Harry empujó la puerta del piso donde estaba el puesto de vigilancia y abrió paso al interior. Las cortinas estaban descorridas sobre la calle, la habitación se encontraba a oscuras. Vicary tuvo que forzar la vista para distinguir a las figuras que permanecían de pie, en distintas poses, como estatuas colocadas en un jardín sumido en la penumbra: un par de vigilantes con ojos legañosos, inmóviles junto a la ventana; media docena de miembros de la Sección Especial, tensos, apoyados en una pared. El oficial al mando se llamaba Carter. Era un individuo grandote y roqueño, de grueso cuello y piel sembrada de picaduras. De la comisura de su amplia boca sobresalía un cigarrillo, apagado por cuestión de seguridad. Cuando Harry le presentó a Vicary, el hombre estrechó y agitó la mano de éste con feroz energía y le condujo a la ventana para explicarle la disposición de sus efectivos. El apagado cigarrillo desprendía ceniza mientras el hombre hablaba.
– Irrumpiremos por la puerta delantera -dijo Carter. En su acento se apreciaba un deje del norte rural-. Cuando nos lancemos, dejaremos la calle cortada por ambos extremos y un par de hombres cubrirán la parte trasera de la casa. Una vez estemos dentro, ella no tendrá escapatoria.
– Es extremadamente importante que se la capture viva -dijo Vicary-. Muerta nos será completamente inútil.
– Harry dice que es una virtuosa con las armas.
– Cierto. Tenemos motivos para creer que tiene una pistola y que le vuelve loca utilizarla.
– La cogeremos tan rápido que ni siquiera se enterará de lo que se le ha venido encima. Entraremos en acción en cuanto dé usted la orden.
Vicary se apartó de la ventana y atravesó el cuarto hacia el teléfono. Marcó el número del departamento y esperó mientras la operadora pasaba la llamada al despacho de Boothby.
– Los hombres de la Sección Especial están preparados y sólo esperan nuestra orden -informó Vicary cuando tuvo a Boothby al aparato-. ¿Tenemos ya la autorización?
– No. La Comisión Veinte aún está deliberando. Y no podemos ponernos en movimiento hasta que den su aprobación. La pelota está ahora en su tejado.
– ¡Dios mío! Tal vez debiera alguien explicar a la Comisión Veinte que el tiempo es algo de lo que en estos instantes no tenemos en abundancia. Para contar con alguna probabilidad de coger a Rudolf, necesitamos saber a dónde se dirige.
– Me hago cargo de tu dilema -dijo Boothby.
Vicary pensó: «Tu dilema. ¿Mi dilema, sir Basil?». Preguntó en voz alta:
– ¿Cuándo van a tomar una decisión?
– De un momento a otro. Te llamaré en cuanto sepa algo. Vicary colgó y empezó a pasear por la habitación a oscuras. Se encaró con uno de los vigilantes:
– ¿Cuánto tiempa lleva la mujer ahí?
– Unos quince minutos.
– ¿Quince minutos? ¿Por qué se queda por ahí tanto tiempo? No me gusta.
Sonó el teléfono. Vicary se precipitó sobre él y se llevó el receptor al oído. Basil Boothby dijo:
– Tenemos el visto bueno de la Comisión Veinte. A por ella, Alfred, y buena suerte.
Vicary colgó el auricular.
– Vamos, caballeros. -Miró a Harry-. Viva. La necesitamos viva.
Harry asintió, torva la expresión, y encabezó la marcha de los miembros de la Sección Especial fuera del cuarto. Vicary escuchó el ruido de sus pasos, escaleras abajo, hasta que el rumor se perdió en la distancia. Luego, momentos después, vio la parte superior de sus cabezas, cuando salieron del edificio y atravesaron la calle hacia el piso de Catherine Blake.
Horst Neumann aparcó la furgoneta en una tranquila calleja lateral, doblada la esquina del inmueble del piso de Catherine. Se apeó y cerró la portezuela sin hacer ruido. Caminó por la acera con paso rápido, hundidas las manos en los bolsillos, una de ellas alrededor de la culata de la Mauser.
La calle estaba oscura como boca de lobo. Llegó al montón de escombros que una vez había sido la casa situada detrás del piso de Catherine. Avanzó entre maderamen astillado, ladrillos rotos y tuberías retorcidas. Los escombros acababan ante una tapia de metro ochenta de altura. Al otro lado de la tapia estaba el jardín trasero de la casa… Neuman lo había visto desde la ventana de la habitación de Catherine. Probó a abrir la puerta; estaba atrancada. Se hubiera abierto desde el otro lado.
Apoyó las manos en lo alto de la tapia, se impulsó con las piernas y se elevó con la fuerza de los brazos. En lo alto de la pared, pasó una hacia el otro lado y dobló el cuerpo. Se aguantó así unos segundos, mirando hacia abajo, pero sin llegar a ver el suelo por culpa de la oscuridad. Podía caer sobre cualquier cosa: un perro dormido o una fila de cubos de basura que producirían en estrépito tremendo si aterrizase sobre ellos. Pensó en encender la linterna cosa de un segundo, pero podía llamar la atención. Se decidió a franquear la tapia y descendió a través de las tinieblas. No encontró perros ni cubos de basura, sólo un arbusto espinoso que le arañó la cara y le desgarró el impermeable.
Neumann se libró del arbusto espinoso y descorrió el pasador del portillo. Atravesó el jardín hacia la puerta trasera del inmueble. Probó el cerrojo: estaba asegurado. La puerta tenía una ventana. Hundió la mano en el bolsillo del chaquetón, sacó la Mauser y la utilizó para romper el rectángulo de cristal inferior izquierdo. El ruido fue sorprendentemente escandaloso. Neumann pasó la manopor el hueco que dejó el cristal roto, quitó el pestillo y luego cruzó rápidamente el vestíbulo y subió por la escalera.
Llegó a la puerta del piso de Catherine y llamó suavemente.Del otro lado de la puerta le llegó la voz de la mujer:
– ¿Quién es?
– Soy yo.
Catherine abrió la puerta. Neumann entró y cerró a su espalda. La mujer vestía pantalones, suéter y cazadora de cuero. El maletín con la radio descansaba al lado de la puerta. Neumann la miró a la cara. Tenía el color de la ceniza.
– Pudiera ser mi imaginación -dijo Catherine-, pero me parece que está pasando algo abajo en la escalera. He visto hombres moviéndose por la calle y sentados en coches aparcados.
El piso estaba sumido en la penumbra, sólo había una luz encendida, en el salón. Neumann cruzó el cuarto con rápida zancada y la apagó. Se acercó a la ventana, alzó el borde de la cortina y escudriñó la calle. Los velados faros de los vehículos que circulaban abajo despedían la suficiente claridad como para que Neumann viese a cuatro hombres que salían del edificio de apartamentos del otro lado de la calle y se dirigían al inmueble de Catherine.
Neumann empuñó y sacó la Mauser del bolsillo.
– Vienen a por nosotros. Coge la radio y sígueme abajo. ¡Ya!
Harry Dalton abrió de par en par la puerta frontal y entró, seguido por los hombres de la Sección Especial. Encendió la luz del vestíbulo a tiempo de ver a Catherine Blake cruzar a la carrera la puerta posterior, con el maletín de la radio balanceándose al final del brazo de la fugitiva.
Horst Neumann había abierto a patadas la puerta de atrás y corría por el jardín cuando oyó un grito dentro de la casa. Se apresuró a través del muro que formaba la oscuridad, con la Mauser por delante, en la mano extendida. Se abrió la puerta del jardín y en el hueco se recortó la silueta de un hombre con la pistola levantada. A gritos, ordenó a Neumann que se detuviese. Neumann siguió corriendo y disparó dos veces. La primera bala alcanzó al miembro de la Sección Especial en el hombro y le hizo girar sobre sí mismo. El segundo proyectil le destrozó la espina dorsal, matándole instantáneamente.