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Otro hombre ocupó su lugar e intentó hacer fuego. Neumann apretó el gatillo. La Mauser rebotó en su mano, casi sin emitir el menor sonido, únicamente el apagado clic del mecanismo de disparo. Estalló la cabeza del hombre de la Sección Especial.

Neumann atravesó corriendo la puerta, saltando por encima de los dos cadáveres, y escudriñó las sombras. No había nadie detrás de la casa. Al volver la cabeza vio a Catherine, que corría con la radio, a unos metros de él. La perseguían tres hombres. Neumann levantó el arma y disparó hacia la oscuridad. Oyó gritar a dos de los perseguidores. Catherine seguía corriendo.

Neumann se volvió y se dirigió hacia la furgoneta, a través de los escombros.

Harry sintió el zumbido de las balas que pasaron rozándole la cabeza. Oyó a su espalda los gritos de los dos hombres alcanzados. Catherine estaba delante de él. Harry se precipitó a través de la oscuridad, con los brazos extendidos al frente. Comprendía que se encontraba en franca desventaja; desarmado y solo. Podía hacer un alto, tomar las armas de alguno de los miembros de la Sección Especial y después perseguir a los que huían y tratar de derribarlos. Pero era muy probable que Rudolf le matase a él en el proceso.Podía detenerse, girar en redondo, entrar de nuevo en la casa y transmitir instrucciones al piso de vigilancia. Pero para entonces Catherine Blake y Rudolf habrían puesto tierra de por medio, ellos tendrían que emprender otra vez, partiendo prácticamente de cero, aquella endemoniada búsqueda, los espías utilizarían la radio, informarían a Berlín de lo que habían descubierto y nosotros habríamos mandado al garete esta jodida guerra, ¡maldita sea!

¡La radio!

Pensó: «Puede que no consiga pararles los pies ahora, pero sí puedo cortarles las comunicaciones con Berlín durante cierto tiempo».

Harry dio un salto hacia adelante, al tiempo que lanzaba un alarido desde lo más profundo de la garganta, y agarró con ambas manos el maletín de la radio. Intentó arrebatárselo a la mujer, pero ésta dio media vuelta y tiró de él con una fuerza sorprendente. Harry alzó la mirada y vio por primera vez la cara de Catherine: roja, contorsionada por el miedo, repulsiva a causa de la furia. Intentó de nuevo arrebatarle el maletín de la mano, pero no le fue posible; los dedos de la mujer aferraban el asa con la firmeza de un tornillo de banco. Pronunció a voz en grito el verdadero nombre de Rudolf. Sonó a algo así como Wurst.

Harry oyó entonces un chasquido. Lo había oído ya otras veces en las calles de East London, antes de la guerra: el chasquido de la hoja de un estilete automático. Vio el arma elevarse y luego trazar un arco descendente con la más criminal de las intenciones. Hubiera podido desviar la cuchillada con sólo levantar el brazo. Pero entonces ella le habría arrancado la radio. Harry siguió reteniendo el maletín con ambas manos e intentó esquivar la hoja del estilete torciendo la cabeza. La punta del arma le alcanzó en la parte lateral del rostro. Harry chilló, pero sin soltar el maletín. Catherine volvió a levantar el estilete, lo bajó de nuevo y lo clavó en el antebrazo de Harry. A éste se le escapó otro grito de dolor, pero apretó los dientes y sus manos continuaron decididas a no soltar el maletín. Era como si actuasen por propia voluntad. Nada, ni todo el dolor del mundo, le haría soltar el maletín.

Catherine lo soltó entonces y dijo:

– Eres un hombre valiente… Morir por una radio.

Catherine dio media vuelta y desapareció en la oscuridad.

Harry quedó tendido en el mojado suelo. Cuando Catherine se fue, él se llevó la mano a la caray a punto estuvo de sufrir un mareo al tocar el cálido hueso de la mandíbula. Estaba perdiendo el conocimiento; el dolor se desvanecía. Oyó gemir a los hombres de la Sección Especial que yacían heridos cerca de él. Sintió la lluvia azotándole la cara. Cerró los párpados. Notó que apretaban algo contra su rostro. Abrió los ojos y vio a Alfred Vicary inclinado sobre él.

– Te recomendé que tuvieses cuidado, Harry.

– ¿Se llevó la radio?

– No. Tú se lo impediste.

– ¿Han escapado?

– Sí. Pero les vamos pisando los talones.

Un dolor galopante se precipitó de pronto sobre Harry. Empezó a temblar y tuvo la sensación de que iba a vomitar de un momento a otro. Luego, el semblante de Vicary se convirtió en agua y Harry perdió el sentido.

50

Londres

Antes de que hubiera transcurrido una hora desde el desastre de Earl’s Court, Alfred Vicary ya había orquestado la mayor caza del hombre desencadenada en la historia del Reino Unido. Todas las comisarías de policía del país -desde Penzance hasta Dover, desde Portsmouth hasta Inverness- recibieron la descripción de los espías fugitivos de Vicary. Correos motociclistas enviados por Vicary llevaron fotografías a todas las ciudades, pueblos y aldeas próximas a Londres. A la mayoría de funcionarios relacionados con el caso se les notificó que los huidos eran sospechosos de cuatro asesinatos que se remontaban a 1938. Se informó discretamente a un puñado de oficiales de alta graduación que se trataba de un asunto de la máxima importancia, tan importante que el propio primer ministro verificaba personalmente el desarrollo de la cacería.

La Policía Metropolitana de Londres respondió con extraordinaria rapidez y apenas quince minutos después del primer aviso de Vicary ya había establecido controles en las principales arterias que salían de la ciudad. Vicary intentó cubrir toda posible vía de escape. El MI-5 y la policía de ferrocarriles patrullaron por las principales estaciones. También se facilitó la descripción de los sospechosos a los operarios y maquinistas de los transbordadores irlandeses.

A continuación, Vicary se puso en contacto con la BBC y solicitó hablar con el responsable de mayor categoría que en aquellos momentos se encontrase en la emisora. El principal boletín de noticias de la noche, el de las nueve, encabezó su programa con la noticia de un tiroteo que había tenido lugar en Earl’s Court y en el que dos oficiales de policía resultaron muertos y otros tres heridos. El reportaje incluía la descripción de Catherine Blake y de Rudolf y terminaba proporcionando un número de teléfono al que los ciudadanos podían llamar para dar información. Los teléfonos empezaron a sonar antes de cinco minutos. Las mecanógrafas transcribían todas las bienintencionadas comunicaciones, que luego se pasaban a Vicary. La mayor parte iban directamente a la papelera. Unas cuantas se investigaron. Ninguna facilitó la menor pista.

Vicary proyectó luego su atención sobre la rutas de escape que sólo un espía utilizaría. Se puso en contacto con la RAF y les pidió que estuvieran atentos a la posibilidad de cualquier avión ligero no identificado. Se puso en contacto con el Almirantazgo y les encareció que extremasen la vigilancia para detectar la presencia de cualquier submarino que se aproximara al litoral británico. Se puso en contacto con el servicio de guardacostas y les pidió que se mantuvieran al acecho para localizar cualquier pequeña embarcación que navegase hacia alta mar. Telefoneó al Servicio Y de controladores de radio y les pidió que aguzasen el oído y escuchasen atentamente toda transmisión inalámbrica sospechosa.

Vicary se levantó de la mesa y salió del despacho por primera vez en dos horas. Se había abandonado el puesto de mando de la calle West Halkin y su equipo había regresado sin prisas a la calle St. James. Sus integrantes estaban sentados en la zona común, fuera del despacho, como aturdidos supervivientes de una catástrofe natural, empapados, agotados, derrotados. Clive Roach permanecía solo, gacha la cabeza, cruzadas las manos. De vez en cuando, uno de los vigilantes le palmeaba en el hombro, le murmuraba al oído unas palabras de ánimo y se dirigía a su sitio en silencio. Peter Jordan paseaba. Tony Blair tenía fija en él una mirada feroz. No se oía más que el repiqueteo de los teletipos y el murmullo gorjeante de las telefonistas.