. Te prepararé un poco de té.

Jenny entró en calor frente al fuego de troncos.

– ¿Dónde está James? -preguntó.

– En este momento no está aquí -respondió Mary desde la cocina-. Se ha ido con Sean a alguna parte.

– ¡Ah! -exclamó Jenny, y a Mary no se le escapó la desilusión que matizaba la voz de la muchacha-. ¿Va a volver pronto?

Mary dejó lo que estaba haciendo y entró de nuevo en el salón. Miró a Jenny y dijo:

– ¿Por qué te preocupas tanto de James, así, de repente?

– Sólo quería verle. Saludarle. Pasar un rato con él. Nada más.

– ¿Nada más? ¿Qué mosca te ha picado, Jenny?

– Me cae bien, Mary. Me gusta mucho. Y yo le gusto a él.

– ¿Que te gusta y que le gustas? ¿De dónde has sacado semejante idea?

– Lo sé, Mary, créeme. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Mary la cogió por los hombros.

– Escúchame, Jenny. -La sacudió una vez más-. ¿Me estás escuchando?

– Sí, Mary. ¡Me haces daño!

– Apártate de él, Olvídale. No es para ti.

Jenny estalló en lágrimas.

– No puedo olvidarle, Mary. Le quiero. Y él me quiere a mí. Lo sé.

– Jenny, no te quiere. No me pidas que te lo explique ahora, porque no puedo, cariño. Es un buen hombre, pero no es lo que aparenta. Déjale. ¡Olvídale! Tienes que confiar en mi, pequeña. Ese hombre no es para ti.

Jenny se zafó de las manos de Mary, se echó hacía atrás y se secó las lágrimas.

– Es para mí, Mary. Le quiero. Llevas tanto tiempo atrapada aquí con Sean que has olvidado lo que es el amor.

Luego cogió su impermeable y se precipitó por la puerta, que cerró tras de sí con resonante portazo. Mary se acercó presurosa a la ventana y vio a Jenny alejarse pedaleando bajo la tormenta.

La lluvia batía el rostro de Jenny mientras la joven le daba a los pedales por el ondulante camino que llevaba al pueblo. Se había prometido no volver a llorar, pero no fue capaz de mantener su palabra. Mezcladas con la lluvia, las lágrimas de deslizaban por su rostro. Todas las casas del pueblo tenían las persianas bajadas, la tienda y la taberna estaban cerradas a cal y canto y las tinieblas del oscurecimiento cubrían las casas. Llevaba la linterna en el cesto, con el tenue rayo de luz amarilla proyectado poco menos que inútilmente hacia la negra oscuridad. El débil resplandor de la linterna casi no le permitía ver nada. Atravesó el pueblo y se dirigió a su casa.

Estaba furiosa con Mary. ¿Cómo se atrevía a interponerse entre James y ella? ¿Y qué significaba aquel comentario que hizo acerca de él? «No es lo que aparenta.» También estaba furiosa consigo misma. Se sentía fatal por los terribles insultos que cuando salía por la puerta dirigió a Mary a pleno pulmón. Era la primera vez que regañaban. Por la mañana, cuando las cosas se hubieran calmado, Jenny volvería a casa de Mary y le ofrecería disculpas.

Distinguió a lo lejos la silueta de su casa, recortándose contra el cielo. Desmontó en el portillo, empujó la bicicleta por el camino de acceso y la dejó apoyada en la pared. Apareció su padre en el umbral de la puerta; se secaba las manos con un trapo. Tenía el rostro hinchado como consecuencia de la pelea. Jenny intentó apartarlo para pasar, pero él alargó las manos y las cerró alrededor del brazo de la muchacha como una doble presa de hierro.

– ¿Has estado otra vez con él?

– No, papá. -Jenny gritó de dolor-. ¡Por favor no me hagas daño en el brazo!

Él alzó una mano y la abofeteó, contraído su abotargado rostro en una mueca de ira.

– ¡Dime la verdad, Jenny! ¿Te has vuelto a encontrar con él?

– ¡No, te lo juro! -chilló Jenny, levantados los brazos para protegerse la cara de los golpes que esperaba cayesen sobre ella de un momento a otro-. ¿Por favor, papá, no me pegues, te estoy diciendo la verdad!

Martin Colville soltó su presa.

– Entra y prepárame algo de cena.

A Jenny le entraron ganas de gritarle: «¡Hazte tú la cena para variar!». Pero sabía a donde iba a conducirle tal protesta. Le miró a la cara y durante unos segundos se encontró deseando que James le hubiese matado. «Esta es la última vez -pensó-. Esta es la última vez.» Entró en la casita, se quitó el empapado impermeable, lo colgó en la pared de la cocina y empezó a hacer la cena.

49

Londres

En cuanto Rudolf subió a aquel vagón atestado de gente, Clive Roach supo que iba a tener problemas. Todo iría bien para él, para Roach, en tanto el agente alemán permaneciese sentado dentro del compartimento. Pero si el agente abandonaba el compartimento para ir al lavabo, al coche restaurante o a otro vagón, Roach se vería en dificultades. Los pasillos estaban de bote en bote, había pasajeros que iban de pie, otros prefirieron sentarse y algunos intentaban en vano dormitar un poco. Moverse por el tren era toda una prueba; había que dar codazos y empujones para desplazarse entre la gente y decir continuamente «Perdone» o «Le ruego me disculpe». Pretender seguir a alguien sin que le detectasen resultaría espinoso, por no decir imposible, si el agente era bueno. Y todo lo que había visto Roach hasta entonces indicaba que Rudolf lo era.

Roach empezó a temerse lo peor cuando Rudolf, con el convoy todavía en el andén, salió del compartimento, apretándose el estómago con las manos, y empezó a abrirse camino por el atiborrado pasillo. El agente era bajo de estatura, medía poco más de metro sesenta y cinco, y su cabeza desapareció rápidamente entre la masa de viajeros. Roach avanzó unos pasos, lo que le permitió cosechar unos cuantos gruñidos y protestas por parte de los otros pasajeros. Era reacio a acercarse demasiado; Rudolf había dado media vuelta y vuelto sobre sus pasos varias veces y Roach se temía que se hubiese fijado en su rostro. La iluminación del pasillo era escasa, a causa de las normas del oscurecimiento y, por otra parte,el humo de los cigarrillos velaba aún más la atmósfera. Roach se mantuvo entre las sombras y vio a Rudolf llamar dos veces a la puerta del lavabo. Otro pasajero se le puso delante y durante unos segundos perdió de vista a Rudolf. Cuando volvió a tener el terreno despejado, el agente había desaparecido.

Roach permaneció donde estaba durante tres minutos, con la mirada en la puerta del lavabo. Otro hombre se acercó a ella, llamó con los nudillos y a continuación entró y cerró tras de sí.

El timbre de alarma resonó en la cabeza de Roach:

Se abrió paso a la fuerza a través del nudo que formaban los viajeros en el pasillo, se detuvo ante la puerta del lavabo y la golpeócon enérgica insistencia.

– Espere su turno, como todo quisque -le llegó la voz del otro lado.

– Abra la puerta… Emergencia de la policía.

El hombre abrió la puerta al cabo de unos segundos. Se abotonaba la bragueta. Roach echó una mirada al interior del lavabo para comprobar que Rudolf no estuviese allí. «¡Maldición!» Abrió de un tirón la puerta que comunicaba con el vagón contiguo y entró en él. Lo mismo que el que acababa de dejar, tenía poca luz, el humo de los cigarrillos lo velaba todo y los pasajeros no dejaban un centímetro de espacio libre. Ahora le sería imposible dar con Rudolf como no pusiera el tren patas arriba, vagón tras vagón, compartimento tras compartimento.